domingo, 28 de diciembre de 2025

Fin de año que no acaba. Por Monseñor Jesús Sanz Montes O. F. M.



Pasan los meses y los años, y nosotros escribimos nuestra historia con los eventos que van jalonando nuestras biografías. Al término de este año 2025 cerramos también un período lleno de sorpresas y acontecimientos varios que nos han dejado su impronta imborrable. Sería ahora prolijo poder reseñar todos los momentos que en estos doce meses han podido llegar con su mensaje. Ha sido un año santo jubilar con motivo del dos mil veinticinco aniversario del nacimiento de Jesús. Ha estado marcado por la esperanza, como rezaba ya el lema: “La esperanza no defrauda” (Rom 5,5). Es un evidente contraste con tantos momentos y situaciones donde nos sentimos defraudados por tantas cosas (la política, la salud, el círculo de amistades y compañeros de andadura, el deporte…). Ponemos el corazón en personas y en proyectos, en ilusiones y ensueños… que luego no se cumplen según nuestras añoradas expectativas. Todos tenemos la larga experiencia de sentirnos defraudados por algo o por alguien.

Decía el papa Francisco al convocar el año santo en su Bula señalando el Jubileo como una ocasión para reavivar la esperanza, apoyándonos en la Palabra de Dios como ayuda para encontrar las razones de nuestra espera: “Todos esperan. En el corazón de toda persona anida la esperanza como deseo y expectativa del bien, aun ignorando lo que traerá consigo el mañana. Sin embargo, la imprevisibilidad del futuro hace surgir sentimientos a menudo contrapuestos: de la confianza al temor, de la serenidad al desaliento, de la certeza a la duda. Encontramos con frecuencia personas desanimadas, que miran el futuro con escepticismo y pesimismo, como si nada pudiera ofrecerles felicidad”.

Quizás no nos resulta difícil hacer la lista de las cosas que contradicen a diario este horizonte que dibuja la esperanza, y puede resultar enojoso el elenco de cuanto nos acorrala, nos aplasta y nos deja sin aliento. Esto mismo se preguntaba San Pablo cuando en la carta a los Romanos hizo ese listado provocativo: “¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo? ¿Las tribulaciones, las angustias, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada? [...] Pero en todo esto obtenemos una amplia victoria, gracias a aquel que nos amó. Porque tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rom 8,35.37-39).

No es un brindis al sol, ni tampoco una irresponsable quimera de quien mira distraído o inhibido para otro lado, sino la experiencia viva de lo que supone reconocer en Jesús la gran respuesta esperanzada a nuestras cuestiones desesperadas. Y señaló el papa Francisco los distintos rostros de esa esperanza que no defrauda: la paz entre los pueblos en guerra, la vida cuando se la censura desde el aborto o la eutanasia, los pobres y los emigrantes que sufren los estragos en carne propia, los presos que pagan la pena por sus delitos deseando aprender de sus errores y comenzar una nueva vida, los jóvenes que no logran asomarse al horizonte del mañana cuando el trabajo o la familia se les presenta con todos sus retos insalvables, los ancianos, abuelos y abuelas que transmiten la gran sabiduría aprendida en el libro de la vida, los enfermos en sus situaciones precarias cuando la falta de salud desafía la serena confianza…

Junto a la Palabra de Dios, hemos nutrido también estos meses jubilares con los sacramentos (especialmente la Eucaristía y la Confesión penitencial) y las expresiones de religiosidad popular como las peregrinaciones a lugares significativos donde celebrar la gracia del año santo. Termina así el Jubileo, pero la vida sigue con sus derroteros, y ahí seguimos siendo peregrinos de la esperanza que no defrauda jamás.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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