jueves, 23 de abril de 2020

Corazón divino, fuente de misericordia. Por Rodrigo Huerta Migoya

Corazón del que brota agua y sangre

En la Sagrada Escritura vemos cómo se habla del discípulo amado; sin embargo, nunca se añade nombre a ese discípulo a reglón seguido, revelándolo de una forma clara. Sabemos que es San Juan; sí, pero ¿por qué precisamente él se ahorra ese dato sobre sí: ¿humildad?; ¿Por centrarse en lo importante, ó, no será que pretende dejar ese hueco para que yo ponga ahí mi propio nombre y persona? Tú eres el discípulo amado cuando no defraudas su amor, cuando no le sacas de tu vida y caminas según sus preceptos. ¿Y qué da Él a cambio? Se hace presente en tu día a día, te muestra su corazón y te da a su Madre para que veas cómo en verdad eres de su familia. Sólo el discípulo amado es quien ahonda las profundidades del amor encarnado, de su querer con corazón de hombre y de su latido de eternidad. Por ello, cada vez que acudimos a la eucaristía somos el discípulo querido y amado que presencia con sus ojos la entrega del Señor por puro amor.  La lanza que traspasó su costado hizo brotar sangre y agua; es decir, todo lo ha dado -absolutamente todo- por nuestro bien. Durante la celebración de la Santa Misa el sacerdote, llegado el momento del ofertorio, mezcla en el cáliz el vino y el agua recordándonos ese costado abierto por el que vislumbramos su corazón y hacemos nuestra la verdad de cómo al igual que la gota de agua se funde en el vino, así la humanidad y la divinidad de Jesucristo estaban perfectamente unidas en Él. También con nuestra participación en la eucaristía nos unimos a Cristo -a su sacrificio y a su gloria- y se hace verdad en nosotros lo que reza la oración que el presbítero o el diácono realizan al derramar la gota de agua en el cáliz en la presentación de los dones, inspirada en la segunda carta de San Pedro (2 Pe 1,4), que dice: ''El agua unida al vino sea signo de nuestra participación en la vida divina, de quien ha querido compartir nuestra condición humana'' (Misal Romano Nº 133). He aquí lo que brota del costado del Jesús, de la Divina Misericordia: ''agua y sangre''. Bien resumió esta imagen San Juan al decir del Señor: "Este es el que vino mediante agua y sangre: Jesucristo; no solo con agua, sino con agua y con sangre. Y el Espíritu es el que da testimonio, porque el Espíritu es la verdad" (1 Jn 5,6).

Y lo que en el ofertorio de la misa tan solo eran agua y vino, minutos después por la acción del Espíritu Santo se convierten en su cuerpo glorioso y en su preciosa sangre. El salmista al cantar las plagas que sufrió Egipto antes de la Pascua, dice de Dios que ''Convirtió sus aguas en sangre'' (Sal 105); también aquí se convierte un simple vino con algo de agua en sangre, pero no una sangre cualquiera, sino la sangre del Cordero Pascual, Jesucristo, por cuya expiación quedaron canceladas todas nuestras culpas. ''En Él tenemos la redención mediante su sangre, el perdón de nuestros pecados según las riquezas de su gracia'' (Ef 1, 7). Su sangre lava, purifica y redime nuestra humanidad, en esa fuente salvadora de su propio pecho que, incluso en la muerte, fue capaz de regalar vida. Ese regalo último de amor es lo que vio tan claro Santa Faustina Kowalska, como ella misma describiría después: “Durante la oración oí interiormente estas palabras: Los dos rayos significan la Sangre y el Agua. El rayo pálido simboliza el agua que justifica a las almas. El rayo rojo simboliza la sangre que es la vida de las almas. Ambos rayos brotaron de las entrañas más profundas de Mí misericordia cuando Mí Corazón agonizante fue abierto en la cruz por la lanza. Estos rayos protegen a las almas de la indignación de Mí Padre. Bienaventurado quien viva a la sombra de ellos, porque no le alcanzará la justa mano de Dios. Deseo que el primer domingo después de la Pascua de Resurrección sea la Fiesta de la Misericordia" (Diario de Sor Faustina 299). Agua que justifica y sangre que vivifica por pura misericordia suya para con nosotros. El Resucitado viene con agua y sangre, con Espíritu y fuego: ''Y mostraré prodigios arriba en el cielo y señales abajo en la tierra'' (Hch 2,19). Prodigios que brotan de su Corazón...

