Nos encontramos a las puertas de una nueva Cuaresma; un tiempo único que no será ya la pasada, y que siempre puede ser la última. En este tiempo de gracia en que iniciamos la peregrinación penitente por el desierto hacia la Pascua, debemos hacernos esta pregunta utilizando la canción de moda de "Sahkira": ¿Qué nota tengo en mi relación con Dios y con los hermanos? ¿Soy un católico tirando a Casio o tirando a Rolex?.
Somos humanos y por tanto no somos perfectos, pero a veces se nos olvida, y la Cuaresma viene a recordarnos ésto, que somos polvo y al polvo hemos de volver; es decir, que somos finitos y que hemos de vivir la vida no sólo para sacarle provecho aquí, sino para que nuestros pasos por la tierra no se queden únicamente en los "GPS" al alcance de todos, sino que alcancemos la cima que no será para todos, sino solamente para algunos.
El Beato Carlo Acutis lo tuvo muy claro desde niño, por eso solía decir: "el cielo no puede esperar"; es decir, no podemos dejar la conversión para los últimos minutos de nuestra vida; no vale siempre decir "ya cambiaré mañana", o, "ya me confieso yo con Dios desde casa". Huyamos de esos susurros del demonio que nos tiende la trampa y nos tienta en nuestra debilidad como lo intentó con el mismo Cristo.
La Cuaresma es un momento fuerte para volver a vibrar abrazados a la gracia, para hacer penitencia, para retomar la confesión individual frecuente y volver a tomar conciencia del regalo de la fe, pues la Semana Santa llegará a su núcleo principal la noche de la Pascua en que renovaremos solemnemente las promesas de nuestro bautismo. Son días éstos para intensificar nuestra condición de creyentes apoyados en el ayuno, la oración y la limosna.
Como suelo decir: ''cada cual sabe dónde le aprieta el zapato''; esto es, que no hacen falta demasiados guiones u orientaciones para nuestro examen de conciencia, dado que los que mejor nos conocemos somos nosotros mismos. En estas semanas cuaresmales cada uno sabe de qué debe abstenerse para crecer y predisponer el corazón para la inminente Pascua. No nos quedemos tan sólo en el ayuno y la abstinencia de los viernes, sino a lo largo de estos cuarenta días podemos hacer pequeños y grandes sacrificios: unos en beneficio propio como quitarnos algún capricho -el tabaco, el pastel de la merienda, el chupito después del postre,- y también sacrificios en bien de los demás destinando ese dinerillo que nos ahorremos estas semanas a una obra de caridad de las tantas que la Iglesia está haciendo en estos días en Ucrania, Turquía, Siria... Pero todo ha de ser apoyado y sostenido por la oración; en esa súplica callada y escondida donde nadie más que Él y nosotros sabemos qué momentos, tiempos y diálogo mantenemos frente a Jesús Sacramentado.
En estas semanas fijaremos nuestros ojos en Jesús que carga con la cruz; en ese Jesús humillado y crucificado, buscando unirnos y configurarnos a su persona y padecimientos, conscientes de que si sufrimos con Él, también reinaremos con Él. Nos abrazamos a su cruz esperando ser iluminados por su luz, la luz del cirio pascual que disipa toda tiniebla.
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