sábado, 20 de abril de 2019

Reflexión del Sábado Santo y la Vigilia Pascual. Por Rodrigo Huerta Migoya

En el sábado acompañamos a la Madre Iglesia al lado de Nuestra Señora esperando que se cumpla la palabra anunciada: "El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, ser rechazado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día" (Lc 9, 22).

Con la liturgia de las horas interiorizamos la muerte del Señor, su descenso a los infiernos y su paso por el sepulcro. Con el cántico de Isaías en las laudes decimos: ''Es verdad, tú eres un Dios escondido'', y es que en estas horas vivimos el ocultamiento de Dios.

«¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad porque el Rey duerme (…). Dios ha muerto en la carne y ha puesto en conmoción a los infiernos» (Homilía sobre el Sábado Santo: PG 43, 439).
Hemos matado a Dios, pero no como lo vendían Hegel, Dostoyevsky o el renombrado Nietzsche; no por que sea algo inventado por el hombre ni sea una creación para dar respuesta a nuestro desconocimiento. Los cristianos meditamos qué, evidentemente, hemos matado a Dios en su Hijo pero por nuestros pecados, por los cuales subió al leño para que muertos nosotros al pecado vivamos para la justicia.

El Sábado Santo no hay absolutamente ninguna celebración en la Iglesia, caminamos como en desierto en busca de oasis apoyados del oficio divino y algún acto sencillo de religiosidad popular.  El Viernes, sin embargo, decimos que el Sábado es "la Vigilia", aunque realmente la vigilia está ya dentro del domingo en sus albores, pues a partir de la hora Nona del citado Sábado, ya es el domingo. El Sábado es su mayor parte es jornada de penumbra, más aún, se conserva su antigua denominación de "Sábado de Gloria", dado que hasta 1955 la Vigilia Pascual se celebraba en la mañana del sábado por cuestiones del ayuno que se había iniciado la noche anterior de preparación para comulgar sacramentalmente. Dichas estas primeras ideas entramos ya en la reflexión sobre la propia "Vigilia Pascual".

Esta es la noche

Lo mismo que los judíos celebran su Pascua y el paso por el mar rojo, nosotros celebramos nuestra Pascua y el paso del Señor Jesús por el infierno, por la muerte y por el sepulcro. Así lo entonamos en el Pregón: ‘’Esta es la noche de la que estaba escrito, será la noche clara como el día, la noche iluminada por mi gozo...’’ Si los judíos celebraban y celebran que Dios abrió para su pueblo caminos en el mar, nosotros celebramos que el Señor ha trazado un camino aún más imposible, como fue trazar un camino a través de la muerte.

Dios pasa por el sepulcro, reposa sobre una losa, conoce la oscuridad del fin del hombre cuyo origen está en mismo primer pecado. Y Dios se asocia al hombre experimentando su caducidad, su finitud, su término. Más hay algo que Jesús no experimentó: las horas que pasó en el sepulcro, y es que no conoció la corrupción corporal, mientras que nosotros sí la padeceremos.

Como Hijo de Dios no conoció esa parte de su humanidad desaparecida tras su muerte, como tampoco fue igual a nosotros en el pecado. Dios también hará algo semejante después con la Santísima Virgen. El Padre ‘’No permitió a su fiel conocer la corrupción’’. Pero lo que nos interesa es que ese cuerpo frío e inerte recobró toda su vitalidad. Y lo hizo en esta noche. Hasta los mismos romanos habían entendido mejor las predicaciones de Jesús que los suyos, por eso mandaron poner guardia al sepulcro para que no pudieran deshacerse del cadáver y decir luego que había resucitado.

Bendita noche en que nuestro Salvador rompió las cadenas que lo ataban, no permitió que la muerte tuviera poder sobre él, venció a la muerte que llegó por el pecado, una vez para siempre. La muerte ya no tiene poder sobre Él, pues ese corazón traspasado por la lanza se paró, pero hoy ha vuelto a latir para no detenerse ya nunca más.

Bautismo – muerte – Resurrección

La celebración de la Vigilia Pascual es, además del corazón litúrgico de todo el calendario cristiano, el momento en que catecúmenos de todo el mundo se incorporan a la vida nueva con Cristo a través del Sacramento del Bautismo.