Jesucristo es el rey de las periferias, pues el trono del madero no estaba en plena ciudad, sino extramuros; otro paralelismo más se da a los corderos que mandó Dios sacrificar para la última cena pascual que su pueblo celebró bajo el dominio egipcio: ''Porque los cuerpos de aquellos animales, cuya sangre es llevada al santuario por el sumo sacerdote como ofrenda por el pecado, son quemados fuera del campamento. Por lo cual también Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta'' (Heb 13, 11-12). Por eso hemos de salir de la ciudad, de nuestra comodidad, de nuestro interior, para ir al encuentro del Señor que vive a la intemperie, en el pobre y el que sufre... ¿Y qué era Cristo en la Cruz, sino un pobre al que habían despojado de sus vestiduras y un mártir de sufrimientos? Por eso todo dolor y toda pobreza encuentran su consuelo en el madero santo. En él encontramos el acto supremo de la misericordia, cuando el cuerpo del Señor se convierte en fuente de redención por la herida del costado, esa sangre que lava, limpia y purifica. La misericordia brota de la Cruz, del amor de Dios por toda la humanidad que le llevó a entregar a su Hijo al suplicio. Cristo no sólo muere el Viernes Santo, ni únicamente nace el día de Navidad, ni solamente resucita el Domingo de Pascua, sino que todos los días baja a la tierra a morir y resucitar por nosotros en el ara del altar donde se inmola. Él ha cumplido su parte, ahora ''cada uno dé como propuso en su corazón'' (2 Cor 9,7).

Corazón abierto

El corazón de Cristo, al igual que su misericordia, no tiene muros, candados ni llaves; está siempre abierto. Y si ya estaba abierto a los que se acercaban a Él en su vida terrena y así lo experimentaron, desde su muerte y resurrección lo está de un modo pleno y absoluto. San Longinos nos permitió contemplar un corazón traspasado, y ahora Santo Tomás nos concede ver un corazón abierto. En el apóstol incrédulo podemos ver la realidad del hombre que, sin fe o con ella, no ha vivido en primera persona la experiencia del encuentro personal con Cristo. No creyó al ver al Resucitado con sus ojos, al verle comer y beber, al dialogar con Él, no; sólo y únicamente creyó al meter la mano en su costado, al sentir su corazón, al descubrir no solamente que Jesús está vivo, sino que, además, no le echa en cara su incredulidad, sino que le ama con todo el corazón: ''Trae tu mano y métela en mi costado'' (Jn 20, 27)

¿Y qué quiere de nosotros este Jesús Misericordioso?; ¿Cómo hacernos partícipes plenamente del triunfo de su Pascua? Cristo no es un hombre cualquiera, sino el Hijo de Dios que vino al mundo y amó a la humanidad como nadie la ha amado nunca. En el Hijo vemos al Padre, dado que Dios es ''rico en misericordia''. Y esto es el cuadro de la Divina Misericordia; Cristo Resucitado aparecido a los suyos en el cenáculo, el Señor viene a soplar sobre ellos su espíritu con el corazón abierto de par en par. Y en esta devoción se hace más palpable al pueblo fiel la unión inseparable de la muerte y la resurrección de nuestro Salvador que constituye el todo inseparable del misterio pascual. El Viernes Santo empezamos la Novena a la Divina Misericordia, para celebrarla solemnemente al concluir la Octava -ese domingo "in albis" que se decía antiguamente-. Y la oración de la Coronilla de Misericordia nos traslada precisamente al Viernes Santo, a la hora Nona, al momento en que expiró el Señor. Quizás por esto el culto a la Divina Misericordia ha sido tan bien acogido y extendido en el mundo entero, pues nos recuerda que el crucificado es ahora el Resucitado, que el que murió ahora vive. Y derrama su misericordia a manos llenas ''para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna'' (Jn 3,16).

