Hemos celebrado los días previos la Solemnidad de Todos los Santos y la conmemoración de los fieles difuntos, y hoy Domingo XXXI del Tiempo Ordinario, la primera lectura nos adentra en ese pasaje del libro del Deuteronomio en el que vemos la catequesis que el Señor regala al pueblo peregrino por el desierto, capitaneado por Moisés. En este relato del Antiguo Testamento que conocemos como el texto del Shemá o los mandamientos deuteronómicos, queda patente que sólo hay un Dios (monoteísmo), y que el amor hacia Él pasa por la fidelidad en comunicación diaria, así como en amarle sobre todas las cosas. Estas claves no eran únicamente una hoja de ruta para aquella caravana errante por el desierto que a menudo se desespera y no era capaz de convivir entre sí ni de ser fieles a Dios, que les había sacado de la esclavitud. A nosotros nos ocurre exactamente lo mismo; nuestra vida es una peregrinación por un camino que desconocemos -nuestra propia vida- en el que nos encontramos con peligros y alegrías, momentos de sed y de oasis, de zozobra y de paz... Pero al final la meta es la tierra prometida que mana leche y miel, y que para nosotros no es un lugar físico como lo fue para los israelitas, sino que nosotros lo llamamos el cielo.
En estos días de visitas a los cementerios, de recuerdo y nostalgia, de emociones y sentimientos encontrados, hemos de hacer un esfuerzo especial en orar por nuestros difuntos y en hacer sacrificios por ellos, de modo que los ayudemos si aún están necesitados de purificación. Un sacerdote explicaba a sus fieles que el purgatorio era como los estudiantes de medicina que han terminado el grado; podemos decir que han terminado la carrera y ya son médicos, ¡pero aún no! pues les falta el MIR... A muchos difuntos les ocurre esto mismo: han terminado la carrera de la vida, pero les falta ese último tramo para llegar al cielo, y nosotros desde aquí podemos ayudarles con la oración en favor de sus almas. ¿Amaron mis difuntos al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todo su ser?... Igual no siempre fue así, pero quizá yo pueda remediarlo poniendo en práctica la ley del amor y mediante la oración conseguir su salvación.
En el evangelio de este domingo tomado del capitulo 12 de San Marcos, vemos al escriba que acude a Jesús para hacerle una pregunta profunda; él sabría qué intenciones tenía; tal vez había oído que el Nazareno le daría una interpretación ajustada a lo que esperaba, o una respuesta profética a la duda que asaltaba su corazón. Jesús le cita la Torá: “Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. 'Y esto no es un mandato al uso ni una orden temeraria: es una propuesta de vida. Si Dios es realmente el centro de mi corazón, de mi alma, de mi mente y mi ser, entonces ya tengo medio camino hecho. Y la otra mitad nos la revela el segundo mandato: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”... ¿Amamos al prójimo como a nosotros mismos? Cuántas palabras, acciones, omisiones y pensamientos de cada uno de nosotros no son de amor hacia mis semejantes...
El evangelio nos invita a auto examinarnos justamente de lo mismo que tendremos que rendir cuentas llegada la hora de nuestra muerte, y es tan bueno el Señor que nos da las preguntas del examen: el amor a Dios y el amor a los hermanos, tal como explicó Jesús: ''No hay mandamiento mayor que estos''. A menudo nos equivocamos pensando que la muerte está muy lejos y que ya habrá tiempo para mejorar ambas relaciones con el Altísimo y los hermanos. Suele ser una trampa del maligno que nos introduce en el subconsciente esa forma de autoengaño. Hay personas que se dicen cristianas que no lo son en realidad pues viven odiando, viendo siempre el lado negativo, criticando, haciendo la vida imposible al prójimo... En contraposición (a Dios gracias) cuánta gente buena nos encontramos en el camino que sabe, que aman al Señor y a los demás con un corazón sincero, demostrando que en verdad la construcción del reino empieza aquí, haciendo de nuestro mundo un anticipo del cielo. De cada cual depende vivir ya aquí y ahora el anticipo del cielo consiguiendo el previo visado del último viaje con un corazón que ama o, por el contrario, que destila odio, rencor o resentimiento. De cada uno depende el querer ayudar al las almas del Purgatorio o pensar que eso es un cuento chino, hasta que me vea yo mismo en ese estado. Y, finalmente, de cada uno depende la propia salvación o condenación, como nos recuerda San Juan de la Cruz: «A la tarde te examinarán en el amor. Aprende a amar como Dios quiere ser amado, y deja tu condición» (n. 59).
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