sábado, 20 de mayo de 2023

DE LA IGLESIA DE LOS PECADORES A LA IGLESIA SIN PECADOS. Por Custodio Ballester Bielsa, Pbro.

(germinans germinabit) Es cierto que la Iglesia vivió una fuerte tendencia a ampliar todo lo posible la lista de los pecados, igual que los médicos no paran de alargar hasta el infinito, la lista de las enfermedades. La comparación es pertinente y esclarecedora: los administradores de la salud del alma entendieron que ésa era la manera de tener a los fieles alerta, cuidando su salud espiritual; mientras que los médicos aspiran a tener a los pacientes (a ser posible, a toda la población) pendientes de su salud corporal. Y para ello, acostumbrarlos a echar mano de la lista infinita de enfermedades ante cualquier síntoma, a ver si se incurre en alguna de ellas; recomendando en todo caso, acudir automáticamente al que se ocupa de “curar” (cuidar) la salud de nuestro cuerpo. Y por ese camino, llega el momento en que nos pasamos de rosca, proclamando por decreto las enfermedades (de hecho, sólo “la enfermedad”) de toda la colectividad, con lo que dejan de atenderse las enfermedades del individuo: porque al perder valor, se han borrado de la lista oficial de enfermedades.

Y parece que, por la ley del péndulo, y hartos de tanta virtud, de tanto cuidar la salud del alma, ahora estamos en el extremo opuesto, en el descuido total. En cualquier momento caeremos en la cuenta de que hemos pasado de la confesión diaria porque cualquier cosa puede ser pecado, a declarar la proscripción definitiva del pecado en la Iglesia y a sacar de la iglesia los confesionarios y hasta la misma confesión, porque los pecados lo son de la colectividad: no os lo perdáis, hay quien en el Camino Sinodal se empeña en encomendar el sacramento de la confesión a seglares.

Porque parece ser que el ala más moderna de la Iglesia se ha empecinado en convertir la Eucaristía en un sacramento de sanación; en encomendar a la Eucaristía las funciones del sacramento de la penitencia (e incluso las del bautismo) y abrir el acceso al misterio nuclear de la Iglesia, incluso a los que de una u otra forma se apartan de ella y de su moral. Es más que evidente que estos movimientos no pretenden construir la Iglesia o ponerla al alcance de mayor número de fieles, sino justamente lo contrario: destruirla.

No veo claro cómo ha de acabar esto. Pero si todos somos pecadores, igual que Hacienda somos todos, queda claro que, en virtud de un extraño razonamiento -hoy muy de moda-, todos somos tan virtuosos, tan perfectos y sobre todo tan incuestionables como las autoridades sanitarias, civiles y hasta las religiosas. Queda claro, por tanto, que a partir de ahí queda desdibujada la virtud. En efecto, si todos somos pecadores, ¿qué diferencia hay entre unos pecadores y otros? Si se niega el acceso a la Eucaristía a unos pecadores, ¿por qué no se les tendría que negar a todos los pecadores, porque todos lo somos? Claro, con afirmaciones de ese tipo, vamos a parar a nuestro “o todos moros, o todos cristianos”.

Y al final, si creemos que la Eucaristía no ha de ser el remedio del pecado, puesto que hay que acercarse a ella sin pecado; si creemos lo que dice la Iglesia sobre la Eucaristía (clarísimo lo proclama san Pablo: quien come y bebe el cuerpo y sangre de Cristo en pecado, come y bebe su propia condenación (1Co 11,27), y bellísimamente lo catequiza el Lauda Sion de la fiesta del Corpus); y si, como dicen los voceros del “Camino Sinodal”, todos somos pecadores, si decidimos escucharles y obedecerles, hemos de ofrecer la Eucaristía a toda clase de pecadores; mientras que, si obedecemos a la Iglesia Santa y Católica, hemos de acercarnos a este sacramento con el alma limpia de pecado. ¿A qué nos lleva esta contradicción? ¿A quién hemos de seguir, a san Pablo, al Magisterio de la Iglesia y a la Tradición, o a los corifeos del sínodo alemán? Porque la realidad es que esa batalla por regalarle la Eucaristía a cualquiera (echar piedras preciosas a los cerdos (cf. Mateo 7,6), lo que hace es atentar contra la misma Eucaristía; lo que hace es precisamente trabajar por su extinción.

¿Qué hay debajo de esas humildísimas declaraciones? Pues lo que hay es la igualación del mal con el bien. Si todos somos igualmente pecadores, todos somos igualmente virtuosos. Tan virtuosos y tan pecadores como cualquiera. Si somos declarados virtuosos nos comportemos como nos comportemos, y se nos permite acercarnos a la Comunión en cualesquiera condiciones, (divorciados vueltos a casar civilmente, concubinarios o fornicarios habituales), es porque se está dando por desaparecido definitivamente el pecado de la moral de la Iglesia. Porque lo que se pretende mediante esa “licencia”, no es devaluar el sacramento de la Eucaristía, sino utilizar este sacramento para blanquear unos pecados muy concretos, para acabar al fin blanqueándolos todos: poniendo en el mismo saco el bien y el mal. O afinando más, poniendo el bien y el mal donde los pone el mundo: en la inopia.

Y obviamente, la pregunta que me inquieta, es: ¿qué pasará cuando ya casi nada y al final, nada sea pecado? Nos quedaremos sin pecadores, sin sacramentos (al menos los que lavan los pecados, puesto que ésa es su finalidad) … ¿Es ése el final que le tienen asignado a la Iglesia los nuevos teólogos de la bondad intrínseca del hombre y de todos sus actos?

Vamos a rastras con la teología (finalmente antropología) o moral fundamental, la que define el bien y el mal; la que distingue por tanto a los buenos y a los malos: buenos, los que hacen el bien, los que practican las buenas obras; malos, los que hacen el mal, es decir los que practican malas obras. Pero como estamos haciendo seguidismo de las doctrinas del mundo que proclaman la bondad intrínseca del hombre y de todas sus obras, he aquí que estamos vaciando de todo significado, la religión y sus sacramentos.

Y de paso, vaciamos de sentido la Redención. El Cordero de Dios que carga con los pecados del mundo y los redime con su sacrificio, deja de tener sentido, hasta tropezar con esas genialidades teológicas, sobre “la crueldad de Dios” al aceptar el sacrificio de su Hijo por salvar al hombre. Es lo que tiene andar jugando con la Eucaristía. Se socavan los cimientos como si eso no importara, y lo que pasa es que se tambalea todo el edificio.

Eso de que todos somos pecadores (sin más), acaba siendo tan hueco y tan trivial como que todos somos justos. Es colectivizar el pecado y la virtud; es negar la responsabilidad moral de cada uno por sus actos; es finalmente ir a parar a la acomodación de la moral a los apetitos de cada uno en cada momento. Es acabar con la existencia del bien y del mal objetivos; es acabar con la moral cristiana para establecer la de este podrido mundo.

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