El corazón de Cristo, que es el Jesús de la Misericordia, se caracteriza por ser filial, por estar unido al Padre y en sus manos. La desconfianza es lo último que siente un hijo de sus padres, y es que cuando nos dejamos en manos del Señor, hemos de sentirnos así, como el pequeño que duerme seguro porque sabe que alguien vela, que alguien le protege y arropa. Es una estampa conmovedora que la vemos también en los animales. Cuando una cría se escapa por curiosidad del lugar de cobijo, veloz aparece su madre a rescatarla, a tomarla y ponerle en lugar seguro. El amor incondicional y sin fisuras es el único verdadero que todo lo perdona. Como reza el salmo: ''Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad; sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre'' (Sal 130). Así Dios Padre derrama su amor a nuestro Señor por medio del Espíritu Santo. Somos hijos de Dios, hermanos en la fe, llamados a vivir en comunidad de amor. Y el problema mayor de nuestra vida de fe radica en nosotros mismos, pues en boca del Papa Francisco ''Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia''. El Señor nos ofrece su perdón, lo cual nos reclama estar a la altura, a no dejarnos engañar por cuentos baratos, sino vivir nuestro ser cristiano apoyado continuamente de la confesión y la eucaristía. ''Así, pues, acerquémonos confiadamente al trono de la gracia para recibir misericordia y hallar la gracia que nos ayude en el momento que más la necesitemos'' (Heb 4,16).

Corazón que acoge y perdona

La sexta promesa del Sagrado Corazón de Jesús a Santa Margarita María de Alacoque en Parey-le-Monial, fue precisamente esa: "Los pecadores hallarán en mi corazón la fuente y el océano infinito de la misericordia". Por esto tienen tanto en común la devoción al corazón de Jesús y la devoción a la Divina Misericordia, pues solamente hay misericordia con corazón, y lo que más abunda en el corazón de Cristo es precisamente misericordia. ''Más por tus muchas misericordias no los consumiste, ni los desamparaste; porque eres Dios clemente y misericordioso'' (Neh 9, 31).


Y si hay unos pobres que sufren por no corresponder al amor de su corazón, esos somos nosotros los pecadores. Por ello, uno de los mandatos del Resucitado a los suyos es precisamente no sólo ir a todo el mundo a darle a conocer, sino a redimir del pecado del que son prisioneros: "Jesús entonces les dijo: Paz a vosotros; como el Padre me ha enviado, así también yo os envío. Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes retengáis los pecados, les son retenidos" (Jn 20, 21-22). Por ello, San Juan Pablo II eligió el mejor día para celebrar la Divina Misericordia, pues es Jesús Resucitado quien los llama a perdonar por medio de la acción del Espíritu Santo. Es Cristo vivo quien nos muestra las marcas de su pasión por las que fuimos salvados, esa es la Puerta de la Misericordia: ''Él nos salvó, no por nuestras propias obras de justicia, sino por su misericordia'' (Tit 3,5)

Este culto a la Divina Misericordia es una devoción relativamente moderna -digo relativamente, pues la misericordia del Señor está por encima del tiempo- pero es verdad que esta forma de visualizar la misericordia de Dios en una imagen concreta nos lleva al reciente siglo XX. Creo que es tan conocida que no tiene lugar relatar ahora todo el proceso histórico, pero sí quiero quedarme en el contexto en el que empieza: Płock (Polonia) 1931. Tiempos durísimos para el país; y el Señor se hace presente por medio de una sencilla religiosa para dar de nuevo a conocer su amor. Justo cuando Polonia estaba siendo martirizada por partida doble, por comunistas y nazis, por los de un extremo y el otro, Jesús mismo, vivo, resucitado y misericordioso les sale al paso, no sólo al de ellos, sino al de toda la humanidad herida y destrozada precisamente por la falta de perdón, de amor, de paz. Y es concretamente Santa Faustina quien recibe las revelaciones no en la cocina ni en el jardín, sino en la eucaristía. Dios siempre nos habla en la eucaristía; siempre los místicos viven sus experiencias más fuertes en ella. También Santa Margarita María tuvo las revelaciones del Sagrado Corazón en la eucaristía. Y es que decir misericordia, eucaristía y corazón es hablar del amor mismo de Dios. También a nosotros el Señor nos sale al encuentro en los momentos de mayor prueba para reconfortarnos en su corazón, para fortalecernos con su cuerpo y levantarnos de nuestros errores por su misericordia. Dios nos da por medio de su hijo el perdón y, a menudo, hasta eso despreciamos ingratamente. También es una invitación a imitar al Señor: ''Nunca se aparten de ti la misericordia y la verdad; átalas a tu cuello, escríbelas en la tabla de tu corazón'' (Prov 3,3).

