martes, 5 de marzo de 2013

Homilía en la despedida a Benedicto XVI

 
Querido hermano en el episcopado, Don Gabino, arzobispo emérito de Oviedo, queridos sacerdotes, consagrados, seminaristas y fieles laicos, amigos de los medios de comunicación, gracias a todos por haber acudido esta tarde a nuestra iglesia madre de la Diócesis para esta celebración especial. El Señor guíe siempre vuestros pasos con la luz de la fe, os llene el corazón con su paz y le dejéis repartir con vuestras manos su bien.
Una eucaristía es siempre y sólo eso: acción de gracias. Podría parecer una indebida motivación celebrar la santa Misa como agradecimiento particular de algo o de alguien fuera de la única razón que justifica lo que estamos celebrando: el triunfo pascual de Jesús. Su vida resucitada ha puesto sordina a nuestras muertes venciéndolas, ha iluminado nuestras zonas oscuras y ha abierto las puertas de la esperanza en nuestros callejones sin salida. Por esto, y sólo por esto damos las gracias al Padre Dios, movidos por su Santo Espíritu, reconociendo tamaño don en el regalo de su Hijo.
Y, sin embargo, como bien se ha dicho, esta tarde estamos aquí los cristianos de la Iglesia particular de Oviedo, para dar gracias al Buen Dios porque hemos sido bendecidos durante casi ocho años por aquel pastor bueno el Él nos puso al frente de la barca de Pedro, nuestro querido Papa Benedicto XVI. Todos recordamos esa primera aparición en la Logia-balcón de la Basílica de San Pedro la tarde del 19 de abril de 2005. La imponente figura de su predecesor, el beato Juan Pablo II, todavía estaba en nuestro vivo recuerdo y tantos nos preguntábamos quién podría venir después como Papa. Al aparecer el cardenal Joseph Ratzinger, convertido ya en Benedicto XVI, veíamos en sus ojos como en un espejo la inmensa responsabilidad, con toda su cruz y su gloria, cuando se asomaron a aquella familiar Plaza de San Pedro para bendecir al Pueblo que el Señor le confiaba. Estas fueron sus inolvidables palabras: «Después del gran Papa Juan Pablo II, los señores cardenales me han elegido a mí, un simple y humilde trabajador de la viña del Señor. Me consuela el hecho de que el Señor sabe trabajar y actuar incluso con instrumentos insuficientes, y sobre todo me encomiendo a vuestras oraciones».
No era una pose ensayada, no fueron palabras prestadas, salió de su corazón abrumado y creyente decir a toda la Iglesia lo que con esa humildad suya nos contó tan brevemente. Y ya desde ese primer instante de su pontificado no quiso ocultar la conciencia que tenía de la desproporción entre sus propias fuerzas y la misión que Dios le encomendaba en su Iglesia. En la santa Misa donde se le impuso el palio y se le dio el anillo del pescador como Sucesor de Pedro en la Urbe romana y en el Orbe cristiano, fue más explícito al desvelarnos ese noble sentimiento: «Ahora, en este momento, yo, débil siervo de Dios, he de asumir este cometido inaudito, que supera realmente toda capacidad humana. ¿Cómo puedo hacerlo? ¿Cómo seré capaz de llevarlo a cabo? Todo vosotros, queridos amigos, acabáis de invocar a toda la muchedumbre de los santos, representada por algunos de los grandes nombres de la historia que Dios teje con los hombres. De este modo, también en mí se reaviva esta conciencia: no estoy solo. No tengo que llevar yo solo lo que, en realidad, nunca podría soportar yo solo. La muchedumbre de los santos de Dios me protege, me sostiene y me conduce. Y me acompañan, queridos amigos, vuestra indulgencia, vuestro amor, vuestra fe y vuestra esperanza. En efecto, a la comunidad de los santos no pertenecen sólo las grandes figuras que nos han precedido y cuyos nombres conocemos. Todo nosotros somos la comunidad de los santos; nosotros, bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».
Así, con esta conciencia comenzó su ministerio petrino. Han sido ocho años de una enorme intensidad, casi impropia para una persona de su edad y con sus latentes limitaciones de salud. Y por las razones que él mismo ha contado, ha decidido responder en conciencia al Señor con su renuncia a la sede de Pedro: era devolver a quien le llamó eso que ahora se le estaba pidiendo. De este modo nos lo dijo el domingo pasado ante la Plaza de San Pedro abarrotada de fieles, cuando salió por última vez a esa ventana del Ángelus con una serenidad que nos admira. El evangelio del domingo hablaba de la subida al monte Tabor: «Esta Palabra de Dios la siento de modo particular dirigida a mí, en este momento de mi vida. El Señor me llama a “subir al monte”, a dedicarme más aún a la oración y a la meditación. Pero esto no significa abandonar la Iglesia. Si Dios me pide esto es precisamente para que yo pueda continuar sirviéndola con la misma entrega y amor que he buscado hacerlo hasta ahora, pero de un modo más adecuado a mi edad y a mis fuerzas.
 
