domingo, 18 de julio de 2021

''Venid vosotros... a descansar''. Por Joaquín Manuel Serrano Vila



Hacemos un alto en este Domingo XVI del Tiempo Ordinario en el que el Señor no nos hablará de lo que hemos de hacer, sino de cómo vivir provechosamente lo que parece que consiste en "no hacer". El descanso no es perder el tiempo, sino aprovecharlo -y quizá más- de otro modo en éste, a la vez que es un momento clave para descubrir si nuestra fe está cimentada sobre arena o roca. En este verano tenemos la oportunidad de enriquecer nuestra vida dándole un sentido pleno al tiempo que se nos presenta vacío.

En vacaciones o descanso hemos de acudir al Señor igualmente como fuente de paz para nuestra alma. Sólo cuando dejamos que Él sea nuestro único pastor, es cuando se cumple en nuestra vida el "nada me puede faltar" que proclama el Salmo. Esto mismo es lo que San Pablo quiere transmitir a los cristianos de Éfeso en ese bello texto que algunos han definido como la "teología de la paz" de los escritos paulinos. El apóstol nos presenta a Cristo como el Príncipe de la Paz que une a paganos y judíos; hace amigos a los enemigos, levanta puentes donde había asedio. En la cruz hemos sido reconciliados con Dios y también entre nosotros, pues como dice el autor en su carta: ''los que un tiempo estabais lejos estáis cerca por la sangre de Cristo''. Jesús quiere ser la paz para nuestra humanidad, y esto no es una fantasía, sino que cobra sentido pleno por medio de su oblación. Él muere por amor, perdonando; dándonos ejemplo de cómo hemos de amarnos unos a otros. Jesucristo viene a desterrar la enemistad haciendo un sólo pueblo a partir de los muchos diversos y enfrentados que había. Él es el cordero de Dios que nos regala la paz verdadera: ''Vino a anunciar la paz: paz a vosotros los de lejos, paz también a los de cerca''.

Tanto la primera lectura del Libro de Jeremías como el evangelio que hemos proclamado hoy tomado del capítulo 6 de San Marcos, se esboza la figura del pastor. En primer lugar, el profeta nos habla del pastor de la unidad ante la realidad de aquella casa de Judá dividida y desesperanzada que ya no tenía fe en sus pastores para que lograran cerrar heridas y mantuvieran la unidad de la Tribu. Hay exégetas que consideran este fragmento como un texto mesiánico, una prefiguración de Cristo Mesías que habrá de venir a traer la paz donde no la hay: ''Mirad que llegan días -oráculo del Señor- en que daré a David un vástago legítimo: reinará como monarca prudente, con justicia y derecho en la tierra''.

Pero para reflexionar sobre la paz, hay que caer en la cuenta de por qué se produce entre nosotros la enemistad o alejamiento, no sólo con los hermanos, sino con Dios. El demonio busca tentarnos para que cambiemos la luz por las tinieblas, y siempre hay una realidad que el maligno aprovecha en nuestra debilidad, ingenuidad o desconocimiento cuando cambiamos de "hábitat", cuando estamos fuera de casa y sentimos que nadie nos ve ni vigila y tenemos cierto anonimato. Es ahí muchas veces cuando el comercial del mal nos ofrece el muestrario de "posibilidades". Al contrario, si nuestra fe es sólida y no hacemos vacaciones de Dios, es cuando hemos de dar testimonio. En vacaciones, como durante todo el año, no debería cambiar nada, no podemos ser unas personas aquí y otras allá, pues ni al Señor ni a nosotros mismos -y muy pocas veces al demás- podremos engañar.

Es precisamente cuando estamos solos, de descanso o de viaje, cuando hemos de poner por obra lo que durante el año profesamos de palabra. Las palabras de Jesús hoy son una advertencia clara sobre nuestras continuas traiciones: ''en la hora decisiva de la prueba os dispersaréis cada uno por vuestro lado y me dejaréis solo'' (Jn 16,32). No vivamos, pues, dispersos como ovejas sin pastor; huyamos de los enfrentamientos continuos y quedémonos con la invitación tan directa que nos regala hoy el Señor en el evangelio: «Venid vosotros a solas -conmigo- a un lugar desierto a descansar un poco».

Evangelio Domingo XVI del Tiempo Ordinario

Lectura del santo evangelio según san Marcos (6,30-34):

En aquel tiempo, los apóstoles volvieron a reunirse con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado.

