De niño me lo dijeron mis mayores muchas maneras, según era la usanza de entonces: que nos hombres no lloran. Yo no entendía esas severas palabras, cuando por mi corta edad el llanto era lo poco que tenía más a mi vera cuando me encontraba ante algo que sencillamente me desbordaba, lo cual era frecuente ante un mundo que empezaba a desplegarse frente a mí. Retos que me desafiaban, misterios que no lograba desvelar, pequeños reveses que me resultaba difícil controlar, tantas cosas que, ante el sentimiento de un niño, ante mi mirada infantil, sólo tenían cauce mis apuros en aquel llanto de mis lágrimas inocentes y asustadas.
La vida te enseña que llorar no es una debilidad que tan sólo pueden permitirse las mujeres fuertes, sino que se trata de una noble expresión humana por encima de tu condición de género masculino o femenino. Saber llorar es como saber reír, cuando te embarga un gozo o una pena por lo que vale la pena dejar que hablen tus ojos o tus labios, cuando las palabras ya enmudecen ante lo que te encuentras sobrepasado.
Hay unas lágrimas muy célebres que los artistas han sabido plasmar con pinceles en sus lienzos, con bella literatura en la pluma de sus relatos, con notas inspiradas en el pentagrama de sus sonatas. Ahí está la pintura del Greco que siempre me impresiona al ver su cuadro en su museo de Toledo. O los madrigales preciosos del músico italiano Orlando di Lasso. O la recreación literaria de Antonio de Burgos. Fueron famosas aquellas lágrimas del viejo apóstol San Pedro junto a una fogata común en un patio cualquiera, mientras mal juzgaban al Maestro Jesús en la noche interminable de aquel primer jueves santo de la historia. Fueron lágrimas que lavaron dudas, que redimieron pecados, que cumplieron promesas proféticas de quien le avisó que eso sucedería. Las lágrimas de Pedro fueron un momento de honda humanidad, donde quedaba al descubierto la vulnerabilidad noble de aquel brabucón patrón de pescadores. Se topó con su propia realidad, sin adornos, sin bambalinas ni maquillaje, sino con la humilde verdad de un corazón que rompe en llanto ante algo que no sabía explicar ni resolver. El otro día pude ver a otro Pedro llorar. Se trataba nada menos que del Santo Padre, nuestro querido papa Francisco. Acudía con toda la dificultad de sus malparadas rodillas hasta la célebre y popular Piazza di Spagna en Roma para hacer la oración ante la imagen de la Inmaculada. Había ganas de reunión tras esta pandemia mal gestionada que tantos secuestros nos ha impuesto en los versos, en los besos y también en la expresión de los gestos de nuestra fe. Todo iba normal y según lo previsto en el piadoso guión de un momento intenso religioso.
De pronto, el papa Francisco lee en su hermosa oración aquello que le hubiera gustado ofrendar en esa tarde fría de diciembre a la imagen romana de la Inmaculada. Y ahí se detiene, se bloquea y se rompe en el sollozo conmovedor de un padre anciano lleno de ternura, que le cuenta a la Virgen Santísima lo que, muy a su pesar, traía en sus manos vacías. Fueron preciosas sus palabras. Fueron más conmovedores sus silencios en medio de aquellas lágrimas entrecortadas: «Virgen Inmaculada, hubiera querido hoy traerte el agradecimiento del pueblo ucraniano por la paz que llevamos tanto tiempo pidiendo al Señor. En cambio, aún tengo que traerte la súplica de los niños, de los ancianos, de los padres y madres, de los jóvenes de esa tierra martirizada, que tanto sufre. Pero en realidad todos sabemos que estás con ellos y con todos los que sufren, como estuviste junto a la cruz de tu Hijo. ¡Gracias, Madre nuestra!».
Confieso que me conmovió. Aquella ternura anciana de este nuevo Pedro que también lloró. E hice mías sus palabras de súplica a la Virgen Inmaculada, en este adviento en donde ponemos nombre a la espera, mientras hacemos hueco a que venga el príncipe de la Paz, el Señor Jesús.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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