(“Vidas de Santos” de A. Butler) Se ha dicho que San Eulogio fue la mayor gloria de España en el siglo IX. Era descendiente de una familia que había tenido posesiones en Córdoba, desde la época de los romanos. El santo tenía tres hermanos y dos hermanas. Córdoba se hallaba entonces ocupada por los moros, quienes la habían convertido en su capital. Los moros toleraban a los cristianos, aunque les imponían condiciones vejatorias. El culto público se les permitía mediante el pago de un impuesto mensual; pero el proselitismo se castigaba con la pena de muerte. Sin embargo, muchos cristianos ocupaban puestos de importancia; por ejemplo, José, hermano menor de San Eulogio, desempeñaba un alto cargo en la corte de Abderramán II.
Eulogio se educó con los sacerdotes de San Zoilo. Una vez que hubo aprendido todo lo que podían enseñarle, se puso bajo la dirección del ilustre escritor Esperandeo, abad de un monasterio. Ahí conoció a Pablo Alvarez, de quien se hizo muy amigo y quien escribió más tarde la biografía del santo. Al terminar sus estudios, San Eulogio recibió la ordenación sacerdotal, en tanto que Alvarez se casó y abrazó la carrera de escritor. Los dos amigos sostuvieron una nutrida correspondencia, pero destruyeron por mutuo acuerdo las cartas, que eran demasiado íntimas y no suficientemente trabajadas. En su “Vida de San Eulogio,” Alvarez le describe como muy piadoso y mortificado, versado en todas las ramas del saber, especialmente en la Sagrada Escritura; de rostro agradable; tan humilde, que con frecuencia se atenía a las opiniones de otros, mucho menos sabios que él y tan amable, que se ganó el cariño de cuantos le trataron. Su gran descanso consistía en visitar los monasterios y los hospitales. Los monjes le tenían en tal estima que, con frecuencia, le pedían que redactase sus reglas. En esa forma, el santo estuvo en muchas casas religiosas de España y visitó los monasterios de Navarra y Pamplona para revisar sus constituciones y escoger las mejores reglas.
El año 850, estalló una súbita persecución contra los cristianos de Córdoba, ya sea porque éstos hubiesen combatido abiertamente a los mahometanos, ya porque trataran de convertir a algunos de ellos. La situación de los cristianos se complicó, pues un obispo andaluz, llamado Recaredo, en vez de defender a su grey, hostigó contra ella a los moros. No sabemos por qué procedió en esa forma; tal vez se trataba de un “moderado” que prefería la paz y la tolerancia, a la persecución y el celo misionero. En todo caso, dicho prelado fue el responsable de la aprehensión del obispo de Córdoba y de algunos miembros de su clero. En la prisión, Eulogio se ocupó en leer la Biblia a sus compañeros y en exhortarles a permanecer fieles a la fe. También escribió entonces su “Exhortación al Martirio,” dedicada a las vírgenes Flora y María. En ella decía: “Sé que estáis amenazadas de ser vendidas como esclavas y de perder la virginidad; pero podéis estar seguras de que no es posible manchar la virginidad de vuestras almas, por mucho que atormenten vuestros cuerpos. Algunos cristianos cobardes os dirán, para desanimaros, que las iglesias están silenciosas, vacías y sin culto, a causa de vuestra obstinación, y que si cedéis durante algún tiempo, os dejarán practicar libremente vuestra religión. Os ruego que no olvidéis que el sacrificio que agrada verdaderamente a Dios es la contrición del corazón y que no tenéis derecho a volver atrás y renunciar a la fe que habéis confesado.” Las doncellas no perdieron la virginidad y, antes de ser decapitadas, declararon que, en cuanto llegasen a la presencia de Jesucristo, le pedirían que sus hermanos alcanzasen la libertad. Seis días después de su muerte, los prisioneros quedaron libres. San Eulogio compuso entonces una narración en verso del martirio de las dos vírgenes, para animar a los cristianos a seguir su ejemplo. Su hermano José fue despedido de la corte y San Eulogio fue obligado a vivir con el traidor Recaredo, pero no por ello dejó de seguir instruyendo y alentando a los fieles con la predicación y con la pluma.
El año 852, otros cristianos fueron martirizados. En el mismo año, el Concilio de Córdoba prohibió entregarse espontáneamente a los perseguidores El sucesor de Abderramán llevó adelante la persecución con mayor violencia que su padre; ello no hizo sino acrecentar el celo de San Eulogio, quien evitó que apostatasen muchos cristianos débiles y alentó a muchos otros al martirio En los tres volúmenes de su obra titulada “Memorial de los Santos,” describió los sufrimientos y la muerte de los mártires de la persecución. También escribió una “Apología” contra los que negaban que las víctimas de aquella persecución eran verdaderos mártires, alegando que no habían obrado milagros, que se habían entregado espontáneamente, que no habían sido torturados sino tan sólo decapitados y que los perseguidores no eran idólatras, sino que creían en el verdadero Dios. San Eulogio se defendía también a sí mismo, ya que él había aprobado y alentado a los mártires. Cuando murió el arzobispo de Toledo, el clero y el pueblo eligieron a San Eulogio para sucederle; pero el santo fue ejecutado antes de su consagración.
Había en Córdoba una joven llamada Lucrecia, convertida y bautizada por un pariente, aunque sus padres eran mahometanos. Esto constituía un crimen que se castigaba con la pena de muerte. Cuando los padres de la joven se enteraron de lo sucedido, la golpearon y maltrataron cruelmente para hacerla apostatar. La joven narró sus cuitas a San Eulogio, quien con la ayuda de su hermana Anulona, la ayudó a escapar y la escondió en casa de unos amigos suyos. Las autoridades descubrieron el sitio en que se hallaba la joven y llevaron ante el kadí a todos los que la habían ayudado a escapar. Sin amedrentarse por ello, Eulogio dijo al juez que estaba dispuesto a mostrarle el verdadero camino del cielo y declaró que Mahoma era un impostor. El kadí le amenazó con hacerle perecer a latigazos. El santo respondió que nada le haría renegar de su religión. Entonces, uno de los presentes habló en privado a San Eulogio, diciéndole: “Está bien que los ignorantes se precipiten a la muerte; pero un hombre de tu ciencia y de tu posición no debería alentarles con su ejemplo. Hazme caso; pliégate a las circunstancias y di una sola palabra. Después podrás practicar libremente tu religión y te prometo que no te molestaremos más.” Eulogio replicó sonriendo: “Si sospecharas siquiera el premio que espera a quienes perseveran hasta el fin en la fe, cambiarías en el acto todas tus dignidades por él.” En seguida empezó a predicar osadamente el Evangelio a los presentes. Para evitarlo, el juez le condenó inmediatamente a muerte. Uno de los guardias que le condujeron al sitio de la ejecución le abofeteó por haber hablado contra Mahoma; el santo presentó con gran mansedumbre la otra mejilla y recibió otro golpe. Al llegar al lugar del martirio, San Eulogio presentó el cuello al verdugo. Santa Lucrecia sufrió el martirio cuatro días después.
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