Él les dijo: «Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco.»

Porque eran tantos los que iban y venían que no encontraban tiempo ni para comer. Se fueron en barca a un sitio tranquilo y apartado. Muchos los vieron marcharse y los reconocieron; entonces de todas las aldeas fueron corriendo por tierra a aquel sitio y se les adelantaron. Al desembarcar, Jesús vio una multitud y le dio lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor; y se puso a enseñarles con calma.

Palabra del Señor

sábado, 17 de julio de 2021

Hoja litúrgica Domingo XVI del T. O.

 

Santoral del día: Beatas Mártires de Compiègne

(Aciprensa) La fiesta de Nuestra Señora del Carmen de 1794, celebrada en una horrible cárcel de París, tuvo augurios de sangre y de gloria para las monjas carmelitas descalzas del monasterio de Compiègne. Al día siguiente, las dieciséis hijas de Santa Teresa, novicia incluida, iban a ser conducidas a la guillotina por el crimen de ser católicas, “fanáticas” en el lenguaje revolucionario.

Hacía siglo y medio que las carmelitas descalzas de Amiens habían fundado en Compiègne, una ciudad de Oise. La fundación data de 1641, cuando hacía 37 años que había llegado a Francia para iniciar la reforma la Beata Ana de San Bartolomé con Ana de Jesús y otras cuatro monjas españolas.

Al estallar la revolución (1789), las monjas rehusaron despojarse de su hábito carmelita, y cuando los disturbios fueron aumentando, entre junio y septiembre de 1792, siguiendo una inspiración que tuvo la priora Beata Teresa de San Agustín, todas se ofrecieron al Señor en holocausto para aplacar la cólera de Dios y para que la paz divina, traída al mundo por su amado Hijo, fuese devuelta a la Iglesia y al Estado. El acto de consagración, emitido incluso por dos religiosas ancianas que al principio se habían asustado ante el solo pensamiento de la guillotina, se convirtió en ofrecimiento diario hasta el día del martirio, dos años después.

La Asamblea Nacional Constituyente había hecho público un decreto por el que se exigía que los religiosos fueran considerados como funcionarios del Estado. Deberían prestar juramento a la Constitución y sus bienes serían confiscados. Era el año 1790. Miembros del Directorio del distrito de Compiègne, cumpliendo órdenes, se presentaron el 4 de agosto de aquel año en el monasterio a hacer inventario de las posesiones de la comunidad. Las monjas tuvieron que dejar sus hábitos y abandonar su casa. Cinco días después, obedeciendo los consejos de las autoridades, firmaron el juramento de Libertad-Igualdad. Los religiosos que se negaban a firmarlo eran deportados.

Después fueron separadas. Hicieron cuatro grupos y vivían en distintos domicilios, pero continuaron practicando la oración y entregándose a la penitencia como antes.

La regularidad y el orden de su vida, que reproducía todo lo posible en tales circunstancias la vida y horario conventuales, fueron notados por los jacobinos de la ciudad. En ello encontraron motivo suficiente para denunciarlas al Comité de Salud Pública, cosa que hicieron sin pérdida de tiempo.

El régimen del terror estaba oficialmente establecido en Francia y había llegado en aquellos momentos al más alto nivel imaginable. El rey había sido ejecutado y el Tribunal Revolucionario trabajaba sin descanso enviando cientos de ciudadanos sospechosos a la muerte.

La denuncia de las carmelitas decía que, pese a la prohibición, seguían viviendo en comunidad, que celebraban reuniones sospechosas y mantenían correspondencia criminal con fanáticos de París.

Convenía presentar pruebas, y con ese objeto se efectuó un minucioso registro en los domicilios de los cuatro grupos. El Comité encontró diversos objetos que fueron considerados de gran interés y altamente comprometedores. A saber: cartas de sacerdotes en las que se trataba bien de novenas, de escapularios, bien de dirección espiritual. También se halló un retrato de Luis XVI e imágenes del Sagrado Corazón. Todo ello era suficiente para demostrar la culpabilidad de las monjas. El Comité, pues, redactó un informe en el que explicaba cómo, “considerando que las ciudadanas religiosas, burlando las leyes, vivían en comunidad”, que su correspondencia era testimonio de que tramaban en secreto el restablecimiento de la Monarquía y la desaparición de la República, las mandaba detener y encerrar en prisión.

