1.- La fidelidad a Dios. Malaquías recuerda al pueblo de Israel que Dios es Creador y Padre. Es el autor de la Alianza en el Sinaí, por la que el pueblo llegó a ser una comunidad religiosa, cuyos miembros deben tratarse como hermanos. La fidelidad a Dios es el fundamento del respeto y el amor entre los israelitas. Sin embargo, a pesar de la experiencia del exilio y tras la reconstrucción del Templo, los sacerdotes son cómplices de la explotación del hombre por el hombre, la arbitrariedad y la injusticia. Esto una profanación de la Alianza y lleva consigo el desprestigio de quienes debieran respetarla en primer lugar.
2.- Evangelizar por amor, no por interés económico. Pablo da gracias a Dios por la fe de los Tesalonicenses y la acogida que le dispensaron. El les recuerda el cariño que puso en su evangelización. En vez de darse importancia y hacer valer su autoridad, incluso para vivir a expensas de los tesalonicenses, ha preferido tratarles con el amor y la solicitud de una madre que se desvive por sus hijos. Aunque Pablo defiende el derecho de los apóstoles a vivir de la predicación evangélica, él mismo y sus cooperadores renunciaron siempre a ser mantenidos por los recién convertidos al Evangelio. Su predicación quedaba así a salvo de toda sospecha de lucro. Pablo acepta de buen grado las fatigas de un trabajo necesario para subsistir sin ser gravoso a los tesalonicenses.
3.- Vivir con humildad. Jesús dirige la palabra a los discípulos y al pueblo para denunciar la conducta de escribas y fariseos y prevenirlos de su mala influencia. San Mateo, inmediatamente después del presente relato, recoge la invectiva que pronuncia Jesús directamente contra los escribas y fariseos. En efecto, habían creado un fárrago legislativo en torno a la Ley para regularla hasta los más mínimos detalles. Esto constituía una carga insoportable que ni ellos mismos cumplían. Jesús denuncia la hipocresía de estos "maestros" que no ayudan en absoluto a llevar la carga que imponen a los demás indebidamente, y contrapone a esa carga innecesaria el "yugo suave y la carga ligera" del Evangelio. Se hacían llamar "rabí", es decir, "maestro mío"; un título que llegó a conferirse solemnemente. También se hacían llamar "padre" y "preceptores". Jesús critica todo ese interés en encumbrarse sobre los demás, pues uno es nuestro Padre y, todos, nuestros hermanos. La crítica de Jesús a letrados y fariseos alcanza literalmente a todo clericalismo, también de nuestros días, pues hoy podemos caer en lo mismo que Jesús critica.
4.- “Haz lo que te digo”. Si quiero ser discípulo de Jesucristo, si quiero seguirle y que le sigan los demás, he de dar primero buen ejemplo. ¿Cómo voy a explicar a los demás que el trabajo y el estudio son medios de santificación, si luego no tengo prestigio profesional, si hago las cosas de cualquier manera, o me conformo con cumplir los mínimos o ir aprobando? Y no sólo en el trabajo, sino también en mi relación con los demás, en el uso de los bienes materiales, en las diversiones, en el descanso, en las dificultades, etc. San Agustín nos aconseja: “Cualquiera que sea yo, atiende a lo que se dice no por quién se dice... Si hablo cosas buenas y las hago imítame; si no hago lo que digo, tienes el consejo del Señor: haz lo que digo, no hagas lo que hago, pero no te apartes de la cátedra católica”.
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sábado, 4 de noviembre de 2017
viernes, 3 de noviembre de 2017
Papa Francisco: “La muerte no tiene la última palabra”
(ACI)
El Papa Francisco presidió este viernes 3 de noviembre, en la Basílica de San Pedro del Vaticano, la Misa en sufragio por los Cardenales y Obispos fallecidos durante el curso del año, y afirmó que para los cristianos “la muerte no tiene la última palabra”, porque “vivimos en la esperanza de la resurrección a la vida eterna en comunión con Cristo”.
El Santo Padre señaló que “la celebración de hoy nos pone una vez más frente a la realidad de la muerte, reavivando en nosotros el dolor por la desaparición de las personas cercanas a nosotros o que nos han hecho bien, pero la liturgia alimenta sobre todo nuestra esperanza por ellos y por nosotros mismo”.
