jueves, 18 de abril de 2019

Reflexión para el Jueves Santo. Por Rodrigo Huerta Migoya

Eucaristía – Sacerdocio – amor y servicio

La celebración de este día está cargada de recuerdos, símbolos y enseñanzas; pero nos quedaremos con una única y principal: Cristo vino al hombre a servir como viene hoy a nuestro altar para dejarnos su cuerpo. Dios nos invita al cenáculo donde nos parte y reparte el pan.

Las prenotandas litúrgicas insisten en que los sacerdotes enumeren y se detengan brevemente en los principales hitos del día: Institución de la Eucaristía, Institución del Sacerdocio y Mandato nuevo del Amor -por eso llamamos a este el día del amor fraterno-. Y más que mandato -que quizás suena demasiado impositivo- podríamos hablar del testamento vital del Señor. Es lo último que nos tiene que decir formalmente de cara a su muerte; su legado es el amor con todos.

Y, por otro lado, el Lavatorio de los pies que es una catequesis visual preciosa de que cómo Cristo sigue diciendo a la humanidad que no ha venido a ser servido sino a servir y dar su vida en rescate "por muchos".

Jesús se arrodilla no sólo cuando lava los pies, sino cada vez que baja a la tierra por manos de los hombres. Esto lo reflexionaba el P. Segundo Llorente, un sacerdote leonés que fue misionero en Alaska al escribir: “Ni la Stma. Virgen ni los Ángeles pueden hacer lo que hace diariamente un sacerdote. Cristo pudo haber arreglado las cosas de otro modo, pero escogió la intervención del sacerdote de quien se reviste él mismo para obrar la salvación de la humanidad”. Nuestro Dios nos trata como Dioses con Él, como Él y por Él; nos hace a su imagen y hasta se deja pisar y matar por salvarnos.

A fin de cuentas, en este día sólo celebramos a Cristo; Cristo que se entrega como Sacerdote, como Eucaristía, como Hijo de Dios que acepta ya en la mesa pascual su entrega su humillación ante los demás… un todo que es lo que Jesús; caridad sobre toda caridad ejemplifica en esta noche santa.

En la vieja Pascua comienza la Pasión, miramos a la Cruz

La Misa de la Cena del Señor con la que ponemos fin a la Cuaresma y entramos en el Triduo Pascual, es el comienzo de la cuenta atrás de las últimas horas de la vida terrena del Señor. Llega la hora para Jesús, -"habiendo llegado su hora de pasar de este mundo al padre’- por eso los textos ya aluden desde el principio a la Cruz como ocurre con el canto de entrada. ‘’Venía de Dios y a Dios volvía’’.

En la Santa Cena, aunque la idealizamos dado que constituye para nosotros el origen de dos sacramentos vitales como son la Eucaristía y el Orden sacerdotal, no podemos perder de vista su contexto de dolor. En la cena empieza la Pasión de Cristo constatando que el demonio se ha sentado también a la mesa y había puesto a uno de sus amigos ya en su contra para traicionarle. Y, por otro lado, al repartir el Maestro el Pan y el vino, al instaurar la fórmula de consagración ya está aludiendo a la Cruz: "mi cuerpo que se entrega’", "mi sangre que se derrama’".

Más hay un resquicio de esperanza, aunque los discípulos ni se han dado cuenta; los días previos el Señor les ha pedido que recuerden lo que les anunció y explicó, más ellos estaban lejos de comprender a qué se refería. Están en una cena de fiesta, es la cena de Pascua recordando que Dios les había salvado de la esclavitud, y ahora Jesús comienza la nueva Pascua en sí mismo: "Yo hago nuevas todas las cosas"...

La Soledad del Redentor

La institución del sacerdocio no se limita a la Cena; los actos que sucedieron al banquete fueron también puramente sacerdotales: predicó a los suyos, los acompañó espiritualmente en unas horas de nerviosismo y confusión, se retira a orar, dialoga en la intimidad de su corazón y, finalmente, da ejemplo ante los demás pidiendo que no se use la violencia, aceptando su arresto e incluso permitiendo la burla de sí mismo.

La oración sacerdotal de Cristo en el huerto de los Olivos es a menudo representada con esa escena en la que el Señor apoyado en una roca mira hacia arriba. Y así comienza también la oración sacerdotal de Jesús en el capítulo 17 de San Juan: "Y Jesús, alzando los ojos al cielo, dijo: Padre ha llegado la hora, glorifica a tu hijo para que tu hijo te glorifique a ti". Toda la vida terrena de Cristo no fue independiente de la Providencia, sino que vivió en continua unión y oración con el Padre. En la fórmula de consagración de la Plegaria Eucarística I (Canon Romano) se dice: "Y elevando los ojos al cielo, hacia ti Dios Padre suyo todopoderoso".

Cristo vive pendiente del cielo, necesita la oración y la relación íntima con Dios. Es una característica totalmente sacerdotal, aunque hoy se nos ha "olvidado". La oración no es de las monjas y los laicos, de monasterio y conventos únicamente; el sacerdote es el hombre de la oración. Por eso en el rito de ordenación el obispo le pregunta: "¿Queréis uniros cada vez más estrechamente a Cristo, sumo sacerdote, quien se ofreció al Padre como víctima pura por nosotros, y consagraros a Dios junto a Él para la salvación de todos los hombres?".

Jesús vive las horas álgidas de su sacerdocio al luchar contra la tentación en Getsemaní, perseverando en la oración y derramando ya las primeras gotas de sangre, consciente de que el suplicio era inminente. El Señor sabe que se queda solo y que se va quedar aún más solo. Ve su martirio, y en su oración anuncia ya lo que habrán de sufrir los suyos por Él y como Él: "Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como yo no soy del mundo’’.

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