¿Y, en resumidas cuentas, qué le dijo el Señor a Santa Faustina?

Toda alma que cree y tiene confianza en mi Misericordia, la obtendrá.

La última tabla de salvación es recurrir a mi Misericordia.

Yo soy el amor mismo y la misma misericordia.

Las almas que veneran mi misericordia, brillarán con un resplandor especial en la vida futura.

Ninguna de ellas irá al fuego del Infierno. 

Defenderé, de modo especial, a cada una, en la hora de la muerte.

A las almas que propagan la devoción a mi Misericordia, las protejo durante toda su vida, como una madre cariñosa a su hijo recién nacido. 

A la hora de la muerte, no seré para ellos Juez, sino su Salvador Misericordioso.

Que no tema acercarse a Mí el alma débil, pecadora. 

Aunque tuviera más pecados que granos de arena hay en la tierra, todo desaparecerá en el abismo de Mi Misericordia.

No puedo castigar, aún al pecador más grande, si él suplica Mi Compasión; sino que lo justifico en mi insondable e impenetrable Misericordia.

Quien no quiera pasar por la puerta de Mi Misericordia, tendrá que pasar por la puerta de Mi Justicia.

Quien rezare la coronilla "una sola vez", tendrá, a la hora de su muerte, Mi Misericordia infinita.

Cuando una persona (un alma) exalta Mi Bondad, Satanás tiembla y huye, lleno de rabia, al fondo del Infierno.

miércoles, 22 de abril de 2020

Llamamiento por el ''bien común''



Luis Ormières y Madre San Pascual, verdaderos discípulos. Por Hnas. Purificación López y Mª Remedios Sánchez

(VN) El 22 de abril de 2017, en Oviedo, la Iglesia proclamaba beato a Luis Antonio Ormières, un sacerdote francés, que terminó sus días en la ciudad de Gijón. El beato Luis Ormières y Juliana Mª Lavrilloux –conocida como Madre San Pascual– lucharon por ofrecer espacios donde la igualdad de oportunidades y el encuentro cercano con Dios fueran, sencillamente, posibles. ‘Espacios verdes’ de ternura, cuidado, orientación, crecimiento... para niños y jóvenes, ancianos y enfermos, familias y pobres necesitados de ayuda. 
Pequeños pueblos del sur de Francia y ciudades pequeñas –o no tan pequeñas– de España veían llegar un grupo de religiosas cercanas y sencillas, que se tomaban un “vivo interés” –decía la Fundadora– por aliviar y cuidar, proteger o enseñar a cuantos acudían a sus escuelas o comunidades. Otras veces salían ellas mismas a ofrecer esta ayuda generosa en medio de epidemias o guerras, tan desgraciadamente frecuentes en el S. XIX. Por eso, eligieron llamarse Hermanas del Ángel de la Guarda. 

Luis Ormières era un hombre bondadoso y compasivo, dispuesto a ayudar en la medida de sus posibilidades y, cuando estas le resultaban insuficientes, implicaba a quienes estaban a su alrededor con el fin de “hacer el bien, siempre y en todas partes”. Sencillo y descomplicado, jovial y emprendedor, se ganaba con facilidad amigos de toda clase y condición. Quienes le conocían decían de él: “Destacaba muchísimo en la caridad, sobre todo con los pobres y obreros”. 

