La Cuaresma siempre la comenzamos del mismo modo: miércoles de ceniza, con el evangelio donde el Señor nos explica cómo orar, ayunar y dar limosna. El primer domingo el evangelio del desierto y las tentaciones, y en este segundo, como es tradición, el pasaje de la Transfiguración. Esto tiene de bueno que cada año tenemos la oportunidad de redescubrir un nuevo detalle en el que no habíamos caído, o algún versículo que se ajusta más a mi realidad presente, pero también está el riesgo de tomar el tiempo cuaresmal en pura rutina y rendirnos pronto, o abandonar la exigencia de estos días por que no estoy logrando los objetivos que me he marcado ó, sencillamente, porque una vez "caído" ya doy por perdido todo momento de gracia. Tenemos aún muchos días por delante para lucha; no desfallezcamos, volvamos al perdón, y empecemos de nuevo.
Se une hoy la escena de Cristo en lo alto de un monte del cuál el evangelista no nos da el nombre, pero que todos los expertos apuntan que fue en el alto del Tabor, junto con la del pasado domingo en el desierto con del pasaje que este año no era tan detallado como en los otros ciclos, donde sí vemos a Jesús en ese monte llamado de "las tentaciones"... Los evangelios de estos dos primeros domingos son dos referentes para nuestra preparación para la Pascua, que anticipa nuestro examen para cuando Dios nos llame a su presencia. Por un lado está lo que nos toca hoy y aquí, y cómo es atravesar la llanura y batallar con las tentaciones, pasar por un trance desagradable en esta lucha en que sólo nos vemos confrontados optando por lo que Dios nos pide, y lo que prefiere nuestro cuerpo. Y, por otro lado, está lo que anhelamos y esperamos alcanzar que es llegar a la cumbre de la Pascua definitiva. Seguramente el demonio nos saldrá al paso más de una vez para decirnos: ¿Quién te ha dicho a ti que hay un cielo para que te estés privando de nada?... Quizá también esto les pasó a los discípulos de Jesús: dejaron sus vidas, sus familias, su trabajo y marcharon tras Jesús, y como vemos en los evangelios ni entendían todo ni estaban siempre a la altura de lo que el Señor esperaba de ellos.
Tampoco nosotros entendemos siempre su llamada, ni estamos a la altura de lo que espera de nosotros, pero ante la mentira del demonio que se empeña en susurrar y torturar nuestros oídos y entendimiento, sale al paso el mismo Cristo que en plena peregrinación terrenal les muestra de algún modo en su transfiguración un anticipo del cielo y su gloria, un adelanto de lo que será la Resurrección como quien advierte: ¡que nadie os diga que no hay nada arriba de la colina que merezca el esfuerzo de subir, pues ya os muestro yo que aquí cómo y cuál será el premio!... Todo esfuerzo por convertirnos, ayunar y esforzarnos por ser santos siempre será poco aunque tendrá su recompensa, pues la grandeza del cielo no es comparable a todos los placeres juntos que este mundo nos ofrezca. Podemos acumular todo el dinero que queramos, que de nada nos servirá una vez muertos; podemos comer en los mejores restaurantes o concedernos todos los caprichos humanos, que eso tan sólo nos hará más desgraciados a la larga. Sólo el que se mortifica, y valora su cuerpo y su espíritu en la pequeñas cosas, verá luego la gloria de Dios.
Y esta escena tiene un gran valor para interiorizar en estos días, y es que la transfiguración tiene lugar cuando Jesús sabe que pronto habrá de subir a Jerusalén: llevar consigo a Pedro, Santiago y Juan como testigos presenciales de esta teofanía tenía en realidad un fin pedagógico, como era prepararles de algún modo para ser testigos de su pasión y muerte, que estaba ya próxima. Se avecinaba algo muy duro, y el Señor quiso prepararles para que no perdieran la fe, aunque presenciar la transfiguración nos los convertiría en superhombres ni desaparecerían sus flaquezas. Pero algo de especial tuvo, pues en la noche del Jueves Santo en aquella angustia del Señor en el Huerto de los Olivos de nuevo serán estos tres, sus más íntimos, los que estaban allí a su lado. Y, curiosamente, Juan será el único que permaneció al pie de la cruz; Pedro el primero en ir corriendo a ver el sepulcro vacío, y Santiago el primero de los apóstoles en confesar a Jesús con su vida muriendo decapitado. Monte de las tentaciones y monte Tabor, esto es lo que experimentamos los creyentes a lo largo de nuestra existencia: momentos de aridez y noche oscura, momentos de luz y de gracia, épocas donde sentimos que Dios enmudece o se oculta, y otras donde lo sentimos interactuando con nosotros de corazón a corazón. No siempre se puede estar en lo alto del Tabor, no podemos levantar tiendas de campaña atrincherándonos sólo donde estamos bien momentáneamente, pues para llegar a la gloria eterna hay que bajar de nuevo del monte y seguir cruzando el desierto para llegar a la Pascua prometida, donde los Santos podrían confirmarnos lo bien que se está allí... "Y no digáis nada, hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos"...
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