martes, 2 de septiembre de 2025

Memoria de la Cueva de Covadonga desde hace cuatro siglos y medio hasta hoy (I). Por Francisco José Rozada Martínez

Desde inmemoriales tiempos el Santuario de Covadonga ha sido el punto de referencia y enclave religioso por excelencia para los asturianos de dentro y fuera del Principado de Asturias.

Así continúa siendo, y su memoria se hace más patente cada mes de septiembre, especialmente en torno a la fecha del día 8, el más solemne del año en el Real Sitio; además el Gobierno del Principado estableció esa jornada como Día de Asturias, según una ley del 28 de junio de 1984.

Por los testimonios recogidos sobre cómo era y qué guardaba en su interior el templo de madera que -simultáneamente- era una creación natural, una obra humana y un lugar de gran devoción, puede decirse que esta iglesia primitiva en la que se concentraba todo lo que era Covadonga pudo ser estudiada y conocida gracias a los testimonios documentales que nos aportaron descripciones de notable precisión de su fábrica.

Tomando notas del “Viaje Santo” de Ambrosio de Morales (1572), memorial de Gregorio de Leguimazón (1604), las averiguaciones de Jerónimo de Chiriboga (1613), las “Antigüedades” de Luis Alfonso de Carvallo (1695), el “Patrocinio” de Manuel Madrano (1719) y la anónima “Claríssima explicación” (1755) -entre otros- puede afirmarse que sus relatos nos dejaron notables precisiones sobre este lugar de la Cueva de Covadonga.

Se cumplen ahora exactamente 453 años del viaje que el cronista Ambrosio de Morales hizo por orden del rey Felipe II a los reinos de León, Galicia y Principado de Asturias para reconocer reliquias, sepulcros reales, documentos y libros manuscritos de interés.

En ese relato anotó que la imagen de la Virgen la consideraba “de obra nueva y bien hecha, a la que se le tiene gran devoción en septiembre”.

De todos los testimonios antes citados puede comentarse con gran detalle la descripción del templo de madera que se había construido en la cueva, así como los objetos e imágenes que componían esta iglesia rupestre.

Esta vieja construcción estaba diseñada para cerrar por completo el hueco de la cueva, pero como la profundidad de la gruta es muy escasa, se había diseñado un conjunto de vigas encajadas en la peña para que soportasen una estructura volada.

La construcción causaba una sensación de gran fragilidad, por lo que a los peregrinos les daba la sensación que el mecanismo constructivo se sostenía sin apenas apoyos, lo cual provocaba admiración y asombro, no es de extrañar que le conociesen como el “templo del milagro” e -incluso- había quienes llegaban a Covadonga esperando ver un “templo en el aire”, como escribió Madoz.

De ahí a asegurar que podría haber sido una fábrica salida de manos angélicas no faltó nada. Así se hicieron reproducciones en las que aparecen ángeles portando vigas de madera para su construcción, porque -como bien sabemos- la fe mueve montañas.

Lo que sí es cierto es que el interior del rústico templo de madera tenía dos niveles o alturas, con una longitud de unos 19 metros (68 pies) y una altura de 5 metros (18 pies), medidas éstas ya del siglo XVIII, pues las originales del siglo XVI dejan reducidas a la mitad las de su longitud.

La parte superior del templo constaba de presbiterio, sacristía, nave, coro y órgano.

En la sacristía había una ventana en la que se había instalado una polea para poder aprovisionarse de agua de la fuente, en la parte baja exterior de la cueva.

La capilla mayor tenía 3 metros, con un arco labrado en piedra muy antiguo y en el retablo mayor había una imagen de talla de la Virgen “con una estatura de tres cuartas, rostro moreno y serio, y el del Hijo que tiene en sus preciosas manos, muy alegre y blanco”.

El cuerpo de la iglesia se iluminaba por medio de cuatro ventanas y estaba compartimentado por barandillas de madera para favorecer la circulación interior.

Desde la entrada había una pequeña escalera de piedra que daba acceso al templo bajo, el cual tenía tres espacios separados por rejería de madera.

En el primer espacio estaban los supuestos sepulcros de los reyes Pelayo y Alfonso I con sus esposas Gaudiosa y Ermesinda, respectivamente.

Mientras el sepulcro de Pelayo estaba en un hueco en la roca, el de su yerno Alfonso I estaba excavado en la peña.

En este templo bajo se hallaba otra imagen de la Virgen diferente a la del templo alto. Era una imagen sedente de María con el Niño sobre sus rodillas, rodeados de seis ángeles, imagen que unos decían proceder de la Cámara Santa y otros llamaban la Virgen del Sagrario.