En su homilía, el Pontífice habló del fragmento del Libro de Daniel en el que “se expresa una firme esperanza en la resurrección de los justos: ‘Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra despertarán: Unos a la vida eterna, otros a la vergüenza y a la infamia eterna’”.
“Aquellos que duermen en la región del polvo, es decir, en la tierra, son, obviamente, los muertos –explicó Francisco–, y su despertar de la muerte no implica, necesariamente, un retorno a la vida: algunos despertarán en la vida eterna, pero otros lo harán en la vergüenza eterna”.
En este sentido, indicó que “la muerte hace definitiva la encrucijada que ya está ante nosotros aquí, en este mundo, hemos seguido: la senda de la vida, es decir, aquella que nos lleva a la comunión con Dios; y la senda de la muerte, aquella que nos lleva lejos de Él”.
“Esos muchos que resucitarán a la vida eterna deben entenderse como los muchos por los cuales se ha derramado la sangre de Cristo –subrayó–. Son la multitud que, gracias a la bondad misericordiosa de Dios, puede experimentar la realidad de la vida que no pasa, la victoria completa sobre la muerte por medio de la resurrección”.
“Jesús, en el Evangelio, refuerza nuestra esperanza cuando dice: ‘Yo soy el pan vivo que baja del cielo. Quien coma de este pan vivirá para siempre’. Son palabras que se refieren al sacrificio de Cristo en la Cruz. Él aceptó la muerte para salvar a los hombres que el Padre le ha confiado y que estaban muertos en la esclavitud del pecado. Jesús se hizo nuestro hermano y compartió nuestra condición hasta la muerte; con su amor destruyó el juego de la muerte y nos abrió la puerta de la vida”.
Por ello, “al nutrirnos de su cuerpo y su sangre nos unimos a su amor fiel que lleva en sí la esperanza de la victoria definitiva del bien sobre el mal, sobre el sufrimiento y sobre la muerte. Con la fuerza de este vínculo de la caridad de Cristo, sabemos que la comunión con los difuntos no es solo un deseo o un fruto de la imaginación, sino, que se vuelve real”.
Indicó que “la fe que profesamos en la resurrección nos lleva a ser hombres de esperanza y no de desesperación, hombres de la vida y no de la muerte, porque nos consuela la promesa de la vida eterna radicada en la unión a Cristo resucitado”.
“Esta esperanza, reavivada en nosotros por la Palabra de Dios, nos ayuda a asumir una actitud de confianza frente a la muerte: de hecho, Jesús nos ha demostrado que la muerte no tiene la última palabra, sino que el amor misericordioso del padre nos transfigura y nos hace vivir la comunión eterna con Él”, concluyó.
El Papa Francisco presidió este viernes 3 de noviembre, en la Basílica de San Pedro del Vaticano, la Misa en sufragio por los Cardenales y Obispos fallecidos durante el curso del año, y afirmó que para los cristianos “la muerte no tiene la última palabra”, porque “vivimos en la esperanza de la resurrección a la vida eterna en comunión con Cristo”.
El Santo Padre señaló que “la celebración de hoy nos pone una vez más frente a la realidad de la muerte, reavivando en nosotros el dolor por la desaparición de las personas cercanas a nosotros o que nos han hecho bien, pero la liturgia alimenta sobre todo nuestra esperanza por ellos y por nosotros mismo”.
En su homilía, el Pontífice habló del fragmento del Libro de Daniel en el que “se expresa una firme esperanza en la resurrección de los justos: ‘Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra despertarán: Unos a la vida eterna, otros a la vergüenza y a la infamia eterna’”.
“Aquellos que duermen en la región del polvo, es decir, en la tierra, son, obviamente, los muertos –explicó Francisco–, y su despertar de la muerte no implica, necesariamente, un retorno a la vida: algunos despertarán en la vida eterna, pero otros lo harán en la vergüenza eterna”.
En este sentido, indicó que “la muerte hace definitiva la encrucijada que ya está ante nosotros aquí, en este mundo, hemos seguido: la senda de la vida, es decir, aquella que nos lleva a la comunión con Dios; y la senda de la muerte, aquella que nos lleva lejos de Él”.
“Esos muchos que resucitarán a la vida eterna deben entenderse como los muchos por los cuales se ha derramado la sangre de Cristo –subrayó–. Son la multitud que, gracias a la bondad misericordiosa de Dios, puede experimentar la realidad de la vida que no pasa, la victoria completa sobre la muerte por medio de la resurrección”.