El 22 de junio de 1794 eran recluidas en el monasterio de la Visitación, que se había convertido en cárcel. Allí esperaron la decisión final que sobre su suerte tomaría el Comité de Salud Pública asesorado por el Comité local. Entonces acordaron retractarse del juramento prestado antes, “prefiriendo mil veces la muerte mejor que ser culpables de un juramento así”. Esta resolución las llenó de serenidad. Cada día aumentaba el peligro, pero ellas se sentían más fuertes. Continuaban dedicadas a orar y, gracias a estar en prisión, podían hacerlo juntas, como cuando estaban en su convento. Ya no se veían obligadas a ocultarse y ello les procuraba un gran alivio.

Transcurridos unos días, justamente el 12 de julio, el Comité de Salud Pública dio órdenes para que fueran trasladadas a París. El cumplimiento de tales órdenes fue exigido en términos que no admitían demora. No hubo tiempo para que las hermanas tomaran su ligera colación ni cambiaran su ropa, que estaba mojada porque habían estado lavando. Las hicieron montar en dos carretas de paja y les ataron las manos a la espalda. Escoltadas por un grupo de soldados salieron para la capital. Su destino era la famosa prisión de la Conserjería, antesala de la guillotina y abarrotada de sacerdotes y laicos cristianos igualmente condenados.

Nadie ayudó a las monjas a descender de los carros al final del viaje. A pesar de sus ligaduras y de la fatiga causada por el incómodo transporte, fueron bajando solas. Una de las hermanas, sin embargo, enferma y octogenaria, Carlota de la Resurrección, impedida por las ataduras y la edad, no sabia cómo llegar al suelo. Los conductores de las carretas, impacientados, la cogieron y la arrojaron violentamente sobre el pavimento. Era una de las religiosas que dos años antes había sentido miedo ante el pensamiento de una muerte en el patíbulo y había dudado antes de ofrecerse en sacrificio. Pero en este momento era ya valiente y, levantándose maltrecha, como pudo, dijo a los que la habían maltratado:

“Créanme, no les guardo ningún rencor. Al contrario, les agradezco que no me hayan matado porque, si hubiera muerto, habría perdido la oportunidad de pasar la gloria y la dicha del martirio”.

Como si nada hubiese ocurrido, en la Conserjería prosiguieron su vida de oración prescrita por la regla. No se dejaban perturbar por los acontecimientos. Testigos dignos de crédito declararon que se las podía oír todos los días, a las dos de la mañana, recitar sus oficios.

Su última fiesta fue la del 16 de julio, Nuestra Señora del Carmen. La celebraron con el mayor entusiasmo, sin que por un instante su comportamiento denotase la menor preocupación. Por la tarde recibieron un aviso para que compareciesen al día siguiente ante el Tribunal Revolucionario. La noticia no les impidió cantar, sobre la música de La Marsellesa, unos versos improvisados en los que expresaban al mismo tiempo fe en su victoria, temor y confianza, y que se conservan en el convento de Compiègne.

Ante el Tribunal escucharon cómo el acusador público, Fouquier-Tinville, las atacaba durísimamente: “Aunque separadas en diferentes casas, formaban conciliábulos contrarrevolucionarios en los que intervenían ellas y otras personas. Vivían bajo la obediencia de una superiora y, en cuanto a sus principios y sus votos, sus cartas y sus escritos son suficiente testimonio”.

Fueron sometidas a un interrogatorio muy breve y, sin que se llamara a declarar a un solo testigo, el Tribunal condenó a muerte a las dieciséis carmelitas, culpables de organizar reuniones y conciliábulos contrarrevolucionarios, de sostener correspondencia con fanáticos y de guardar escritos que atentaban contra la libertad. Una de las monjas, sor Enriqueta de la Providencia, preguntó al presidente qué entendía por la palabra “fanático” que figuraba en el texto del juicio, y la respuesta fue:

“Entiendo por esa palabra su apego a esas creencias pueriles, sus tontas prácticas de religión”.

Era su amor a Dios , su fidelidad a los votos y a la religión lo que las hacía merecedoras de la pena capital.

Una hora después subían en las carretas que las conducirían a la plaza del Trono derrocado, hoy plaza de la Nación. En el trayecto la gente las miraba pasar demostrando diversidad de sentimientos, unos las injuriaban, otros las admiraban. Ellas iban tranquilas; todo lo que se movía a su alrededor les era indiferente. Cantaron el Miserere y luego el Salve, Regina. Al pie ya de la guillotina entonaron el Te Deum, canto de acción de gracias, y, terminado éste, el Veni Creator. Por último, hicieron renovación de sus promesas del bautismo y de sus votos de religión.