Apasionado por la Palabra de Dios, estudiaba y oraba a diario la Sagrada Escritura: “Vayamos nosotros mismos a la escuela de nuestro divino Maestro”. “Los Evangelios, la Sagrada Escritura, nuestra regla y guía”, decía. La celebración de la Eucaristía era el centro de su jornada y, en medio de la desbordante actividad que caracterizó su vida –fueron más de sesenta fundaciones entre Francia y España– siempre mantuvo su vida interior y la sabiduría evangélica en su escala de valores. “No había más que verlo, para sentirse atraído a Dios, sabía sacar de la más sencilla conversación, abundante materia de provecho espiritual”, decía Mons. Francisco Jarrín, uno de sus amigos. 

Tuvo en S. Pablo, S. Francisco de Sales y S. Vicente de Paúl, los modelos de su espiritualidad, de su abnegación de sí y de su entrega apostólica. “Mártir de la caridad” le llamó su obispo cuando casi muere contagiado al acudir a la población de Comus (cerca de Quillan, su pueblo natal). Recibió una medalla del Gobierno francés “por su entrega”. Ese espíritu lo transmitió a las Hermanas. En 2007, las Hermanas recibieron un reconocimiento en Montauban (Francia) por proteger, a riesgo de sus vidas, a un grupo de judíos durante la Ocupación, hasta que esta ciudad fue liberada. 

Entendía la educación como “un verdadero apostolado, un segundo sacerdocio”. “¿No mirará como hecho a él mismo lo que hagamos por los niños? Los que hayan enseñado a muchos el camino de la justicia brillarán como estrellas por toda la eternidad”. Para él, enseñar era más que instruir, era educar a la persona y evangelizar: “Hacer verdaderos discípulos es nuestro fin”. “No es un templo lo que vamos a preparar al Señor; vamos a formar hijos de Dios”. Ensayó métodos nuevos para atraer la atención de los ‘rudos’ niños y jóvenes del campo francés del S. XIX y para captar su atención con una enseñanza eminentemente práctica más que teórica. En un momento en que las niñas estaban excluidas, no en teoría pero sí ‘de hecho’, del sistema educativo, Luís Ormières comenzó a fundar escuelas en muchos de los pequeños pueblos del sur francés, en el entorno de Toulouse.

La misión de educar 

Esta obra no puede entenderse sin la Madre San Pascual. Una educadora nata. “Es preciso mostrar a los niños una amable sencillez. No basta quererlos, han de notar que se les quiere”. Era una mujer “hábil para discernir”, de una gran fortaleza interior y, a la vez, delicada y sensible. Su alegría y su dulzura movían los corazones y su firmeza la hacía decidida y constante hasta el fin. Desde muy joven había sentido la llamada a la Vida Religiosa y profesó en las Hermanas de Saint Gildas des Bois (fundadas por el P. Deshayes en Beignon), donde era una persona considerada y respetada por sus hermanas, que le confiaron importantes responsabilidades. Hoy nos unen, a ambas congregaciones, lazos de fraternidad y amistad.

martes, 21 de abril de 2020

Las Siervas de Jesús continúan con su labor, adaptándose a la emergencia sanitaria

(Iglesia de Asturias) La emergencia sanitaria ha provocado que comunidades religiosas que ya atendían a personas en situación de pobreza y vulnerabilidad se hayan adaptado a los nuevos requisitos de seguridad para seguir con su servicio. Es el caso de las Siervas de Jesús en Oviedo: “En 2014, cuando las hermanas mayores no podían salir a cuidar enfermos se pensó en qué podíamos ayudar y comenzamos con el comedor social que en tiempo normal atiende entre noventa y cien personas”, explica la madre superiora. El espacio para este comedor es reducido y al no poder cumplir con la distancia mínima requerida entre personas el sistema ha cambiado y ahora a cada persona se les entrega una bolsa con todo lo necesario para que puedan desayunar: leche, dulces y bocadillo, que los sábados aumentan en su cantidad para que puedan desayunar el fin de semana al completo ya que el domingo no se realizan entregas. Estas semanas están repartiendo una media de sesenta o setenta desayunos y ya se prevé que estos números vayan en aumento.