“Jesús, en el Evangelio, refuerza nuestra esperanza cuando dice: ‘Yo soy el pan vivo que baja del cielo. Quien coma de este pan vivirá para siempre’. Son palabras que se refieren al sacrificio de Cristo en la Cruz. Él aceptó la muerte para salvar a los hombres que el Padre le ha confiado y que estaban muertos en la esclavitud del pecado. Jesús se hizo nuestro hermano y compartió nuestra condición hasta la muerte; con su amor destruyó el juego de la muerte y nos abrió la puerta de la vida”.
Por ello, “al nutrirnos de su cuerpo y su sangre nos unimos a su amor fiel que lleva en sí la esperanza de la victoria definitiva del bien sobre el mal, sobre el sufrimiento y sobre la muerte. Con la fuerza de este vínculo de la caridad de Cristo, sabemos que la comunión con los difuntos no es solo un deseo o un fruto de la imaginación, sino, que se vuelve real”.
Indicó que “la fe que profesamos en la resurrección nos lleva a ser hombres de esperanza y no de desesperación, hombres de la vida y no de la muerte, porque nos consuela la promesa de la vida eterna radicada en la unión a Cristo resucitado”.
“Esta esperanza, reavivada en nosotros por la Palabra de Dios, nos ayuda a asumir una actitud de confianza frente a la muerte: de hecho, Jesús nos ha demostrado que la muerte no tiene la última palabra, sino que el amor misericordioso del padre nos transfigura y nos hace vivir la comunión eterna con Él”, concluyó.
Orar con el Salmo del Día
Sal 147,12-13.14-15.19-20
R/. Glorifica al Señor, Jerusalén
Glorifica al Señor, Jerusalén;
alaba a tu Dios, Sión:
que ha reforzado los cerrojos de tus puertas,
y ha bendecido a tus hijos dentro de ti.
Ha puesto paz en tus fronteras,
te sacia con flor de harina.
Él envía su mensaje a la tierra,
y su palabra corre veloz.
Anuncia su palabra a Jacob,
sus decretos y mandatos a Israel;
con ninguna nación obró así,
ni les dio a conocer sus mandatos.
jueves, 2 de noviembre de 2017
La resurrección de los muertos. Por Vicente Jiménez Zamora
Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que Él los resucitará en el último día (cfr. Jn 6, 39-40).
Creer en la resurrección de los muertos ha sido desde sus comienzos un elemento esencial de nuestra fe cristiana. “La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella” (Tertuliano). “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también nuestra fe” (1 Cor 15, 14).
Cuando una persona muere, su cuerpo es enterrado o incinerado. A pesar de ello creemos que hay una vida después de la muerte para esa persona. Jesús se ha mostrado en su Resurrección como Señor de la muerte; su palabra es digna de fe: “”Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre” (Jn 11, 25-26).
La fe testimoniada en el Nuevo Testamento lee en la resurrección de Cristo el futuro último del hombre y del mundo, fundando un estilo de esperanza vigilante propio de la existencia redimida y confesando la belleza de estar con Cristo o viviendo el drama de un irrevocable rechazo en la condenación eterna.
Estar con Cristo en la vida eterna. La convicción de estar con Cristo después de la muerte es reiterada por San Pablo: “Siempre llenos de buen ánimo y sabiendo que, mientras habitamos en el cuerpo, estamos desterrados lejos del Señor, caminamos en la fe y no en visión. Pero estamos de buen ánimo y preferimos ser desterrados del cuerpo y vivir junto al Señor” (2 Cor 5, 6-8). El apóstol, que no renuncia a las fatigas de la misión, no oculta sin embargo el deseo de la muerte para estar con Cristo (cfr. Flp 1, 23), mostrando la segura esperanza que la muerte introduce inmediatamente en una existencia con Cristo, deseable y mejor que la actual vida terrena.
Alejarse de Cristo. La alternativa a estar con Cristo en la vida terna es alejarse de Él, el permanecer fuera, el ser expulsado del banquete, en el drama de una muerte al que el lenguaje del Nuevo Testamento atribuye las imágenes de “gehenna de fuego” (Mt 19, 9), “horno de fuego” (Mt 13, 50), “fuego que no se apaga” ( Mc 9, 43.48), “lago de fuego que arde en azufre” (Ap 19, 20). Estas imágenes, familiares en el universo cultural de la Iglesia naciente, expresan la tristeza del fracaso irrevocable, la tragedia del rechazo del don de Dios y sus consecuencias sobre el hombre en el presente de su vida terrena y en el futuro de la vida más allá de la muerte y del destino final.
