En este domingo XIX del Tiempo Ordinario se nos llama a estar atentos y vigilantes, y este consejo del evangelio de hoy nos viene muy bien en el verano y las vacaciones donde rompemos con las rutinas que mantenemos durante el curso. Cuántas realidades nos hacen estar precavidos en verano: desde la temperatura a las carreteras, las playas, sus mareas y medusas; las comidas fuera de casa o la información sobre los lugares a los que vamos por si están masificados o hay robos y carteristas. También la vida del creyente es un poco así, supone peregrinar con cautela teniendo claro que venimos de Dios, somos suyos y hacia Él nos encaminamos.
La primera lectura de este día es un recuerdo de la cena pascual, de la noche santa en que fueron liberados de la esclavitud de Egipto. Para el pueblo judío este momento es un referente constante en sus vidas, de que el Señor los salvó, les dio una identidad, les hizo suyos, les encaminó a la tierra prometida. Para nosotros los cristianos, el pasado no es un tiempo para lamentar, no vivimos suspirando en el ayer nostágico (que bien nos iba con el otro rey, con el otro obispo, con el otro alcalde, con el otro cura...) sino que miramos al pasado fundamentalmente poniendo los ojos y el recuerdo en Jesucristo quien en su Pascua nos obtuvo la redención. Y cada domingo, como comunidad peregrina y reunida en torno al altar, hacemos memoria de la Pascua del Cordero inmaculado cuya sangre lava nuestros pecados.
Sólo en Dios debe descansar nuestra esperanza, y en nadie más. Con frecuencia se nos olvida que dentro de no muchos años nuestros nombres, nuestras historias, nuestras preocupaciones... se las habrá llevado el viento. De nosotros no quedará nada, y llegará un momento que ni el recuerdo, ni el nombre, ni los huesos. Cielo y tierra pasarán, pero Él no; su palabra es la única que perdurará y, sin embargo, a cuántas palabras sin valor nos agarramos, cuánto tiempo perdemos de forma estéril en las cosas de este mundo que aquí se han de quedar. Cuánto nos preocupan los efímeros aplausos de este mundo... Por eso nos viene muy bien la lección de San Pablo a los cristianos de Éfeso dirigida hoy a nosotros: "la fe es fundamento de lo que se espera, y garantía de lo que no se ve". Y el Apóstol nos pone delante ejemplos claros de fe en la vida de Abraan, Isaac, Jacob, Sara... Cada uno experimentó en su propia carne que el Señor cumple su alianza, que quien permanece en su fidelidad recibe su recompensa.
Por su parte el evangelio de este domingo tomado del capítulo 12 de San Lucas nos ofrece esta predicación de Jesús en parábolas que forman parte del llamado "pasaje del sermón de la montaña". Son tres parábolas que nos presentan la misma realidad: hay una espera, un temor, una incertidumbre... Jesús quiere explicarnos el sentido de vivir en clave de espera y vigilancia, que no supone vivir en un miedo apocalíptico. Muchos de los primeros seguidores de Jesús no entendían bien esto, pensaban que su marcha al Padre y su segunda venida era inminente, y que estaba todo hecho. Si nos fijamos en cada historia, la de los criados que esperaban el retorno del amo que estaba en unas bodas, la del dueño que vigila su casa por si llega el ladrón, o el del fiel administrador encargado del reparto del trigo, vemos que el Señor la vigilancia que nos reclama es: ¿donde está mi tesoro y corazón?... Y es que no tendrá lugar Jesús en mi vida, ni tendré yo lugar en el reino de Dios si no están en Él.
La salud espiritual de mi alma se trasluce en mis actos y obras cotidianas: ¿qué nos mueve a ser fieles al Señor y su evangelio; sólo el miedo a ser pillados en su lejanía y consiguiente condena? ¿Cómo espero yo al Señor que en un momento dado ha de pedir explicaciones de mi vida y examinarme del amor?... Somos llamados a ser fieles al que ha de volver y cuidadosos con este hogar de la fe que no podemos dejarnos robar, y generosos al repartir el amor a todos, nos hagan bien o mal. Se nos exige vivir con los pies en la tierra; sí, pero con la vista puesta en el cielo. Esa es nuestra meta, nuestro anhelo, a donde hemos de llegar por sentencia configurada en nuestro caminar y por méritos propios. Que nos inunde de esperanza sus palabras: "no temas pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino".
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