sábado, 28 de septiembre de 2019

El rico Epulón y el pobre Lázaro. Por Fernando Llenín Iglesias

Es una bella y triste historia ejemplar imaginaria, que invita a la conversión. El evangelista subraya fuertemente el contraste entre ricos y pobres y su destino final respectivo. Resuena el eco del Magníficat (a los hambrientos colma de bienes, a los ricos despide vacíos) y de las Bienaventuranzas (bienaventurados los pobres… Ay de los ricos).

El rico epulón y el pobre Lázaro parece como que nunca se encuentran cara a cara. El rico no tiene nombre, en contraste con el pobre, llamado Lázaro, que significa “Dios ayuda”, “sentado a su puerta”, y al que ni siquiera ve. En este mundo sucede al revés. Pero ambos inevitablemente comparten la misma suerte final: la muerte. Entonces su situación se invierte. El rico se convierte en mendigo y pide un alivio a las llamas y a la sed. Pide que Lázaro haga con él lo que él no hizo en vida.

La parábola, sin embargo, no tiene como objetivo hablarnos de los muertos, sino de los vivos: estamos aún a tiempo de convertirnos. Después de la muerte, es imposible ya cambiar nada. Su realidad personal está definitivamente hecha. El Evangelio nos invita a los oyentes a aprender la lección y a modificar nuestra conducta.

El rico epulón es un “paradigma” de la opulencia ciega para Dios y para los pobres, y sordo a su Palabra. A la dureza del corazón le corresponde la sordera hacia la palabra de Dios. Ciegos y sordos en un mundo opulento e indiferente a Dios y al prójimo. ¿Cómo se salvará esta sociedad y esta generación?

La parábola nos sitúa frente a la estulticia oculta en la forma de vida de los ricos que conduce a un fracaso total y radical. El ateísmo práctico que, en realidad, sólo cree en la materialidad de esta vida y en la facticidad del presente, carente de toda ética y moral fraterna, caritativa y solidaria, conduce inexorablemente al fracaso total.

La sociedad opulenta, rica, atea, indiferente al sufrimiento de los pobres, es inhumana y, en realidad, degradante. Se corrompe a sí misma y fracasa inevitablemente. En el fondo, todos lo perciben y, por eso, se autojustifican con falsas “caridades” o falsas “causas solidarias”, que no logran ocultar ni modificar el egoísmo materialista que la degrada.

La sociedad occidental vive en gran medida en el materialismo, el ateísmo y el laicismo, ciego y sordo para Dios y el prójimo. En los años de abundancia económica muchos se lanzaron al despilfarro y a “la orgía de los disolutos”. Nadie, dijeron, vio venir la “crisis”. Pero estaba claro: los pobres se alzarán y juzgarán esta generación. Llamaron a sus puertas, vinieron de todas partes y esta sociedad materialista y opulenta está colapsando.

El materialismo ateo y laicista es intrínsecamente débil. Son ya muchos los que se dan cuenta del escándalo de la profunda perversión y corrupción ética y social que anega nuestra sociedad. Por eso, proponen una regeneración radical y urgente. Pero es muy difícil, porque sólo tiene la propia voluntad y el hombre está dañado por el pecado original y la concupiscencia, el amor propio. Es muy difícil convencer o “convertir” a nadie sólo con voluntarismo o con ideas altruistas, sin una profunda regeneración espiritual que transforme el “corazón” de las personas. “No creerán ni aunque resucite un muerto”.

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