Juicio final. La realidad creada será totalmente desvelada en la victoria de Cristo, que es el juicio final: en Aquel “que vendrá a juzgar a vivos y muertos y su reino no tendrás fin”, todo lo que ha sido llamado a la existencia será puesto bajo la mirada de la amorosa soberanía de Dios.
Las promesas de Dios –justicia, reconciliación, paz, libertad– se realizarán en cada uno según la capacidad de acogida, madurada en la propia historia de aceptación o de rechazo del Amor eterno, entrado en el tiempo. Aquí se percibe en todo su dramatismo la posibilidad de una condenación eterna, que priva definitivamente a la persona de la capacidad de amar, en la cual solo puede encontrar la felicidad. Sin embargo, sin la posibilidad trágica de la condenación última, toda la visión de esperanza fundada en la fe de la pascua se resolvería en una fantasía falta de seriedad, en una excesivamente fácil proyección del deseo. Sólo el riesgo de la libertad para rechazar la gracia y el amor da espesor histórico y dignidad a la representación de la belleza de la gloria futura.
Lejos de ser evasión consoladora, la esperanza, que no defrauda, compromete el corazón y la vida en una ética y una espiritualidad plena con Dios, los hombres y el mundo. El mundo entero como patria de Dios no es un sueño que elude el presente, sino horizonte que estimula el compromiso y da a todo ser el sabor de la dignidad, grande y dramática al mismo tiempo, que se le ha conferido.
A diferencia de toda idea de reencarnación, entendida como vuelta de una persona que ya ha vivido, la fe cristiana en la resurrección de los muertos afirma el valor irrepetible de cada persona, la dignidad y consistencia de todo hombre en cuanto sujeto consciente y responsable de una historia que le pertenece y de la que habrá de dar cuenta en su unicidad. Amada y redimida por Dios en la totalidad de su ser, toda persona está llamada a una alianza de fidelidad eterna con el Dios de la vida y de la historia.
miércoles, 1 de noviembre de 2017
Del Oficio del Día
De los Sermones de san Bernardo, abad
(Sermón 2: Opera omnia, edición cisterciense, 5 [1968], 364-368 )APRESURÉMONOS HACIA LOS HERMANOS QUE NOS ESPERAN
¿De qué sirven a los santos nuestras alabanzas, nuestra glorificación, esta misma solemnidad que celebramos? ¿De qué les sirven los honores terrenos, si reciben del Padre celestial los honores que les había prometido verazmente el Hijo? ¿De qué les sirven nuestros elogios? Los santos no necesitan de nuestros honores, ni les añade nada nuestra devoción. Es que la veneración de su memoria redunda en provecho nuestro, no suyo. Por lo que a mí respecta, confieso que, al pensar en ellos, se enciende en mí un fuerte deseo.
El primer deseo que promueve o aumenta en nosotros el recuerdo de los santos es el de gozar de su compañía, tan deseable, y de llegar a ser conciudadanos y compañeros de los espíritus bienaventurados, de convivir con la asamblea de los patriarcas, con el grupo de los profetas, con el senado de los apóstoles, con el ejército incontable de los mártires, con la asociación de los confesores, con el coro de las vírgenes, para resumir, el de asociarnos y alegrarnos juntos en la comunión de todos los santos. Nos espera la Iglesia de los primogénitos, y nosotros permanecemos indiferentes; desean los santos nuestra compañía, y nosotros no hacemos caso; nos esperan los justos, y nosotros no prestamos atención.
Despertémonos, por fin, hermanos; resucitemos con Cristo, busquemos las cosas de arriba, pongamos nuestro corazón en las cosas del cielo. Deseemos a los que nos desean, apresurémonos hacia los que nos esperan, entremos a su presencia con el deseo de nuestra alma. Hemos de desear no sólo la compañía, sino también la felicidad de que gozan los santos, ambicionando ansiosamente la gloria que poseen aquellos cuya presencia deseamos. Y esta ambición no es mala, ni incluye peligro alguno el anhelo de compartir su gloria.