 
 
Un regalo de Dios
Sorprende tanta sencillez, tanta sinceridad, tanto amor de verdadero padre, ante el empeño de tantos en sus cábalas numéricas para encontrar alguna razón esotérica en la decisión del Papa. Choca su actitud testimonial de amor al Señor y a la Iglesia, con los que se entretienen en dibujar los mil laberintos de motivos oscuros, en donde presuntos secretos innombrables serían para ellos las inconfesables razones de esta decisión papal: conspiraciones de intereses económicos, de lobbies homosexuales, de ansias insaciables de poder. No faltan los eruditos de la quimera fantasiosa que apelan a profecías imposibles para decirnos que estamos ante el final de la hecatombe, ante el ocaso del papado, ante las postrimerías del cristianismo. No es esta la lectura que hacemos los hijos de la Iglesia, no son estas las razones que este querido Papa nos ha dado.
Ni caemos en los tremendismos de quienes proyectan sobre la Iglesia otras cuitas, tramas, estrategias, ajustes de cuentas y zancadillas tan propias y actuales del mundo de la corrupción financiera y de las insidias políticas, ni tampoco queremos caer en una ingenua visión de esta Iglesia desconociendo dentro de ella también la torpeza y el pecado, como repetidas veces ha hecho el Papa Ratzinger pidiendo perdón y no mirando jamás para otro lado.
Admirablemente lo ha dicho en su última catequesis haciendo recuento de esta ambivalencia eclesial claroscura y agridulce a la vez: «Ocho años después puedo decir que el Señor realmente me ha guiado, ha estado cerca de mí, he podido percibir cotidianamente su presencia. Ha sido un trecho del camino de la Iglesia, que ha tenido momentos de alegría y de luz, pero también momentos no fáciles; me he sentido como San Pedro con los apóstoles en la barca en el lago de Galilea: el Señor nos ha dado muchos días de sol y de brisa suave, días en los que la pesca ha sido abundante; ha habido también momentos en los que las aguas se agitaban y el viento era contrario, como en toda la historia de la Iglesia, y el Señor parecía dormir. Pero siempre supe que en esa barca estaba el Señor y siempre he sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino que es suya. Y el Señor no deja que se hunda; es Él quien la conduce».
Damos gracias a Dios por el regalo que ha sido Benedicto XVI para la Iglesia y el mundo de nuestros días. Una preciosa trayectoria de larga maestría como intelectual cristiano que le constituye en uno de los mejores teólogos de todos los tiempos. También la de su breve y fecundo magisterio como Papa, que nos ha dejado tres importantes encíclicas: la primera dedicada a Dios amor, la segunda sobre la esperanza cristiana que nos salva, y la tercera centrada en la caridad que se nutre de la verdad. Alguno había esperado una encíclica más en este Año de la Fe por él convocado que tuviera precisamente la fe como argumento. Sin duda que habría sido un redondo completar mirando a Dios amor, las tres virtudes teologales del cristiano. No obstante, quizás con este gesto de su retirada silenciosa ha escrito sin palabras esta preciosa encíclica. Porque la fe es fiarse de otro, y esto es lo que el Papa nos ha testimoniado.
Es proverbial su fina pluma y su dulce palabra. Su magisterio pasará a la historia como un precioso acervo de sabiduría cristiana, que aúna la belleza, la sencillez y la profundidad cuando escribe y cuando habla. En este sentido nos ha dejado una apretada antología de los nombres que han descrito el itinerario eclesial a través de las catequesis de cada miércoles. La vida cristiana no es una entelequia abstracta, sino el encuentro con Alguien que te cambia la vida (cf. Deus caritas est, 1), y por eso Benedicto XVI nos ha expuesto el cristianismo desde los mejores hijos de la Iglesia que son los santos de todos los tiempos: Apóstoles, Santos Padres, Maestros medievales, Santos fundadores y Santas mujeres. Complementariamente ha hecho un precioso comentario al evangelio dominical en la reflexión antes del Ángelus. Y en su amor a la liturgia, ahí quedan las preciosas homilías de los grandes momentos litúrgicos del calendario cristiano.
Se reconoce el esfuerzo realizado en sus 22 viajes apostólicos por los cinco continentes saliendo al encuentro de culturas, de pueblos, de mil situaciones en donde la tragedia y la esperanza de los hombres se estrella o aprende a renacer. En tres ocasiones ha visitado España, siendo el país que más veces ha contado con su presencia como Papa. Sus encuentros con los jóvenes son el precioso testimonio de alguien que no engaña. La JMJ que vivimos en Asturias y en Madrid será un recuerdo imborrable y un aviso para navegantes para quienes queremos acompañar a los jóvenes cruzando con ellos los puentes sobre las aguas turbulentas. El paso audaz y verdadero de este Papa anciano por las calles de nuestros jóvenes produjo un cambio en personas adultas alejadas de la fe ante el espectáculo de una juventud distinta que tiene la osadía de creer contracorriente, rebelde ante las reducciones mezquinas del corazón con sus preguntas y sus miras. Una juventud que se sabe mirada y querida, por alguien que es Padre, que es Papa poniendo de nuevo la esperanza en sus almas y en sus rostros la sonrisa.
 
