La palabra de Dios en este primer domingo cuaresmal quiere ser una interpelación del sentido de este Tiempo, que no podemos perder de vista ni en estos cuarenta días, ni a lo largo del año, ni de nuestra vida. Y es que la Cuaresma es en cierto modo una llamada al combate: ¿contra quién luchamos? Pues contra el mal, pero no en alguien físico, sino lo que es más complejo y exigente, y es que hemos de empezar luchando contra el mal que hay en nosotros mismos y que quizás ni vemos, pues lo hemos integrado como parte de nuestra personalidad, costumbres o rutinas. La Cuaresma y la Pascua son un antes y un después, y deberían de serlo en mi estilo de vida, de forma que en estos cuarenta días logre sacar de ella todo aquello que me aleja de Dios y de los demás, de manera que no sólo viva en gracia la Semana Santa, sino que realmente la Pascua próxima para la que nos preparamos sea renacer a una vida nueva, como así experimentarán los catecúmenos que en estas semanas dan los últimos pasos para el bautismo.
En el evangelio hemos escuchado cómo ''el Espíritu empujó a Jesús al desierto'', como así hemos sentido nosotros este Miércoles de Ceniza al empezar este tiempo de gracia en el que entramos de lleno ante lo que nos sobrepasa. Y es que Jesucristo no fue al desierto únicamente a pasar hambre porque sí; o a ser tentado por el maligno porque le pareciera divertido verse al filo de la navaja; en realidad Cristo se adentra en aquella primera experiencia para aumentar su mística y perfeccionar su ascesis. Y a eso es a lo que entramos como un entrenamiento de perfección también nosotros en el silencio cuaresmal, para ser más místicos, que no significa ser ñoños o levitar, sino ser sensibles a la gratuidad de la gracia, viendo que se nos regala un don de lo alto que nos desbarda, y es que Dios nos ama sin límite alguno. Ese es un místico de verdad: el que ha descubierto que Dios es amor. Y por otro lado, se nos presenta la ascética, que supone poder acoger en mí el amor del Señor prescindiendo de lo superfluo. Por eso la Cuaresma debe ser un tiempo de mucha confesión, de pedir perdón y dirección espiritual, de hacer a diario examen de conciencia, buscando todo aquello que mancha mi alma y mi corazón, y que debería superar de una vez. Para ser santos -y ese es el camino marcado- necesitamos mística y ascesis, dejarnos amar por Dios y luchar en todo momento contra el pecado. Esto se nos plantea como un itinerario de conversión, pues esa es nuestra meta: ser santos, y si no es así, estamos perdiendo totalmente el tiempo: ¿Para qué quiere una parroquia tener párroco; para que nos diga que sí a todo; para que me diga mi misa a la hora que quiero como un mero funcionario de lo sagrado, o para que me facilite el camino hacia el cielo? El sacerdote está en la parroquia para celebrar la eucaristía y los sacramentos, para atender a los enfermos y necesitados, pero en realidad la misión es sólo una: mostrar el camino por dónde se va a Jesús.
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