miércoles, 13 de marzo de 2019

Cuaresma y sociedad. Por César Franco

(Obispado Segovia) La Cuaresma ha dejado de decir algo, no sólo al mundo de la increencia, sino a muchos cristianos que no aprecian el sentido de este tiempo litúrgico. Decir Cuaresma es sinónimo de penitencia, ayuno y oración. Y, para otros, es rememorar prácticas anticuadas, oscurantistas y extrañas a nuestra mentalidad.

La Cuaresma es, en primer lugar, un tiempo intenso cuya finalidad es prepararnos para el Misterio Pascual de Cristo, su muerte y resurrección, culmen de todos los misterios de su vida. Siguiendo el ejemplo de Cristo, que dedicó cuarenta días a la oración y al ayuno antes de comenzar su actividad pública, la Iglesia ha instituido un tiempo semejante de purificación y de caridad con el prójimo. Jesús ha hablado con meridiana claridad de la oración, el ayuno y la limosna, que son las clásicas prácticas cuaresmales. ¿Siguen teniendo vigencia?

Sólo quien haya perdido el sentido de la interioridad podrá afirmar sin pudor que la oración es obsoleta. En cualquiera de sus formas, es la expresión más genuina de la relación con Dios y de la búsqueda de la verdad en el corazón del hombre, lugar donde Dios habla y se revela. La crisis de interioridad, propia de nuestra cultura, ha desterrado —como reconocen pensadores creyentes o no— muchas prácticas espirituales que exigen al hombre retirarse al silencio y a la soledad, encontrarse consigo mismo y recapacitar sobre el sentido de su ser y estar en el mundo. Jesús invita a entrar dentro de nosotros (en nuestra habitación interior) y orar en secreto al Padre para descubrir la necesidad que tenemos de él. Ya decía Pascual que la mayor dificultad que tiene el hombre para ser él mismo es su incapacidad de quedarse quieto en su habitación y pensar.

¿Es obsoleto el ayuno? ¿Cómo explicar entonces los sacrificios que hacemos para estar en forma privándonos de alimentos o ajustándonos a dietas exigentes? ¿Es más humana la forma física que la espiritual? En todo necesitamos motivación, perspectiva y metas. El ayuno es una forma de dominio de sí mismo, una gimnasia espiritual para mantener en forma el sujeto cristiano y purificarlo del deseo hedonista de disfrutar de las cosas mediante el consumo y la posesión de cosas superfluas que acrecientan el afán insaciable de placer. Podemos preguntarnos cuántos «ayunos» de cosas legítimas nos imponemos cuando queremos conseguir metas en el terreno deportivo o estético. ¿Hacemos lo mismo en el ámbito del espíritu? ¿Nos proponemos ayunar para desterrar de nosotros comportamientos que nos hacen egoístas?

El ayuno está además vinculado a la limosna. ¿Está anticuada la limosna? Cuando nos privamos de algo, sobre todo si es superfluo, es para darlo a quienes carecen de lo necesario. Hablar de solidaridad y fraternidad sin contribuir al bienestar de los demás es pura hipocresía. El Papa Francisco ha insistido en que cada vez es más grande el abismo que separa a los que cada vez son más ricos de los que se hunden progresivamente en la miseria. La justicia en el uso y disfrute de los bienes creados interpela a quienes se comportan con indiferencia ante las necesidades básicas del hombre mientras ellos no ponen límites al desorden de sus apetencias en la posesión y consumo de los bienes de la tierra. Compartir con otros los bienes no es asunto de mera piedad individual o de caridad entendida como lástima ante el mal ajeno; es un deber de elemental justicia que nos llama a vivir austeramente para que otros vivan con la dignidad que les corresponde como seres humanos. 

Contemplada así, la Cuaresma es actualísima. Más aún: no puede reducirse a los cuarenta días del tiempo litúrgico, porque, si lo pensamos bien, siempre estamos en Cuaresma.

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