El acceso a las dos plantas de este templo de madera se hacía por una escalera de piedra.

Este es el más famoso y reproducido de todos los grabados antiguos de Covadonga, especialmente por mostrar la exacta disposición de su iglesia rupestre hasta que un incendio la destruyó con todo lo que contenía en su interior el viernes, 17 de octubre de 1777. Grabado en cobre, aguafuerte y talla dulce del año 1759, dibujado en seda blanca por Antonio Miranda Cuervo y grabado por Jerónimo Antonio Gil. Recrea a la imagen de la Virgen, al rey Pelayo y a su hijo Favila, ángeles que portan las maderas para fabricar la iglesia, la casa de novenas, el molino, la casa de los músicos, el mesón, la fuente, el huerto del ermitaño, el escudo con las armas del Santuario y del Principado, etc

Hace exactamente 175 años: Monasterio de Nuestra Señora de Covadonga según lo vio el pintor Jenaro Pérez Villaamil el día 8 de septiembre de 1850. El cuadro lo terminó en Madrid en agosto del año siguiente. Se representa la animada procesión que se dirige a celebrar la misa en el campo de la cual fue testigo el pintor. Algunos romeros descienden desde diferentes lugares ayudados de pértigas o garrochas, aunque la mayoría permanecen en sus sitios contemplando la procesión a la que seguirá una misa de campaña. Se puede ver uno tocando la gaita, algunas mujeres se protegen del sol con vistosas sombrillas de colores. Desde la Colegiata de San Fernando descienden por el camino multitud de personas que siguen a los canónigos que llevan la imagen de la Virgen y una cruz. Se puede ver el basamento del templo que había proyectado construir ante la Cueva el arquitecto Ventura Rodríguez. Bien visible está el canapé de piedra que mandó construir el abad Nicolás Antonio Campomanes y Sierra, canapé que después se desmontó por orden del obispo Sanz y Forés y se empotró en el muro de contención. Tras las obras realizadas en el Santuario posteriores a la Guerra Civil este canapé se integró en una fuente exenta que podemos hoy ver en la plaza que está ante la entrada de la Casa de Ejercicios. Pérez Villaarmil supo plasmar la grandiosidad del espacio natural que vio y el sentimiento religioso que tenía sus raíces en un hecho que se consideraba histórico. Ciertamente le dio a todo el lienzo un aire solemnemente festivo. El mismo pintor afirmó después que seguramente algunos pensarían que la recreación del aquel 8 de septiembre de 1850 podía ser fruto de su poética imaginación, pero que él había pintado una realidad que parecía imposible. Toda una combinación de paisaje con un auténtico documento de costumbres.

Desde la Colegiata de San Fernando descienden por el camino multitud de personas que siguen a los canónigos que llevan la imagen de la Virgen y una cruz. Bien visible está el canapé (asiento de piedra con respaldo) que mandó construir el abad Nicolás Antonio Campomanes y Sierra, canapé que después se desmontó por orden del obispo Sanz y Forés y se empotró en el muro de contención. Tras las obras realizadas en el Santuario posteriores a la Guerra Civil este canapé se integró en una fuente exenta que podemos hoy ver en la plaza que está ante la entrada de la Casa de Ejercicios.

Algunas mujeres entre la multitud se protegen del sol con vistosas
 sombrillas de colores aquel 8 de septiembre de 1850.


Pérez Villaamil supo plasmar la grandiosidad del espacio natural que vio y el sentimiento religioso que tenía sus raíces en un hecho que se consideraba histórico. Ciertamente le dio a todo el lienzo un aire solemnemente festivo. El mismo pintor afirmó después que seguramente algunos pensarían que la recreación del aquel 8 de septiembre de 1850 podía ser fruto de su poética imaginación, pero que él había pintado una realidad que parecía imposible. Toda una combinación de paisaje con un auténtico documento de costumbres.


Algunos romeros descienden desde diferentes lugares ayudados de pértigas o garrochas, aunque la mayoría permanecen en sus sitios contemplando la procesión a la que seguirá una misa de campaña.

Se puede ver uno tocando la gaita tal y como el pintor 
lo memorizó hace ahora exactamente 175 años.

Realmente algunos edificios recreados por Jenaro Pérez Villaamil 
parecen evocar tiempos medievales...

El interior de la Cueva según lo recreó el mismo pintor 
Jenaro López Villaamil en ese mismo año 1850.

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