Una joven novicia, sor Constanza, se arrodilló delante de la priora, con la naturalidad con que lo hubiera hecho en el convento y le pidió su bendición y que le concediera permiso para morir. Luego, cantando el salmo Laudate Dominum omnes gentes, subió decidida los escalones de la guillotina. Una tras otra, todas las carmelitas repitieron la escena. Una a una recibieron la bendición de la madre Teresa de San Agustín antes de ser guillotinadas. Al final, después de haber visto caer a todas sus hijas, la madre priora entregó, con igual generosidad que ellas, su vida al Señor, poniendo su cabeza en las manos del verdugo. Así realizó lo que ella solía decir: “El amor saldrá siempre victorioso. Cuando se ama todo se puede”.

Era el día 17 de julio de 1.794 por la tarde.

Prevaleció un silencio absoluto durante todo el tiempo en que los ejecutores seguían el procedimiento. Las cabezas y los cuerpos de las mártires fueron enterrados en un pozo de arena profundo de casi nueve metros cuadrados en el cementerio parisino de Picpus. Como este pozo de arena fue el receptáculo de los cuerpos de 1298 víctimas de la Revolución, parece no haber muchas esperanzas de recuperar sus reliquias. Una placa de mármol con el nombre de las mártires y la fecha de su muerte figura sobre la fosa y en ella hay grabada una frase latina que dice: Beati qui in Domino moriuntur. Felices los que mueren en el Señor.

viernes, 16 de julio de 2021

Carta semanal del Sr. Arzobispo

La riqueza de los años: brindis por nuestros mayores

Era una tarde soleada. La plaza estaba henchida de vida y gozaba del juego de los años que la llenaban. Unos niños correteaban tras una pelota alocada en sus botes imparables. Las niñas saltaban con destreza acrobática la comba con ritmo envidiable. En esta guisa estaban también los ancianos que se enternecían mirando a los más pequeños con una vitalidad reconocible, justo la que ellos tuvieron en aquellas edades, que ahora se hacía mueca de sonrisa, ternura en sus arrugas, mientras atusaban las canas blanquecinas al aire de una brisa amable que no les robaba las ganas de soñar despiertos en aquel atardecer. Los gritos infantiles y sus vitales correteos hacían de música de fondo que enmarcaba sus recuerdos como en un escenario gratuito que les convocaba sin falta cada día, si no hacía presencia la lluvia hermana que por estos lares es frecuente. Los ancianos de la plaza iban cada tarde allí, precisamente por eso: para asomarse a una vida colorida, con sus sorpresas y azares: juguetona en las inocentes travesuras de los niños; enamoradiza en los requiebros de quienes se piropean con los ojos y son discretos con sus arrumacos amantes; apresurada en los que van y vienen de aquí para allá y hablando por el móvil mientras caminan; serena y solemne en los que tienen su andanza comedida y pasean su mirada curiosa registrando cada escena variopinta. Una plaza que tiene a los viejos como testigos que llevan en el arco de los años, su colmada biografía.

Al fondo de aquella plaza, se levanta enhiesta la torre de la Catedral. Ella proyecta su aguja y campanario hacia un cielo de vida eterna, mientras acaricia con respeto con su sombra la vida longeva de nuestros ancianos que cada día la visitan. Es el signo de una vida gastada en todos los climas: los inviernos que nos hielan, las primaveras que nos renacen, los veranos que nos agostan y los otoños que nos serenan. Una vida larga con todos esos registros que anotan nuestros sueños y las pesadillas, las alegrías que dibujaron sonrisas en el rostro y las penas que pusieron lágrimas en los ojos, los momentos de acierto y los de despiste, los de gracia y los de pecado, con salud inquebrantable y con achaques que no nos abandonan al paso de los años. Una vida así nos purifica el horizonte, nos aligera el equipaje, y nos permite entender tantas cosas con una sabiduría que te concede el haber aprendido de tus errores con sus trampas y el haber afianzado humildemente los aciertos que nos hacen verdaderos. Es hermoso saber que, desde los pequeños hasta los ancianos, en todos ellos Dios crece a la par, cumple sus años y sostiene y acompaña la vida poniendo luz y esperanza.