Verdadero intérprete del Concilio
Me parece digno de ser subrayada su pasión por la verdad y la belleza, que le han hecho interlocutor respetuoso de quien se sepa mendigo herido de las mismas con un corazón inquieto. Ahí están sus diálogos y encuentros con intelectuales ajenos a la fe y con las personas que tienen otro credo religioso, saliendo siempre al paso de quienes dentro del cristianismo nos distancia algún tipo de separación.
Ha sido un infatigable intérprete del verdadero Vaticano II, contra los que lo traicionaron por el exceso de aplicar un concilio que no existió, o por el defecto se censurar lo que en aquella asamblea eclesial se alumbró. Y tampoco se arredró el Papa Ratzinger cuando hubo de afrontar humildemente los horrores de los errores como la pederastia, y las torpezas de quienes abusaron de su confianza traicionándole en casa con deslealtad como el famoso mayordomo.
Y sin embargo, siempre se ha fiado de Dios, y no se ha sentido solo como con sincera valentía ha dicho tantas veces en estos días. Así ha concluido su ministerio como sucesor de Pedro. Tal y como ha dicho el miércoles pasado, «tengo una gran confianza, porque sé, sabemos todos, que la Palabra de verdad del Evangelio es la fuerza de la Iglesia, es su vida. El Evangelio purifica y renueva, da fruto, dondequiera que la comunidad de los creyentes lo escucha y acoge la gracia de Dios en la verdad y en la caridad. Ésta es mi confianza, ésta es mi alegría».
Gracias, Santo Padre, por su palabra y ahora por su silencio. Gracias por su presencia y ahora por retiro. Nos unimos con respeto y agradecimiento a su alto testimonio de libertad humilde, y de servicio a la Iglesia del Señor como trabajador de la viña de Cristo. Rezamos por los señores Cardenales para que ahora recojan el testigo y elijan al nuevo sucesor, a aquel que señale Cristo.
Estamos en el corazón de la Cuaresma. Hoy se nos ha hablado de esa viña que es la Iglesia, esa en la que el Papa Benedicto XVI ha sido humilde trabajador. Jesús es el viñador bueno, con cuya paciencia llegará a salvar la vida de su viña. Convertirse es dejarse llevar por Otro, hablar en su Nombre, continuar su Buena Noticia, dar la vida por, con y como Él. Y asistir al milagro de que en la convivencia misericordiosa con Él, nuestra viña a veces perdida, puede ser salvada, y dar el fruto debido. Esta es la esperanza que nos anuncia Cristo y que en su Iglesia nos anida.
Así lo creemos. Así lo agradecemos. Así lo queremos vivir.
Que María, nuestra Madre Santina nos proteja. El Señor os guarde y os bendiga.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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