lunes, 4 de septiembre de 2017

Necrológica


''El Señor es mi fuerza, mi roca y salvación'' (Sal 17)

La Parroquia de San Félix Mártir de Lugones lamentamos comunicar que en la mañana de hoy lunes 4 de septiembre pasó a la Casa del Padre

 Hermana Amparo Alonso González
(Religiosa del Santo Ángel de la Guarda)

La Capilla ardiente ha quedado instalada en  la Comunidad ''Santo Ángel'' (Calle Velasquita Giráldez 14) del barrio de Otero - San Lázaro en Oviedo.

Su Congregación, hermanos, sobrinos y demás familia ruegan una oración por su alma. La Misa Funeral corpore insepulto tendrá lugar (D. m.) mañana martes día 5 a las doce del mediodía en la Iglesia Parroquial de San Félix de Lugones, y a continuación sus restos mortales serán trasladados al Cementerio municipal de ''La Carriona'' (Avilés) dónde recibirán cristiana sepultura en el Panteón de la Comunidad.

D. E. P.

Presentación del Año Jubilar Covadonga 2018

(Ecclesia)

Este próximo martes, 5 de septiembre, a las 12 del mediodía tendrá lugar, en la sede del Arzobispado (Corrada del Obispo, 1) la presentación del Año Jubilar Mariano, que se celebrará en nuestra diócesis con motivo del Centenario de la Coronación Canónica de la Virgen de Covadonga, en 1918.

El acto estará presidido por el Arzobispo de Oviedo, Mons. Jesús Sanz, y en él estarán presentes el Abad del Santuario, Adolfo Mariño Gutiérrez, y también el diseñador del cartel y el logo del Año Jubilar, Javier Bueno Arce.

Francisco en el Ángelus avisa sobre «la tentación de querer seguir a un Cristo sin cruz»

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El hodierno pasaje evangélico (Cfr. Mt 16,21-27) es la continuación de aquel del domingo pasado, en el cual sobresalía la profesión de fe de Pedro, “roca” sobre la cual Jesús quiere construir su Iglesia. Hoy, en fuerte contraste, Mateo nos muestra la reacción del mismo Pedro cuando Jesús revela a sus discípulos que en Jerusalén deberá sufrir, ser asesinado y resucitar (Cfr. v. 21). Pedro lleva aparte al Maestro y lo reprende porque esto – le dice – no puede sucederle a Él, al Cristo. Pero Jesús, a su vez, reprende a Pedro con palabras duras: «¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (v. 23). Un momento antes, el apóstol era el bendecido por el Padre porque había recibido esta revelación del Padre, era una “piedra” sólida para que Jesús pudiera construir sobre ella su comunidad, y enseguida se convierte en un obstáculo, una piedra, pero no para construir: una piedra de obstáculo en el camino del Mesías. ¡Jesús sabe bien que Pedro y los demás tienen todavía mucho camino por hacer para convertirse en sus apóstoles!

A este punto, el Maestro se dirige a todos aquellos que lo seguían, presentándoles con claridad la vía a seguir: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (v. 24). Siempre, incluso hoy, la tentación es aquella de querer seguir a un Cristo sin cruz, es más, de enseñar a Dios el camino justo. Como Pedro: “No, no Señor, esto no, no sucederá jamás”. Pero Jesús nos recuerda que su vía es la vía del amor, y no hay verdadero amor sin el sacrificio de sí. Estamos llamados a no dejarnos absorber por la visión de este mundo, sino a ser siempre más conscientes de la necesidad y de la fatiga para nosotros cristianos de caminar contra corriente y en salida.

Jesús completa su propuesta con palabras que expresan una gran sabiduría siempre valida, porque desafían la mentalidad y los comportamientos egocéntricos. Él exhorta: «Él que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida a causa de mí, la encontrará» (v. 25). En esta paradoja está contenida la regla de oro que Dios ha inscrito en la naturaleza humana creada en Cristo: la regla que sólo el amor da sentido y felicidad a la vida. Gastar los propios talentos, las propias energías y el propio tiempo sólo para salvar, cuidar y realizarse a sí mismo, conduce en realidad a perderse, es decir, a una existencia triste y estéril. Si en cambio, vivimos para el Señor e impostamos nuestra vida en el amor, como ha hecho Jesús, podremos gustar la alegría auténtica, y nuestra vida no será estéril, será fecunda.