La dificultad en la que se encuentran es que por la situación que se está viviendo las empresas que habitualmente colaboraban con el comedor social no pueden hacerlo, ante esto sus voluntarios comenzaron a explicar la labor de la comunidad por las redes sociales y a solicitar ayuda para estas personas que de otro modo no podrían alimentarse. “La gente está respondiendo y nos está trayendo alimentos, donativos y nos vamos valiendo”, comenta la madre superiora, “están viendo la necesidad, no solo del momento, sino más a largo plazo”.

Para todas aquellas personas que deseen colaborar con esta obra caritativa, las Siervas del Corazón de Jesús están situadas en el número 23 de la calle Uría de Oviedo.

Empezamos


lunes, 20 de abril de 2020

La Comunión Espiritual, gran «hallazgo» del confinamiento, explicada por el teólogo Pablo Cervera

(Rel.) La Comunión Espiritual es el gran "descubrimiento" del confinamiento por la pandemia. Una mayoría de católicos se ven imposibilitados para comulgar sacramentalmente, y eso está relanzando una devoción que puede practicarse siempre: ahora, cuando no hay misas públicas, pero también cuando reabran las iglesias y se normalice el culto. El sacerdote y teólogo Pablo Cervera, colaborador de ReL, ha escrito un artículo sobre la Comunión Espiritual que se publicará en el próximo número de Magnificat, la publicación litúrgica cuya edición española dirige. Por cortesía del autor, reproducimos a continuación un amplio extracto.

La Comunión Espiritual

«El que cree en la Eucaristía cree en todo el Credo». Esta frase del santo Obispo de los Sagrarios Abandonados, D. Manuel González, encierra, entre otras muchas, esta gran intuición: Cristo muerto y resucitado vivo, entregado en la Eucaristía es el centro de la vida de la Iglesia, de la vida de cada creyente. El Concilio Vaticano II afirmó que la Eucaristía es «el centro y culmen de la vida de la Iglesia». Por eso es una cuestión «de vida o muerte». Con razón los mártires de Abisinia en la persecución de Diocleciano proclamaban, al dejárseles sin celebrar la Eucaristía el día del Señor: «Sine Dominico non possumus [No podemos vivir sin el Día del Señor]».

La Eucaristía es un regalo, un don, no un merecimiento. Esta perspectiva nos puede ayudar cuando consideramos las circunstancias por las que no es posible recibir la Sagrada Comunión. Sucede que no siempre podemos acceder a la Eucaristía de modo sacramental, bien porque no estamos en gracia de Dios (en pecado mortal), bien porque no hayamos cumplido el ayuno preceptivo previo de una hora, bien porque nuestra situación de vida no concuerde con la vida que debemos vivir como bautizados.

Luego, hay situaciones en las que no podemos recibir la Comunión sin que sea nuestra culpa. Por ejemplo, puede ser que no podamos recibir los sacramentos por estar enfermos, o por vivir en una zona alejada en la que los sacramentos no se celebran con regularidad. Algún viaje de emergencia u otra complicación extraordinaria podría también limitar nuestro acceso a la Eucaristía.

Por último, puede haber circunstancias calamitosas como en tiempos de guerra o peste (nuestra pandemia sería el caso), en que los católicos tienen prohibido asistir a Misa y no pueden recibir la Sagrada Comunión ni fuera de la Misa, a menos que se reciba como Viático (en peligro de muerte).

En todas estas situaciones de privación Cristo está en medio de nosotros: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). La ausencia de sacramentos (signos sensibles portadores de la gracia) no significa ausencia de gracia: «La gracia no está sometida a los sacramentos» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1275). Ciertamente los sacramentos son los medios ordinarios de acceso a la gracia, a la vida de Cristo muerto y resucitado. [...] En situaciones de impedimento para acceder a la Sagrada Comunión tenemos un «remedio» a nuestro alcance: hacer un acto de comunión espiritual.

