Puede parecer anacrónico. Algo que es de otra época y que su mensaje parece que molesta en los tiempos que corren estando como estamos engolfados y enfangados en lo que a diario nos acercan los medios de comunicación social. Efectivamente, nada que ver con el glamour del famoseo con las noticias de la frivolidad reinante, en los dimes y diretes del patio de mi casa que es particular. Poco que ver con los dramas que asolan a la humanidad metida en tanta guerra, o zambullida en algunas políticas de paripé que hacen de la mentira su programa y señalan sus poltronas como objetivo de sus conquistas pagando lo que sea y no siempre con su bolsillo. Y si de confusión hablamos, tampoco el patio católico está últimamente resultando un vergel en el que se respira un aire amable, sereno y bien fundado, donde las cosas importantes mantienen su belleza y solidez.
¿A qué me estoy refiriendo? Hay tres gestos que se nos recuerdan siempre en el evangelio del miércoles de ceniza, y que vienen a ser tres propuestas para hacer un recorrido creyente en estos cuarenta días que nos conducirán hasta la pascua florida de una resurrección cierta y viable. Se trata de una apretada catequesis que quiso dar el mismo Jesús a sus discípulos con un estribillo que ponía en el candelero algo que para Él resultaba hiriente: no seáis hipócritas cuando oréis, cuando ayunéis o cuando deis limosna.
La hipocresía ha pasado a ser un adjetivo tan cotidiano, casi lo tenemos tan asimilado, que pasa desapercibido sin que caigamos en la cuenta al no estar avisados ni tampoco concienciados de su peligro. En su etimología griega, la palabra hipocresía significa “fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan”, y viene señalado como sinónimo de falsedad, doblez, cinismo, fariseísmo, insinceridad, disimulo, simulación, santurronería, comedia. Es todo un elenco de la pasarela actual cuando vemos los escenarios antes señalados en donde dolorosamente se reconocen estas poses hipócritas. Jesús señala esta especie de pecado capital, cuando invitaba precisamente a sus oyentes, discípulos fervientes y otros curiosos que escuchaban impávidos sus palabras, para que no cayesen precisamente en la hipocresía que engaña. Luego vendría la breve explicación de los tres gestos que indican ese itinerario que acompaña la vida y culmina la andadura de la pascua.
En primer lugar, la oración, que no son plegarias aprendidas de memoria y quizás no vividas en la entraña cotidiana, sino la certeza de una mirada que no vuelve la cabeza al asomarse a mi vida: esa que crece, se enamora, que tropieza y cae, que enferma y tiembla, que tiene miedos y esperanzas. Siempre habrá unos ojos que me acompañan, y no son los del gran gendarme que me fiscaliza, sino los del buen padre que madruga para otear el día de mi regreso y adelantar mi llegada. Después la limosna, que no son unas monedas que doy al pesado que me asalta desde su precariedad, sino mi propia vida entregada como limosna verdadera: mi tiempo, mis talentos, mi acogida, mi ternura, mi consejo, mi caridad. Finalmente, el ayuno. Tampoco es dejar la ingesta de alimentos sin más, sino prescindir de lo que no me nutre, de aquello que me debilita, lo que termina siendo tóxico para mi alma, mi cuerpo, mi corazón. Este es el ayuno que mejor alimenta.
Así, sin hipocresía, dando comienzo a una nueva cuaresma como un tiempo de renovación, de verdadera conversión en tantas actitudes, en las opciones varias, en los recuerdos no seleccionados caprichosamente, ni tampoco los proyectos que se atienen a la agenda de nuestra pretensión. Aunque entre con calzador en la horma de los tiempos actuales, en nuestro universo mundo y en nuestra comunidad cristiana, la cuaresma será un período de gracia que nos ayudará a ser sinceramente verdaderos ante Dios y ante los hombres sin caretas hipócritas en la farándula convenida.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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