miércoles, 18 de septiembre de 2019

Los últimos auxilios. Por Mn. Francesc M. Espinar Comas

(Germinans Germinabit) 
La vida, es cierto, por todas las descaradas absurdidades pequeñas y grandes de las que está llena, tiene el inestimable privilegio de prescindir de aquella estúpida verosimilitud a la que el arte siente el deber de obedecer. 

Las absurdidades de la vida no tienen necesidad de parecer verosímiles, porque son verdaderas. Justo al contrario de aquellas del arte que deben ser creíbles. Y una vez creíbles parece que ya no son absurdas. Un caso de la vida puede ser absurdo; una obra de arte, si es obra de arte, no. 

Pero bueno, vayamos a la vida real y al absurdo episodio veraniego acontecido a principios del mes de agosto. Una señora que llamaré Rosario (no por veleidad artística, sino por respeto a la familia) advierte próximo el fin de este exilio terreno. Tiene 96 años, viuda hace 20, y enferma sobre todo de aquella enfermedad crónica que se llama vejez, con achaques, catarro y golpecitos de tos. Desde hace meses ya no se levanta de la cama. Rosario es una mujer devota, es una católica a la vieja usanza. Cada domingo, una religiosa le lleva a casa la Comunión. Esta vez, sin embargo, pide a los parientes poder ver al sacerdote. Quiero con precisión un sacerdote.

La petición se activa rápido. El párroco de la parroquia del barrio no responde al teléfono. No está disponible, está fuera de cobertura o con el teléfono apagado. No está, está fuera. El chismoso de la parroquia les dice que esté en Cuba. ¿De vacaciones? No, les dice, de ejercicios espirituales. Obvio: Varadero es un lugar universalmente conocido como una de las localidades más famosas para hacer retiros contemplativos, meditaciones ascéticas y momentos de oración. De todas maneras está el vicario. Que venga él, es lo mismo.

El día después llega el susodicho a casa de Rosario. Llega por la tarde, con mucha calma, sin Santos Oleos y sin píxide ni Hostia Santa. Camisa hawaiana por fuera arremangada, zapatillas deportivas con el cocodrilo de Lacoste calzadas sin calcetines ni escarpines. Se sienta en el cabezal de la mujer, en un taburete cerca de la mesita de noche, con las piernas estiradas, pose distendida. Se detiene justo 12 minutos, justo el tiempo banal para una frasecilla de circunstancia, repitiendo: "Verá, se recuperará pronto" (¿se recuperará pronto?). 

Por no decir nada ni le habla de Jesús o de los Novísimos, del Más Allá o de la Vida eterna (no sea dicho), ni siquiera una Señal de la Cruz o darle una bendición o recitar una oración. Por no preguntar no le pregunta siquiera si desea confesarse o comulgar ("tenía que pedírmelo ella", se justificará más tarde) y en cuanto a la extremaunción... "la extremaunción ya no existe, sonaba mal, era un ritual oscuro, terrorífico y difícil de asumir, les dice. Ahora está la Unción de los Enfermos que celebramos una vez al año en la iglesia, en la comunidad, para todos los ancianos y enfermos de la parroquia que quieren participar". Amén, muchas gracias, adiós (pero no).

Y como no podía ser de otra manera, pues la señora Rosario era inflexible: insiste en querer absolutamente otro sacerdote, que sea un sacerdote, "un verdadero sacerdote" afirma. Esto demuestra cuán perfectamente inútil es el clero modernista, incluso en el momento del rescate espiritual extremo. Esa misma tarde, le toca al vicario moverse para encontrar otro sacerdote de pies a cabeza; como Dios manda, vaya. Y llama a un anciano sacerdote más que jubilado que reside en casa de su también anciana hermana. No se hace rogar, se mueve y llega apurado con su vieja pero siempre hermosa sotana, llevando todas las herramientas del oficio, toda la parafernalia del estuche. Breve pero intensa confesión, comunión con la partícula descansando en la lengua con cuidados de enfermería, una parte del rosario recitado junto con toda la familia a la que hace entrar en la habitación, repitiendo varias veces esa invocación apropiada, a la Madre de Dios: "ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén”.

Finalmente satisfecha, Rosario, al amanecer y durante el sueño, entrega su alma en paz a Dios. Reconfortada con los últimos auxilios, como decíamos antes y que sigue resultando agradable decirlo incluso hoy. Su rostro era sereno y en sus labios la insinuación de una sonrisa.

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