En la celebración de la Eucaristía revivimos el misterio de la cruz; no sólo recordamos, sino realizamos el memorial del Sacrificio redentor, en el cual el Hijo de Dios se pierde completamente a Sí mismo para recibirse de nuevo en el Padre y así reencontrar a nosotros, que estábamos perdidos, junto con todas las creaturas. Cada vez que participamos en la Santa Misa, el amor de Cristo crucificado y resucitado se comunica a nosotros como alimento y bebida, para que podamos seguirlo a Él en el camino de cada día, en el concreto servicio a los hermanos.

María Santísima, que ha seguido a Jesús hasta el Calvario, nos acompañe también a nosotros y nos ayude a no tener miedo de la cruz, pero con Jesús crucificado, no una Cruz sin Jesús: la Cruz con Jesús, es decir la cruz del sufrir por amor a Dios y a los hermanos, porque este sufrimiento, por la gracia de Cristo, es fecundo de resurrección.

sábado, 2 de septiembre de 2017

Evangelio Domingo XXII del Tiempo Ordinario

Lectura del santo evangelio según san Mateo (16,21-27):

En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día.
Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: «¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte.»
Jesús se volvió y dijo a Pedro: «Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas corno los hombres, no como Dios.»
Entonces dijo Jesús a sus discípulos: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta.»

Palabra del Señor

Quien quiera venir tras de mí, niéguese a sí mismo. Por Raniero Cantalamessa

En el evangelio de este domingo escuchamos a Jesús que dice: “Si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, coja su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida la perderá, pero quien pierda su vida por causa mía, la encontrará”.

¿Qué significa “negarse a sí mismo”? Es más, ¿por qué hay que negarse a sí mismo? Conocemos la indignación que suscitaba en el filósofo Nietzsche esta exigencia del Evangelio. Comienzo respondiendo con un ejemplo. Durante la persecución nazi, muchos trenes cargados de hebreos partían desde todas partes de Europa hacia los campos de exterminio. Se les convencía de subir a ellos con falsas promesas de llevarlos a lugares mejores por su bien, mientras que en cambio se les llevaba a la destrucción. A veces sucedía que en alguna parada del convoy, alguien que sabía la verdad gritaba a escondidas a los pasajeros: bajad, huid. Y alguno lo conseguía.

El ejemplo es un poco fuerte, pero expresa algo sobre nuestra situación. El tren de la vida en el que viajamos va hacia la muerte. Sobre esto, al menos, no hay dudas. Nuestro yo natural, siendo mortal, está destinado a terminar. Lo que el Evangelio nos propone cuando nos exhorta a renegar de nosotros mismos y a bajar de este tren, es subir a otro que conduce a la vida. El tren que conduce a la vida es la fe en Él, que ha dicho: “El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá”.

Pablo había realizado este “trasbordo”, y lo describe así: “Ya no soy yo quien vive, sino que Cristo vive en mí”. Si asumimos el yo de Cristo nos convertimos en inmortales porque él, resucitado de la muerte, no muere más. Eso es lo que significan las palabras que hemos escuchado: “El que quiera salvar la propia vida, la perderá; pero el que pierda la vida por mi causa, la encontrará”. Por tanto, está claro que negarse a sí mismo no es una operación autolesionadora y renunciadora, sino el golpe de audacia más inteligente que podemos realizar en la vida.

Pero debemos hacer inmediatamente una precisión: Jesús no nos pide renegar de “lo que somos”, sino de “aquello en lo que nos hemos convertido”. Nosotros somos imagen de Dios, somos por tanto algo “muy bueno”, como dijo Dios mismo en el momento de crear al hombre y la mujer. De lo que tenemos que renegar no es de lo que Dios ha hecho, sino de lo que hemos hecho nosotros, usando mal nuestra libertad. En otras palabras, las tendencias malas, el pecado, todas esas cosas que son como incrustaciones posteriores superpuestas al original.

