jueves, 16 de enero de 2014

Vida de San Antón (II)



Su fervor era tan grande que de pronto oía hablar de algún monje o ermitaño muy santo, y se iba hacia donde él a escuchar sus consejos y tratar de aprender cómo se llega a la santidad. Y así pronto fue también él un ermitaño admirablemente santo. Pero el demonio empezó a traerle temibles tentaciones. Le presentaba en la mente todo el gran bien que él podría haber hecho si en vez de repartir sus riquezas a los pobres las hubiera conservado para extender la religión. Y le mostraba lo antipática y fea que sería su futura vida de monje ermitaño. Trataba de que se sintiera descontento de la vocación a la cual Dios lo había llamado. Como no lograba desanimarlo, entonces el demonio le trajo las más desesperantes tentaciones contra la pureza. Le presentaba en la imaginación toda clase de imágenes impuras. Pero él recordando aquella frase de Jesús: "Vigilad y orad para no caer en la tentación", "Ciertos malos espíritus no se alejan sino con ayuno y oración", se puso a vigilar sus sentidos: ojos, oídos, etc., para que ninguna mala imagen o atracción lo sedujeran. Y luego empezó a orar mucho y a ayunar fuertemente. 

Pasaba muchas horas del día y de la noche orando. No comía ni bebía nada jamás antes de que se ocultara el sol. Y su alimento era un poco de pan o de dátiles, un poco de sal, y agua de una cisterna. 

Un día el demonio enfurecido porque no lograba vencerlo le dio un golpe tan violento que el santo quedó como muerto. Vino un amigo y creyéndolo ya cadáver se lo llevó a enterrar, pero cuando ya estaban disponiendo los funerales, él recobró el sentido y se volvió a su choza a orar y meditar. Allí le dijo a Nuestro Señor: ¿Adónde te habías ido mi buen Dios cuando el enemigo me atacaba tan duramente? Y una voz del cielo le respondió: "Yo estaba presenciando tus combates y concediéndote fuerzas para resistir. Yo te protegeré siempre y en todas partes".

Se cuenta también que en una ocasión se le acercó una jabalina con sus jabatos (que estaban ciegos), en actitud de súplica. Antonio curó la ceguera de los animales y desde entonces la madre no se separó de él y le defendió de cualquier alimaña que se acercara. Pero con el tiempo y por la idea de que el cerdo era un animal impuro se hizo costumbre de representarlo dominando la impureza y por esto le colocaban un cerdo domado a los pies, porque era vencedor de la impureza. Además, en la Edad Media para mantener los hospitales soltaban los animales y para que la gente no se los apropiara los pusieron bajo el patrocinio del famoso San Antonio, por lo que corría su fama. En la teología el colocar los animales junto a la figura de un cristiano era decir que esa persona había entrado en la vida bienaventurada, esto es, en el cielo, puesto que dominaba la creación.

A los 35 años de edad siente una voz interior que lo invita a dedicarse a la soledad absoluta. Hasta entonces había vivido en una celda, no muy lejos de la ciudad y cerca de otros ascetas. La palabra "asceta" significa "el que lucha por dominarse a sí mismo". La gente llamaba ascetas a los cristianos fervorosos que se dedicaban con la oración, el sacrificio y la meditación a conseguir la santidad. Cerca de un grupo de ellos había vivido ya varios años Antonio y había aprendido cuanto ellos podían enseñarle para ser santo. Ahora se sentía capaz de alejarse a tratar de entenderse a solas con Dios.

Se fue lejos al otro lado del río Nilo. Encontró un cementerio abandonado y allí se quedó a vivir. Las gentes antiguas creían que las almas en penas venían a espantar en los cementerios. Para convencerse de que tal creencia era cuento y mentiras, se quedó a vivir en aquel cementerio y ningún alma de difunto vino a espantarlo. Aquel terreno estaba infectado de serpientes venenosas. Les dio una bendición y ellas se alejaron. Solamente un amigo suyo venía muy de vez en cuando a traerle un poco de pan. Levantó un muro para hacer el sacrificio de no ver a nadie, y hasta el que le traía el pan tenía que lanzárselo por encima del muro. Muchas gentes venían a consultarlo y les hablaba a través del muro.

Pero la fama de que sus consejos hacían mucho bien se extendió tanto que al fin los peregrinos no pudieron contenerse y derribaron aquella pared. Allí estaba Antonio que desde hacía 20 años no veía rostro humano alguno, y no comía carne, y sólo se alimentaba de un poco de pan y un poco de agua cada día. Pero en su rostro no se notaba ningún mal efecto de estos sacrificios, sino que aparecía amable y lleno de alegría. 

A los 55 años, para satisfacer la petición de muchos hombres que le pedían les ayudara a vivir vida de ermitaños como él, organizó una serie de chozas individuales, donde se practicaba una pobreza heroica. En cada una de estas chozas vivía un ermitaño dedicado a orar, a trabajar y a hacer sacrificios. Constantemente se oían cantar por allí las alabanzas de Dios.

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