El segundo deseo que enciende en nosotros la conmemoración de los santos es que, como a ellos, también a nosotros se nos manifieste Cristo, que es nuestra vida, y que nos manifestemos también nosotros con él, revestidos de gloria. Entretanto, aquel que es nuestra cabeza se nos representa no tal como es, sino tal como se hizo por nosotros, no coronado de gloria, sino rodeado de las espinas de nuestros pecados. Teniendo a aquel que es nuestra cabeza coronado de espinas, nosotros, miembros suyos, debemos avergonzarnos de nuestros refinamientos y de buscar cualquier púrpura que sea de honor y no de irrisión. Llegará un día en que vendrá Cristo, y entonces ya no se anunciará su muerte, para recordarnos que también nosotros estamos muertos y nuestra vida está oculta con el. Se manifestará la cabeza gloriosa y, junto con él, brillarán glorificados sus miembros, cuando transfigurará nuestro pobre cuerpo en un cuerpo glorioso semejante a la cabeza, que es él.
Deseemos, pues, esta gloria con un afán seguro y total. Mas, para que nos sea permitido esperar esta gloria y aspirar a tan gran felicidad, debemos desear también en gran manera la intercesión de los santos, para que ella nos obtenga lo que supera nuestras fuerzas.
RESPONSORIO Ap 19, 5. 6; Sal 32, 1
R. Alabad al Señor, sus siervos todos, los que le teméis, pequeños y grandes; * porque reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo.
V. Aclamad, justos, al Señor, que merece la alabanza de los buenos.
R. Porque reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo.
Carta del Sr. Arzobispo
La Casa encendida de Noviembre
En noviembre comienza el mes con flores en las manos. Es el homenaje que hacemos a los santos todos, entre los cuales estarán no pocos de nuestros difuntos. Todos los Santos es la fiesta de la canonización que Dios hace discretamente, teniendo por ara de sus elegidos el altar eterno de un cielo que no acaba. No son calabazas vacías con velas que se apagan, sino la belleza de una casa encendida cuya calidez nunca declina, ni se extingue su luz, estando como está habitada por el Dios de la Vida que junto a sus hijos allí adentrados gozan la paz que no termina. Si tuviera una paleta de colores acaso acertaría a describir con pinceles el ambiente de esta época tan nuestra. Si tuviera un pentagrama virgen, tal vez lo llenaría con las notas propias de la magia serena. Lo haré con mi pluma sobre el papel de esta carta semanal a vuelatecla. Tiene color malva noviembre, y su tono pastel pinta de morado el recuerdo que hacemos de quienes nos han precedido en la vida y en la fe. El camposanto cristiano es un cementerio, no una necrópolis. Los clásicos llamaban al lugar donde enterraban a sus difuntos precisamente así: necrópolis, ciudad de la muerte. Los cristianos tuvieron desde el principio este gesto piadoso no sólo de enterrar con toda dignidad a quienes morían, sino de venerar su memoria con las flores, las lágrimas y la oración.
Vamos allí para recordar a nuestros difuntos. Se nos escaparán las lágrimas sin amargura sino agradecidas por tanto recibido de ellos; pondremos con afecto unas flores como homenaje penúltimo con nuestra gratitud por tanto como en ellos y por ellos se nos dio; y con ese sentido ritual cargado de afecto, elevamos nuestra plegaria rezando por ellos.
Recordamos que somos una familia que camina hacia el cielo: unos seguimos la marcha por nuestros senderos y vericuetos, entre las luces y las sombras, las dudas y las certezas, los aplausos y los desprecios; otros han llegado ya a la antesala de ese cielo dando comienzo a la espera a que vuelva el Señor, cuando con delicadeza les llame mientras los halla durmiendo, pues esto es lo que significa la palabra cementerio: ciudad de los que duermen mientras esperan que vuelva Jesús eternamente despierto.
Agradecemos en nuestros seres queridos lo que con sus labios Dios nos dijo, y lo que con sus manos nos bendijo de tantas maneras; ellos nos acompañaron en los caminos variopintos que pinta la existencia; fueron pañuelo de nuestras lágrimas, sabios que nos dieron consejos, que supieron brindar con nuestras alegrías y quisieron para nosotros el bien más sincero. No acertaron a dárnoslo todo porque quizás no todo lo tenían, pero a su modo nos dieron la propia vida en la tierra con anticipado sabor de cielo.
Por este motivo no únicamente queremos acercarnos a nuestros cementerios con las flores de nuestro recuerdo y la sonrisa de nuestro agradecimiento, sino también con nuestra plegaria rezando por ellos. Pedimos lo que el mismo Cristo prometió, lo que nos dio cuando resucitando venció su muerte y la nuestra, dejando Él como el primero su sepulcro vacío como también creemos que quedará el nuestro.