Hace unos años se descubrieron en el fondo del mar, a lo largo de las costas jónicas, dos masas informes que tenían un ligero parecido con cuerpos humanos, y que estaban recubiertas de incrustaciones marinas. Fueron sacadas a la superficie y limpiadas pacientemente. Hoy son los famosos “Bronces de Riace” [estatuas griegas de gran belleza, que representan a dos varones, y que están datadas en el siglo V antes de Cristo], custodiados en el museo de Reggio Calabria, y están entre las esculturas más admiradas de la Antigüedad.

Son ejemplos que nos ayudan a entender el aspecto positivo que hay en la propuesta del Evangelio. Nosotros nos parecemos, en el espíritu, a esas estatuas antes de su restauración. La bella imagen de Dios que deberíamos ser está recubierta de siete estratos que son los siete pecados capitales. Quizás sea conveniente traerlos a la memoria por si los hemos olvidado: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza. San Pablo llama a esta imagen desfigurada “imagen terrestre”, en oposición a la “imagen celeste” que es la semejanza con Cristo.

“Negarse a sí mismo” no es por tanto una operación para la muerte sino para la vida, para la belleza y para la alegría. Consiste también en aprender el lenguaje del verdadero amor. Imagina, decía un gran filósofo del siglo pasado, Kierkegaard, una situación puramente humana. Dos jóvenes se aman. Pero pertenecen a dos pueblos diversos y hablan dos lenguas completamente diversas. Si su amor quiere sobrevivir y crecer, es necesario que uno de los dos aprenda el idioma del otro. En caso contrario, no podrán comunicarse y su amor no durará.

Así, comentaba, sucede entre Dios y nosotros. Nosotros hablamos hablamos el lenguaje de la carne, él el del espíritu; nosotros el del egoísmo, él el del amor. Negarse a sí mismo es aprender la lengua de Dios para poder comunicarnos con él, pero es también aprender la lengua que nos permite comunicarnos entre nosotros. No somos capaces de decir “sí” al otro, empezando por el propio cónyuge, si no somos capaces de decir “no” a nosotros mismos. Ciñéndonos al ámbito del matrimonio, muchos problemas y fracasos de la pareja dependen de que el hombre nunca se ha preocupado de aprender el modo de expresar el amor de la mujer, y la mujer el del hombre. También cuando habla de negarse a sí mismo, el Evangelio, como puede verse, está bastante menos alejado de la vida de lo que la gente cree.

viernes, 1 de septiembre de 2017

Orar con el Salmo del Día
















Sal 96,1.2b.5-6.10.11-12
R/. Alegraos, justos, con el Señor

El Señor reina, la tierra goza,
se alegran las islas innumerables.
Justicia y derecho sostienen su trono.

Los montes se derriten como cera
ante el dueño de toda la tierra;
los cielos pregonan su justicia,
y todos los pueblos contemplan su gloria.

El Señor ama al que aborrece el mal,
protege la vida de sus fieles
y los libra de los malvados.

Amanece la luz para el justo,
y la alegría para los rectos de corazón.
Alegraos, justos, con el Señor,
celebrad su santo nombre.

Carta abierta al padre Santiago Martín del padre Christopher Hartley Sartorius

29 de agosto de 2017. Fiesta del martirio de San Juan Bautista.

Querido Santiago:

Todos hemos vivido horrorizados el atentado terrorista que tuvo lugar en días pasados por las calles de Barcelona. El hecho de que estos atentados se repitan cada vez con mayor frecuencia, no puede, de ninguna manera, volver nuestro corazón y nuestra conciencia, insensibles a la maldad diabólica que anida en tantos hombres y mujeres que profesan el islam.

No te escribo esta carta para expresarte mi opinión, de por qué creo que se dan estos fenómenos, aunque ya comprenderás que, después de vivir más de diez años inmerso en una sociedad musulmana radical y a pocos kilómetros de la frontera con Somalia, me sobran argumentos y credibilidad que compartir.

Te escribo para decirte que me siento orgulloso de ti, orgulloso de ver a un hermano sacerdote, vivir lo que el día de su ordenación sacerdotal prometió –delante de Dios y de los hombres– con tanta fidelidad y heroísmo. Me siento profundamente honrado de tenerte por amigo y de recibir de ti –aun en la enorme distancia geográfica que nos separa– continuos testimonios tuyos: buen pastor de tu parroquia, celoso administrador de los sacramentos, profeta de verbo encendido y palabra esclarecida.