La comunión espiritual es un acto de fe y de amor, un acto de devoción personal cuando las circunstancias que sean no impidan recibir la Sagrada Comunión. Evidentemente la ley de la encarnación de nuestra fe requiere el sacramento como signo sensible, corporal, de la gracia. Ahora bien en la imposibilidad de recibirlo, podemos elevar el corazón a Dios, en deseo hondo, deseando imitar el modo en que la Virgen y los santos acogieron a Jesús.

Para esto no hay establecidas fórmulas rituales. Es un deseo personal eucarístico en una circunstancia de imposibilidad y aquí puede entrar toda la «creatividad» espiritual personal para abrir el alma a que Dios entre con su gracia. Aunque, en este caso, no sea de manera sacramental. La actuación de gracia no se ata solo a los sacramentos.

La obligación del precepto dominical y la recepción de la Eucaristía

Hay que advertir que la obligación de asistir a Misa los domingos y la recepción de la Sagrada Comunión son dos cosas diferentes. Ya hemos dicho que no todos pueden siempre acercarse a la Comunión en la celebración sacramental de la Eucaristía por motivos varios.

La recepción habitual de la Comunión es algo relativamente reciente, desde que el Papa San Pío X (pontificado 1903-1914) exhortó a la comunión frecuente. Durante muchos siglos la comunión no era algo «regular». Incluso los santos nos eran asiduos a la comunión. San Luis Rey de Francia la recibía seis veces al año. Hoy en día los católicos tenemos prescrito por la ley de la Iglesia comulgar al menos una vez al año, en el período de Pascua (es el llamado precepto pascual). Esto no impide que la Iglesia anime a participar con frecuencia del banquete eucarístico: «La Iglesia recomienda vivamente a los fieles que reciban la Sagrada Comunión cuando participan en la celebración de la Eucaristía» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1417).

De todo ello se deduce que la obligación de participar en la Misa (precepto dominical que recurre una 60 veces al año) no está supeditada a la de recibir la comunión (estrictamente una vez al año, con la recomendación de hacerlo siempre que se pueda).

La comunión es un acto eclesial

Normalmente no recibimos la Comunión cuando no podemos asistir a Misa (siempre existe la posibilidad, en el caso de los enfermos sobre todo, de comulgar fuera de la misa). [...] En la Misa... nos unimos a toda la Iglesia, de ahí que se nombre en la plegaria eucarística al Papa y al Obispo de la diócesis. La eucaristía inserta a los bautizados en la máxima expresión de la vida eclesial: la Santa Misa. Resulta impresionante volver a escuchar lo que San Agustín decía a sus fieles: Cuando comulgáis y decís ¡Amén! (no solo es que asentís a la realidad del cuerpo de Cristo que comulgáis), sino que decís amén al Cuerpo eclesial de Cristo, que es vuestro propio misterio. La Comunión no es algo estrictamente individual o devocionista, sino que implica toda esta carga eclesial del sacramento. Más aún, la Comunión nos lleva al ofrecimiento total de la vida que es la dimensión sacrificial de la Eucaristía. Aunque no pueda hacer ya «nada» en mi existencia (enfermedad, dependencia…) siempre quedará el ofrecimiento.

Cada vez que se ofrece la Eucaristía al Padre, por lo tanto, se ofrece el Cuerpo de Jesucristo y se ofrece con él la Iglesia Cuerpo Cristo. De ese ofrecimiento se benefician incluso los no asistentes porque redunda en toda la vida y misión de los miembros de la Iglesia terrestre, pero también purgante. Aquí es donde, ante la imposibilidad de acudir al sacramento eucarístico podemos unirnos místicamente (espiritualmente) al sacrificio de Cristo mediante la comunión espiritual. No estamos abandonados ni por Dios ni por la Iglesia, por graves que sean las circunstancias de guerra, peste o pandemia.

Siguiendo el ejemplo de los santos: hacer la comunión espiritual

A lo largo de los siglos muchos santos nos testimonian cómo hicieron y vivieron la realización de la comunión espiritual. Siguiendo sus huellas podemos imitarlos hoy. Espigo solo algunos ejemplos.

Santa Teresa de Jesús fomentaba esta práctica: «Cuando no puedan comulgar ni oír Misa, pueden comulgar espiritualmente, que es de grandísimo provecho. Es mucho lo que se imprime el amor así del Señor».