Tiene noviembre este aire de noble nostalgia, tiene este color humilde malva y ceniciento, huele al olor de castañas asadas y es sabroso como la sidra en su sorbo dulcero. Esto en Asturias lo llamamos “amagüestu”, en donde con la tradición de nuestros mayores y la ilusión de los más pequeños, seguimos viviendo con gozo sereno el sentido que tienen los días otoñales cuando llama a nuestra puerta este bendito y mágico tiempo. Descansen en paz nuestros difuntos durmientes, vivamos con dignidad y verdad los que existimos aún con los ojos abiertos.
En noviembre comienza el mes con flores en las manos. Es el homenaje que hacemos a los santos todos, entre los cuales estarán no pocos de nuestros difuntos. Todos los Santos es la fiesta de la canonización que Dios hace discretamente, teniendo por ara de sus elegidos el altar eterno de un cielo que no acaba. No son calabazas vacías con velas que se apagan, sino la belleza de una casa encendida cuya calidez nunca declina, ni se extingue su luz, estando como está habitada por el Dios de la Vida que junto a sus hijos allí adentrados gozan la paz que no termina. Si tuviera una paleta de colores acaso acertaría a describir con pinceles el ambiente de esta época tan nuestra. Si tuviera un pentagrama virgen, tal vez lo llenaría con las notas propias de la magia serena. Lo haré con mi pluma sobre el papel de esta carta semanal a vuelatecla. Tiene color malva noviembre, y su tono pastel pinta de morado el recuerdo que hacemos de quienes nos han precedido en la vida y en la fe. El camposanto cristiano es un cementerio, no una necrópolis. Los clásicos llamaban al lugar donde enterraban a sus difuntos precisamente así: necrópolis, ciudad de la muerte. Los cristianos tuvieron desde el principio este gesto piadoso no sólo de enterrar con toda dignidad a quienes morían, sino de venerar su memoria con las flores, las lágrimas y la oración.
Vamos allí para recordar a nuestros difuntos. Se nos escaparán las lágrimas sin amargura sino agradecidas por tanto recibido de ellos; pondremos con afecto unas flores como homenaje penúltimo con nuestra gratitud por tanto como en ellos y por ellos se nos dio; y con ese sentido ritual cargado de afecto, elevamos nuestra plegaria rezando por ellos.
Recordamos que somos una familia que camina hacia el cielo: unos seguimos la marcha por nuestros senderos y vericuetos, entre las luces y las sombras, las dudas y las certezas, los aplausos y los desprecios; otros han llegado ya a la antesala de ese cielo dando comienzo a la espera a que vuelva el Señor, cuando con delicadeza les llame mientras los halla durmiendo, pues esto es lo que significa la palabra cementerio: ciudad de los que duermen mientras esperan que vuelva Jesús eternamente despierto.
Agradecemos en nuestros seres queridos lo que con sus labios Dios nos dijo, y lo que con sus manos nos bendijo de tantas maneras; ellos nos acompañaron en los caminos variopintos que pinta la existencia; fueron pañuelo de nuestras lágrimas, sabios que nos dieron consejos, que supieron brindar con nuestras alegrías y quisieron para nosotros el bien más sincero. No acertaron a dárnoslo todo porque quizás no todo lo tenían, pero a su modo nos dieron la propia vida en la tierra con anticipado sabor de cielo.
Por este motivo no únicamente queremos acercarnos a nuestros cementerios con las flores de nuestro recuerdo y la sonrisa de nuestro agradecimiento, sino también con nuestra plegaria rezando por ellos. Pedimos lo que el mismo Cristo prometió, lo que nos dio cuando resucitando venció su muerte y la nuestra, dejando Él como el primero su sepulcro vacío como también creemos que quedará el nuestro.
Tiene noviembre este aire de noble nostalgia, tiene este color humilde malva y ceniciento, huele al olor de castañas asadas y es sabroso como la sidra en su sorbo dulcero. Esto en Asturias lo llamamos “amagüestu”, en donde con la tradición de nuestros mayores y la ilusión de los más pequeños, seguimos viviendo con gozo sereno el sentido que tienen los días otoñales cuando llama a nuestra puerta este bendito y mágico tiempo. Descansen en paz nuestros difuntos durmientes, vivamos con dignidad y verdad los que existimos aún con los ojos abiertos.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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