Te escribo también con verdadera tristeza, al constatar, al paso de los días, que ni un solo hermano de tu presbiterio diocesano ha tenido el valor de dar público testimonio de su solidaridad contigo. Al menos en las pocas páginas digitales que tengo oportunidad de consultar, no veo que nadie, ni un solo sacerdote de Madrid, con su nombre y apellidos y por escrito, haya tenido el valor de salir en tu defensa.

Es posible que algunos se hayan comunicado contigo de manera privada: un email, una llamada... eso no sirve para nada, porque tú, como gran profesional del periodismo que eres, sabes muy bien que lo que no se sabe es como si no hubiese ocurrido.

Leo con verdadera vergüenza estas palabras en Infovaticana: "... Varios sacerdotes del clero de la capital española han contactado con InfoVaticana para lamentar que el arzobispo no se comporte con esa diligencia con otros asuntos bastante más urgentes, como graves desórdenes doctrinales, litúrgicos y morales que tienen lugar en la archidiócesis de la capital y en los que el purpurado mira para otro lado..."

¿De qué sirve que se comuniquen de manera privada a lo Nicodemo, viniendo de noche, si no son capaces de alzar la voz como una trompeta en defensa del amigo, del hermano?

Con no menos vergüenza leo la nota que publica tu arzobispado, una nota, que quien la haya escrito, como anónimo sin firma, no se ha enterado de la película. Lo que dijiste en los avisos de la Santa Misa está clarísimo y la nota no contesta a nada de lo que dijiste, lo que hace es distanciar al arzobispo de las palabras de su sacerdote y salir en defensa de dos alcaldesas impresentables, que continuamente ensucian con sus palabras y decisiones institucionales, todo lo que es sagrado, verdadero y justo para nosotros los católicos. No hace falta dar ejemplos porque son abundantísimos, empezando por la repugnante celebración por las calles de Madrid, en semanas pasadas, de los homosexuales y otros comportamientos degenerados contra los que la hermosura del cristianismo ha luchado desde su enfrentamiento a las depravaciones del imperio romano.

Es muy posible, mi querido amigo, mi querido hermano, que nadie este aporreando la puerta de la nunciatura esta mañana, proponiendo tu nombre al episcopado. Ya sabes que, en la historia de la Iglesia, los profetas muy pocas veces llegan a semejantes dignidades. Al episcopado aspiran tercamente los clérigos que han dejado de aspirar a la santidad y a vivir con radicalidad el evangelio.

No te descubro nada nuevo si te recuerdo que cuando tu vida se acabe, en el más allá, a las puertas del Reino, no habrá papas, ni obispos, ni gerifaltes mitrados con roquete de ganchillo que te juzguen. Allí estará Jesús, buen pastor de tu alma, su bendita Madre y todas esas multitudes de gentes sencillas, cuya fe protegiste porque, ni fuiste un perro mudo como tantos obispos y curas de nuestra Iglesia, ni fuiste un pastor asalariado o mercenario, que huye (con su silencio) cuando viene el lobo de lo que es "eclesiásticamente políticamente correcto".

A finales de 1990, cuando le faltaban pocos meses para morir, me escribió una carta, como respuesta a una consulta personal que le hacía, el Venerable José Rivera, sacerdote diocesano de Toledo, que sufrió lo indecible "a manos" de su obispo y padeció terrible persecución por parte de sectores muy selectos del clero diocesano. Me decía esto en esa carta:

"En esta bendita organización en la que nos movemos vale más el testimonio de elegir valores evangélicos, que la aceptación sin más de una posibilidad –muy discutible en tu caso– de disponer de campo más amplio. Desde tu santificación individual y desde el planteamiento apostólico, pienso que es claro [...] Es triste y aún tristísimo tener que hacer estas distinciones; pero es evidente que hay que hacerlas, y elegir entre el evangelio y los Cardenales, que necesitan, todavía al cabo de los siglos, una eminentísima y reverendísima reforma".