El Papa Francisco tuvo unas hermosas palabras en un congreso celebrado en Roma en 2020 que se tituló “La riqueza de los años”. Decía él: «Concediendo la vejez, Dios Padre nos da tiempo para profundizar nuestro conocimiento de Él, nuestra intimidad con Él, para entrar más y más en su corazón y entregarnos a Él. Este es el momento de prepararnos para entregar nuestro espíritu en sus manos, definitivamente, con la confianza de los niños... Cuando pensamos en los ancianos y hablamos de ellos, sobre todo en la dimensión pastoral, debemos aprender a cambiar un poco los tiempos de los

verbos. No sólo hay un pasado, como si para los ancianos sólo hubiera una vida detrás de ellos y un archivo enmohecido. No. El Señor puede y quiere escribir con ellos también nuevas páginas, páginas de santidad, de servicio, de oración. Hoy quisiera deciros que los ancianos son también el presente y el mañana de la Iglesia. Sí, ¡son también el futuro de una Iglesia que, junto con los jóvenes, profetiza y sueña! Por eso es tan importante que los ancianos y los jóvenes hablen entre ellos, es muy importante».

La riqueza de los años, en la plaza cotidiana donde la vida se pasea con sus edades y Dios la acompaña. Una hermosa iniciativa la de dedicar un día al año a nuestras personas mayores, con motivo de la festividad de dos viejitos especiales: San Joaquín y Santa Ana, abuelos de Jesús.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

El sacerdote José Antonio Satué, nombrado obispo de Teruel y Albarracín

(C.E.E.) El papa Francisco ha nombrado al sacerdote José Antonio Satué Huerto obispo de Teruel y Albarracín. José Antonio Satué es, en la actualidad, oficial de la Congregación para el Clero en la Santa Sede. El nombramiento se hace público hoy, viernes 16 de julio de 2021, a las 12.00 h., y así lo ha comunicado la Nunciatura Apostólica en España a la Conferencia Episcopal Española.

La diócesis de Teruel y Albarracín estaba vacante por el traslado de Mons. Antonio Gómez Cantero a la diócesis de Almería como obispo coadjutor, cuyo nombramiento se hacía público el pasado 8 de enero. Está al frente, como administrador diocesano, Alfonso Belenguer Celma. 

José Antonio Satué, oficial de la Congregación para el Clero desde abril de 2015

José Antonio Satué Huerto nació en Huesca el 6 de febrero de 1968. Completa su formación como técnico especialista en electrónica industrial en el Instituto Politécnico de Huesca en 1987, año en el que ingresa en el seminario metropolitano de Zaragoza como seminarista de la diócesis de Huesca. Realiza sus estudios eclesiásticos en el Centro Regional de Estudios Teológicos de Aragón (CRETA) donde obtiene el Bachiller en Teología. Recibió la ordenación sacerdotal el 4 de septiembre de 1993. Es licenciado en Derecho Canónico por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma (2004).

Ha desarrollado su ministerio sacerdotal en la diócesis de Huesca como vicario parroquial de San Lorenzo de Huesca (1993-1998) y párroco de la misma (1998-2002); párroco de las parroquias del Somontano: lbieca, Labata, Aguas y Liesa (2008-2009); párroco de Sariñena y Estación de Sariñena (2009-2012), Lastanosa (2009-2010) y Capdesaso (2010-2012); párroco de Santo Domingo y San Martín de Huesca (2012-2015). Ha sido también capellán del Monasterio de Nuestra Señora de la Asunción (2009).

Ha sido miembro del Consejo Presbiteral (1994-2002; 2011-2015); arcipreste de Huesca capital (1994-2002); consiliario de Jóvenes de Acción Católica (1994-2002), de Acción Católica General (2011-2015) y de pastoral juvenil (1996-2002); además de director del Estudio Teológico «Santa Cruz» y del Aula de Teología para Laicos «San Lorenzo y San Vicente» (2012-2015).

También ha sido vicario general, moderador de curia y miembro del Consejo Presbiteral, del Consejo de asuntos Económicos, del Consejo Episcopal y del Colegio de Consultores (2004-2009); vicario judicial (2004-2015); delegado de Medios de Comunicación Social (2004-2015); canónigo de la S.I. Catedral (2006-2009); y deán-presidente de su cabildo (2006-2008).

Desde abril de 2015 es oficial en la Congregación para el Clero, colabora en la parroquia de Santa Rita (diócesis de Latina, Italia) y en la Casa di Marco, institución para menores no acompañados del Servicio Jesuita a Refugiados.