San Juan María Vianney, el Cura de Ars decía: «Cada vez que sientas que tu amor por Dios se está enfriando, rápidamente haz una comunión espiritual. Cuando no podamos ir a la iglesia, recurramos al tabernáculo; ninguna pared nos podrá apartar de Dios».

San Pío de Pietrelcina, incluso celebrando diariamente la Misa, decía: «Cada mañana antes de unirme a Él en el Santísimo Sacramento, siento que mi corazón es atraído por una fuerza superior. Siento tanta sed y hambre antes de recibirlo que es una maravilla que no me muera de ansiedad. Mi sed y mi hambre no disminuyen después de haberlo recibido en la comunión, sino que aumentan. Cuando termino la misa, me quedo con Jesús para darle gracias».

Las fórmulas

Como se ha dicho más arriba no hay un ritual para la comunión espiritual. Sí será buen buscar previamente el perdón con un acto de contrición, y si se tuviera conciencia de pecado mortal, hacer una confesión sacramental lo antes posible.

La comunión espiritual implica tres condiciones:

1) Expresar nuestra fe (Credo) y de modo particular en la presencia real de Cristo en la Eucaristía;

2) Expresar el deseo inmediato de estar unidos sacramentalmente con Cristo en la Eucaristía; y

3) Expresar nuestro deseo de permanecer unidos con Cristo y disfrutar los frutos que se nos proporciona la recepción sacramental de la Eucaristía.

Hemos dicho que la Iglesia no tiene rituales establecidos para la comunión espiritual. Eso no quita que muchos santos nos ofrecen ricas fórmulas que forman parte del tesoro de la Iglesia para todos. 

Entre las más conocidas y populares está la comunión espiritual de San Alfonso Ligorio. Solía decir el santo: «La comunión espiritual consiste en el deseo de recibir a Jesús Sacramentado y en darle un amoroso abrazo, como si ya lo hubiéramos recibido». Esta era su fórmula:

«Creo, Jesús mío, que estás realmente presente
en el Santísimo Sacramento del Altar.
Te amo sobre todas las cosas y deseo recibirte en mi alma.
Pero como ahora no puedo recibirte sacramentado,
ven al menos espiritualmente a mi corazón.
Se hace una pausa en silencio para adoración.
Como si ya te hubiese recibido, te abrazo y me uno del todo a ti.
No permitas, Señor, que jamás me separe de ti. Amén».

Otra fórmula muy sencilla y muy extendida es:

«Yo quisiera, Señor, recibirte con aquella pureza,
humildad y devoción con que te recibió tu santísima Madre;
con el espíritu y fervor de los santos».

Eucaristía en la vida y vida eucaristizada

Aunque sacramentalmente no haya sido posible la recepción del Señor, al hacer la comunión espiritual nos comprometemos a vivir eucarísticamente. Ya sea la Santa Misa como el deseo de Eucaristía en la comunión espiritual deben llevarnos a ser Eucaristía en la vida diaria. [...]

Siempre, también en cuarentena, aunque no podamos «hacer» nada, sí cabe el ofrecimiento que brota de la comunión eucarística sacramental o espiritual. Esta es la dimensión litúrgica de toda nuestra existencia que no queda reducida a la dimensión ritual, sino que brota y se despliega desde ella. De otra manera sería imposible.

Oración de San Vicente Ferrer contra las epidemias

''Cristo vence, Cristo reina, Cristo manda, Cristo de todo mal nos defienda. Jesús Nazareno Rey de los Judíos, tened misericordia de nosotros. Por la señal de la Santa Cruz, y por los méritos de la gloriosa y siempre Virgen María vuestra Madre y Señora nuestra, y de vuestros Mártires y Confesores Fabián, Sebastián, Nicasio, Anastasia, Martin, Roque Cosme y Damián; libradnos Jesucristo Dios nuestro, de nuestros enemigos y de toda peste, mal contagioso, y de muerte repentina y eterna. Dios Santo, Dios Fuerte, Santo Inmortal y misericordioso Salvador nuestro habed misericordia de nosotros''. Amén