La Pascua y el Bautismo están unidas intrínsecamente; los que ya estamos bautizados renovamos las promesas de nuestro bautismo y junto a los neófitos celebramos ya como nueva familia el gozo de ser hijos de Dios de estar asociados a la gloria de Cristo, de ser conscientes que si con Él morimos, con Él vivimos, con Él reinamos... Nacemos del agua y del Espíritu para poder ser comensales del Reino de los Cielo como lo pidió el Señor.

El agua que mojó nuestras cabezas el día de nuestro bautismo, ese mismo agua que hoy el sacerdote bendice solemnemente, no nos lleva a pensar sólo en aquel bautismo de Jesús en el Jordán; vayamos más allá y veamos más bien el agua del costado del Crucificado, el agua que con su muerte regó la tierra junto a la sangre, pues ahí nace todo -Iglesia, Sacramentos, vida nueva-. Estamos purificados del pecado original pues como los justos del Apocalipsis, nuestras almas han sido lavadas en la sangre del cordero; es decir, hemos sido adheridos a Cristo por el agua bautismal.

El bautismo nos libera del yugo del pecado al igual que la resurrección del Señor fue la victoria sobre el pecado y la muerte; ¿puede haber por tanto mejor momento para celebrar el sacramento del bautismo que hoy?.

Nuestra andadura de cristianos pasa por el agua bautismal haciendo nuestras las enseñanzas de San Pablo: "Fuimos, pues, con Él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva".

La alegría de los bautizados es alegría de la Pascua, gozo de saber que nuestro Señor vive y que ha de volver como Juez del mundo. Pero este júbilo no puede quedarse para nuestros adentros, sino que hemos de anunciarlo: ''Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado'' (Mt 28,19).
Y un segundo anuncio nos llega con la Pascua cuando el Señor Resucitado exclama: id y anunciad  a mis hermanos que vayan a Galilea, allí me verán (Mt 28,7).  Nuestra fe radica aquí, en que la vida venció a la muerte, en que Cristo no es una leyenda, sino que está vivo, vive y nos da la única vida que no termina. La invitación del Señor de volver a Galilea es el recordatorio para los que ya nos decimos creyentes para recuperar el amor primero, a las mieles del encuentro primero, al origen y al reencuentro de nuestra mirada con la suya.

La Salvación culmina con la Resurrección

A través de la Palabra de Dios en sus siete lecturas y salmos, su epístola y su Evangelio caminamos el camino del Pueblo de Dios desde la Creación, pasando por el pecado, el desierto. Por la obediencia de Abrahán, las profecías de Isaac, Baruc y Ezequiel, y así vislumbramos el camino del hombre nuevo tras la Cuaresma.

Es el acontecimiento central de nuestra fe, muchísimo más importante que su natividad; he aquí todo lo que da sentido al seguimiento de Cristo. Aceptar sólo a Jesucristo, sin aceptar su Resurrección es quedarnos a las puertas de lo que constituye todo su mensaje. Sólo tendremos vida con él, por eso dice San Pablo: ‘’consideraos vivos para Dios en Cristo Jesús’’.

Los salmos que se intercalan en las lecturas nos adentran también en el sentir que hoy la Iglesia Universal vive como la liturgia de todas las liturgias: la acción del Espíritu Santo, la protección de Dios a los hombres, lo sublime de su victoria y nuestra obligación de ensalzarle por salvarnos: ''Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia''.

La liturgia de la Palabra que remata con el solemne evangelio de San Lucas, cuando las mujeres se encontraron el sepulcro abierto con las vendas por los suelos, nos dice con palabras lo que ya con gestos preciosos nos ha trasmitido el comienzo de la Vigilia. Una penumbra que es rota por un tibio fuego que una vez bendecido y recogido en el cirio pascual es compartido por toda la asamblea que se une con sus velas. La luz empieza a adueñarse del templo hasta que lo invade todo. En Navidad la Sagrada Escritura nos recordaba la profecía de Isaías: ''El pueblo que caminaba en tinieblas una luz les brilló'', y esa luz que es Cristo brilla hoy para nosotros como nunca, representado en el lucernario con el que entramos en el tiempo de Pascua.

La liturgia de la Iglesia no es un teatro, ni unos gestos bonitos o unas palabras viejas o huecas, pues Cristo mismo nos habla hoy, nos preside, nos da su Cuerpo... En el ara del Altar se vuelve a ofrecer por nosotros el Hijo de Dios, el Cordero que quita el pecado del mundo, nuestro Cordero Pascual. El que se sigue ofreciendo, pero que ya no muere más y vive y reina para siempre.

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