miércoles, 13 de noviembre de 2024

La tierra de los vivos. Por Francisco Torres Ruiz

(In virga virtutis) “Solo veremos cosas buenas en la tierra de los vivos” sirvan estas palabras atribuidas a G.K. Chesterton para encabezar el segundo artículo de noviembre dedicado a los novísimos o postrimerías.

El Credo termina con esta afirmación: “espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro”. Con ella la Iglesia nos anima cada domingo a esperar lo que se nos ha prometido obtener: la vida eterna, el Cielo. El Catecismo Romano (1566) enseña: “la vida eterna, no se significa tanto la perpetuidad de la vida, a la cual también están destinados los demonios y los hombres malos, como la felicidad perpetua que satisfaga el deseo de los bienaventurados” y más adelante dice que se trata de la suma felicidad dado “que no puede conseguirse felicidad alguna en esta vida… y que no puede perderse…porque felicidad es el conjunto de todos los bienes sin mezcla alguna de mal”. Y concluye: “la felicidad de la vida eterna se debe definir por la desaparición de todos los males y la consecución de todos los bienes”.

Para imaginar lo que es el Cielo que Cristo nos ha ganado a precio de su sangre podemos recurrir al testimonio de algunos santos que lo vieron. San Saturio, estando en prisión con Santa Perpetua y Santa Felicidad, lo describe así: “como un hermoso jardín, lleno de toda especie de flores, en el que se veían rosales altos, como cipreses, cuyas rosas blancas y encarnadas, agitadas por un dulce céfiro, caían continuamente como gruesos copos y formaban una nieve olorosa de distintos colores…Como un palacio el más hermoso que se pueda ver; las tapicerías que cubrían las paredes parecían estar tejidas de rayos de luz y también las paredes brillaban como si hubiesen sido fabricadas de diamantes…”.

Aunque quizás las imágenes más bellas nos las ofrezca la misma Biblia: en Is 6, 1-4 leemos: “vi al Señor sentado sobre un trono alto y excelso: la orla de su manto llenaba el templo. Junto a él estaban los serafines, cada uno con seis alas: con dos alas se cubrían el rostro, con dos el cuerpo, con dos volaban, y se gritaban uno a otro diciendo: «¡Santo, santo, santo es el Señor del universo, llena está la tierra de su gloria!». Temblaban las jambas y los umbrales al clamor de su voz, y el templo estaba lleno de humo” y Dan 7, 9-10: “Miré y vi que colocaban unos tronos. Un anciano se sentó. Su vestido era blanco como nieve, su cabellera como lana limpísima; su trono, llamas de fuego; sus ruedas, llamaradas; un río impetuoso de fuego brotaba y corría ante él. Miles y miles lo servían, millones estaban a sus órdenes. Comenzó la sesión y se abrieron los libros” y en Ap 21, 18-23: “Y el material de su muralla es de jaspe y la ciudad es de oro puro semejante al vidrio puro. Y los cimientos de la muralla de la ciudad están adornados con toda clase de piedras preciosas: el primero es de jaspe, el segundo de zafiro, el tercero de calcedonia, el cuarto de esmeralda, el quinto de sardónica, el sexto de cornalina, el séptimo de crisólito, el octavo de berilo, el noveno de topacio, el décimo de ágata, el undécimo de jacinto, el duodécimo de amatista. Y las doce puertas son doce perlas, cada una de las puertas hecha de una sola perla. Y la plaza de la ciudad era de oro puro como vidrio translúcido. Y en ella no vi santuario, pues el Señor, Dios todopoderoso, es su santuario, y también el Cordero. Y la ciudad no necesita del sol ni de la luna que la alumbre, pues la gloria del Señor la ilumina, y su lámpara es el Cordero”.

