jueves, 15 de octubre de 2015

Carta Semanal del Sr. Arzobispo


La misión: gramática de la fe

Un recuerdo de mi infancia era cuando en el colegio y en la parroquia preparábamos el día del Domund. Tanto en la clase de religión como en la catequesis parroquial se nos permitía acercarnos con los medios audiovisuales de entonces a lo que representaba esa vocación cristiana de primera línea: los misioneros.

Veíamos algún documental, nos proyectaban las famosas “filminas” (no era la época del PowerPoint) y conseguíamos hacernos una idea apasionada de lo que aquellos hombres y mujeres, sacerdotes y religiosas, vivían en las fronteras más alejadas para anunciar a Jesucristo, construir la Iglesia y estar al lado de pueblos necesitados de tantas cosas materiales y espirituales. Si un misionero podía venir a compartirnos su experiencia era un regalo grande. Nuestros ojos de niños se abrían para asomarnos por unos momentos a esas tierras de misión tan lejanas y diversas a las nuestras en casi todo, diferentes en costumbres con sus vestidos y colores según fueran africanos, asiáticos o americanos.

Todo un sinfín de preguntas nos provocaba el encuentro. ¿Sentían nostalgia de sus casas, familias y tierras los misioneros que tan lejos se marchaban? ¿tenían miedo de lo que encontraban y sudaban aprendiendo aquellas lenguas o adaptándose a las comidas lugareñas? ¿Quién les había mandado ir tan lejos para aquello? Y a todas las preguntas nos iban respondiendo con gracejo y paciencia, abriéndonos más todavía la curiosidad sana de nuestra infancia cristiana. Siempre nos decían al final que rezásemos por ellos y que lo hiciéramos en familia, que nosotros fuésemos también misioneros con los amigos del barrio y con los compañeros del colegio. También acogían nuestro simbólico donativo y agradecían que saliésemos con huchas a pedir dinero para la misión. Eran unas huchas de barro, representando la cabecita de un niño de aquellos lugares, y que se llenaba con pocas monedas, pero era un modo de comprometernos haciendo algo por todos ellos. Rezar, ser misioneros en nuestros lares y ayudar económicamente en lo que pudiésemos.

La misión hoy sigue siendo una exigencia cristiana. Pueden haber cambiado algunas cosas, pero no la pasión de ir a anunciar a Cristo hasta los confines del mundo allá adonde todavía no se le ha predicado, o para sostener una fe incipiente en unos pueblos apenas evangelizados. Como dice el Papa Francisco en su mensaje para el Domund de este año, «la misión es parte de la “gramática” de la fe. Quien sigue a Cristo se convierte necesariamente en misionero, y sabe que Jesús “camina con él, habla con él, respira con él. Percibe a Jesús vivo con él en medio de la tarea misionera” (Evangelii gaudium, 266). La misión es una pasión por Jesús, pero, al mismo tiempo, es una pasión por su pueblo. Cuando nos detenemos ante Jesús crucificado, reconocemos todo su amor que nos dignifica y nos sostiene; y en ese mismo momento percibimos que ese amor, que nace de su corazón traspasado, se extiende a todo el pueblo de Dios y a la humanidad entera. Así redescubrimos que Él nos quiere tomar como instrumentos para llegar cada vez más cerca de su pueblo amado y de todos aquellos que lo buscan con corazón sincero. En el mandato de Jesús “id” están presentes los escenarios y los desafíos siempre nuevos de la misión evangelizadora de la Iglesia».

Damos gracias a Dios por todos nuestros misioneros y misioneras, rezamos por ellos y los sostenemos con nuestra ayuda económica. Pero también en nuestro lugar y nuestros ambientes estamos llamados a ser misioneros para los que Dios nos ha puesto al lado.


+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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