Al leer la "nota" de tu arzobispado y el maltrato de tu arzobispo, al darme cuenta que no solo no te ha defendido en público, sino que en público te ha corregido y humillado, me he acordado de las palabras que un día me escribió este sacerdote santo.

Un obispo debería ser un padre y sus más preciosos hijos son sus sacerdotes, sus más estrechos colaboradores, los que forman con él un solo presbiterio. Así no se corrige a un sacerdote. Y si me lo hubiera hecho a mí mi obispo, bien que se lo haría saber, bien que lo iba a lamentar.

Deseo con todo mi corazón, querido Santiago, como dice el Venerable Rivera, sacerdote santo y pastor de multitudes, que también tú sepas siempre elegir entre el Evangelio y los cardenales, que como proféticamente dice el gran Don José, "necesitan, todavía al cabo de los siglos, una eminentísima y reverendísima reforma".

Frente al malecón de la ciudad colonial de Santo Domingo que bañan las aguas cristalinas de verde turquesa de ese sin igual mar Caribe, se alza una impresionante estatua. No es la de un Virrey o cardenal del Nuevo Mundo, sino la de un sencillo hombre, vestido con el hábito de la orden de los padres dominicos. Se llama Fray Antón de Montesinos.

Era cuarto domingo de adviento, corría el mes de diciembre de 1511. Esa mañana subió al púlpito este humilde fraile y pronunció un sermón que para siempre se recordará en los anales de la historia de la evangelización de las Américas. Tenía frente así a toda la corte española, a lo más granado de los eclesiásticos. El templo estaba a rebosar. Ocupaban los primeros puestos las principales autoridades coloniales, entre ellas el almirante Diego de Colón, hijo del conquistador. También estaba presente el clérigo Bartolomé de Las Casas, en su calidad de encomendero. Ante un público tan cualificado, el predicador no tuvo pelos en la lengua y habló de esta guisa; no le tembló el pulso, y entre otras cosas dijo, en defensa de la población indígena:

"[Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas dellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin dalles de comer ni curallos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de quien los doctrine y conozcan a su Dios y creador, sean baptizados, oigan misa, guarden las fiestas y domingos? ¿Estos, no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis, esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad, de sueño tan letárgico, dormidos? Tened por cierto, que en el estado que estáis, no os podéis más salvar que los moros o turcos que carecen y no quieren la fe en Jesucristo".

Nadie se acuerda de los Virreyes de aquel tiempo ni de los poderes públicos (que hoy serían las Colau y Carmenas de turno), ni de los grades mitrados. La historia los ha olvidado por irrelevantes y por su connivencia con la corona (o la república, que para el caso es lo mismo). La Iglesia sólo se acordará de este fraile fiel que defendió a los pequeños de su tiempo, como tú, Santiago, has defendido desde hace tantos años tan valientemente la fe de tu pueblo.

Como la corona pidió a los poderes eclesiásticos en 1511 que silenciaran la voz de Fray Montesinos, así la corona (aunque sea corona filo-republicana) al alimón con tus superiores, te silencian y desautorizan.

Sigue gritando la verdad a los cuatro vientos, no te calles. Porque el otro día, cuando hablabas en los anuncios a tus parroquianos, muy posiblemente creyeras que tu voz sencilla no habría de escucharse más allá de la puerta principal de tu templo parroquial y mira tú por donde, tu voz a mí se me ha clavado en el corazón, me ha llenado de renovado coraje, has avivado la fe y el ministerio de un misionero, que soy yo, a miles de kilómetros de distancia.

A mí no me da miedo salir en tu defensa, esa una de las muchas ventajas que tiene vivir en un secarral tan infame como este, que por más que quieran los obispos ¡no me podrían mandar a un sitio peor!

A Juan Bautista le cortaron la cabeza, no le defendió nadie, lo celebramos hoy, lo han celebrado obispos y sacerdotes cercanos a ti, que no te han defendido y se han callado como cobardes.

Querido Santiago, si quieren que dejes de hablar, de predicar la verdad, esa verdad que solo subsiste en su totalidad en la Santa Iglesia Católica...

¡Que te corten la cabeza!

Tu hermano sacerdote.
Christopher Hartley Sartorius
Sacerdote Diocesano de Toledo
Misionero en Etiopía