En un fragmento de un ánfora para el aceite, procedente de un yacimiento arqueológico del Valle del Guadalquivir, se ha visto recientemente que figuran incisos unos versos en latín del Libro I de “Las Geórgicas” de Virgilio, que, según los epigrafistas, se corresponden con éstos de las ediciones críticas que solemos usar: «Cambió la bellota caonia por la espiga fértil y mezcló las aguas del Aqueloo con las uvas descubiertas» (Geórgicas I,8-9).
Se cree que los escribió un niño, tal vez uno de los muchos que trabajaban en los alfares de la zona, que no pretendía que fuesen leídos por nadie, dado que se hallan en la base del ánfora, en la que fueron inscritos cuando ésta estaba aún, en el proceso de fabricación, secándose. Debió de ser a finales del siglo II o en la primera mitad del III de la era cristiana.
El hallazgo constituye un ejemplo más de la importancia que se dio a Virgilio en la obra de alfabetización de los habitantes del Imperio romano, aunque, por lo general, era a “La Eneida”, no a “Las Geórgicas”, a la que mayormente se recurría. Aunque va a ser verdad lo que decía Gregorio Marañón, a saber, que “Las Geórgicas” son inmortales: «Aquel libro inmortal, tal vez el que más veces he leído, “Las Geórgicas”, del maestro del Dante».
Así se explica el que Marañón sea uno de los mejores escritores que ha habido en lengua española y que la lectura de sus ensayos científicos sea del máximo agrado para quien no esté especialmente instruido en las materias de las que se ha ocupado con gran brillantez el eximio médico español, porque, él, inspirándose en el mejor tratado de Agricultura de todos los tiempos, “Las Geórgicas”, obra de un poeta, trata siempre de vestir de belleza literaria las afirmaciones en las que, en los diferentes asuntos que aborda, vierte su extenso saber.
Benito Pérez Galdós tenía a Virgilio por el mejor de los poetas que han existido jamás y a “Las Geórgicas” por la más excelente obra poética de todos los tiempos. Le gustaba recitar el final del libro II: «Felices los labradores si conocieran los bienes de que gozan … Disfrutan segura tranquilidad, una vida exenta de engaños, rica de variados bienes, largos solaces en sus extensas heredades, grutas frondosas, lagos de agua viva, frescos valles, los mugidos de las vacadas y blandos sueños a la sombra de los árboles… Feliz aquel a quien fue dado conocer las causas de las cosas… Nada doblega su ánimo… No conoce ni las duras leyes, ni el insensato foro, ni los anales del pueblo».
Y prosigue: «El labrador ara la tierra con la corva reja. Éste es su trabajo de todo el año; con él sostiene a su patria y a sus pequeñuelos hijos, y a sus ganados y a sus yuntas… No sosiega hasta que el año rebosa en frutos… Entre tanto, sus dulces hijos les andan en derredor buscando y obteniendo caricias; su casta morada es el asilo de la honestidad… También él celebra los días festivos… Esta vida hacían en otro tiempo los antiguos sabinos; así vivían Remo y su hermano, así creció la fuerte Etruria, así sin duda llegó a ser Roma la más hermosa de las ciudades y única en el mundo».
En estos versos de “Las Geórgicas” (Geórgicas II,358-542) debió de inspirarse Cervantes para componer el discurso de don Quijote a los cabreros (Quijote I,11). Son como para que entren todos los años en la EBAU, en un ejercicio de memoria, y que no se dé de paso a nadie que no los sepa de carretilla en latín (“O fortunatos nimium, sua si bona norint, Agricolas!… Felix qui potuit rerum cognoscere causas… Agricola incurvo terram dimovit aratro… Casta pudicitiam servat domus”), como parece que intentó hacer, en su día, con los del libro I de la obra virgiliana, grabándolos en un ánfora, para aprenderlos, recordarlos y deleitarse leyéndolos, un niño del Valle del Guadalquivir.
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