Así, el dogma que define la existencia del Cielo para los que mueren en gracia y amistad con Dios fue definido por Benedicto XII en la Constitución Benedictus Deus (1336) con estas palabras: “Definimos con la autoridad apostólica: que, según la disposición general de Dios, las almas de todos los santos […] y de todos los demás fieles muertos después de recibir el Bautismo de Cristo en los que no había nada que purificar cuando murieron […]; o en caso de que tuvieran o tengan algo que purificar, una vez que estén purificadas después de la muerte […] aun antes de la reasunción de sus cuerpos y del juicio final, después de la Ascensión al cielo del Salvador, Jesucristo Nuestro Señor, estuvieron, están y estarán en el cielo, en el Reino de los cielos y paraíso celestial con Cristo, admitidos en la compañía de los ángeles. Y después de la muerte y pasión de nuestro Señor Jesucristo vieron y ven la divina esencia con una visión intuitiva y cara a cara, sin mediación de ninguna criatura”. De esta definición podemos sacar algunas enseñanzas:

Primera: La enseñanza sobre el Cielo se circunscribe después de la Ascensión del Señor hasta antes de la resurrección de la carne. Así lo enseña San Pablo en su primera carta a los Corintios “pues lo mismo que en Adán mueren todos, así en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su puesto: primero Cristo, como primicia; después todos los que son de Cristo, en su venida; después el final, cuando Cristo entregue el reino a Dios Padre, cuando haya aniquilado todo principado, poder y fuerza. Pues Cristo tiene que reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo en ser destruido será la muerte, porque lo ha sometido todo bajo sus pies. Pero, cuando dice que ha sometido todo, es evidente que queda excluido el que le ha sometido todo. Y, cuando le haya sometido todo, entonces también el mismo Hijo se someterá al que se lo había sometido todo. Así Dios será todo en todos” (1Cor 15, 22-28)

Segunda: El cielo es para las almas de los santos y de los demás fieles (por tanto, bautizados) que murieron sin nada que purificar o bien que ya lo hubieran purificado después de muertos. En este sentido enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: “la vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, quien asocia a su glorificación celestial a aquellos que han creído en Él y que han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a Él” (CEC 1026). Cuentan que un día fue arrebatado al Cielo San Alonso Rodríguez en compañía de su ángel de la guarda y vio allí innumerables tronos ocupados por los bienaventurados y en medio un trono vacío que resplandecía grandemente. El santo preguntó que de quién era; y una voz le contestó: “este es el lugar preparado para tu discípulo Pedro Claver, en premio de sus muchas virtudes y de las innumerables almas que convertirá en las Indias con sus trabajos y sudores”. Lo mismo le fue concedido ver a Santa Oria quien fue llevada al cielo en visión por las tres vírgenes y mártires santa Águeda, santa Eulalia y Santa Cecilia.

Tercera: El Cielo se define como visión beatífica, es decir, la capacidad de ver a Dios (la esencia divina) con visión intuitiva y directa. San Cipriano de Cartago dice “¡Cuán grande será vuestra gloria y felicidad, si se os permite ver a Dios, si se os honra con compartir la alegría de la salvación y la luz eterna con Cristo, vuestro Señor y Dios… para deleitaros con la alegría de la inmortalidad en el Reino de los Cielos con los justos y los amigos de Dios!” (Ep. 58). Santo Tomás de Aquino explica la visión beatífica del modo siguiente: “La bienaventuranza final y perfecta no puede consistir en otra cosa que en la visión de la esencia divina. Para que esto quede claro, hay que tener en cuenta dos cosas: la primera, que el hombre no es perfectamente feliz mientras le quede algo que desear y buscar; la segunda, que la perfección de cualquier potencia se determina por la naturaleza de su objeto. Ahora bien, el objeto del entendimiento es «lo que es una cosa», es decir, la esencia de una cosa, según se dice en III De Anima. Por eso, el entendimiento alcanza la perfección en cuanto conoce la esencia de una cosa…” (S.Th. I-II q.3, a.8).

El cielo ha de ser, por tanto, la máxima aspiración del hombre. La Sagrada Liturgia usó para emular la gloria, el color dorado en las casullas y las casullas profusamente adornadas y recamadas. El cielo es visión de Dios y encuentro con Cristo, y de este modo se logra la vida plena del hombre. El cielo será amar a Dios y vivir imbuidos en el amor. Caminemos, pues, juntos hacia el cielo.

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