sábado, 5 de enero de 2019

El Belén: ¿verlo o contemplarlo? Por Rodrigo Huerta Migoya

En estas fechas de frío y luces navideñas, de compras y comidas, no faltan en nuestras agendas algún que otro momento en el que peregrinamos por ciudades y pueblos, instituciones o casas para visitar algún destacado Belén.

Grandes o pequeños, con guiños a la tierra o a una época determinada; cada cual busca ser la representación plástica del Misterio que centra todo el tiempo litúrgico de Navidad.

Nos gusta ver "belenes", es un arte constructivo y de imaginación histórica que agrada a pequeños y grandes... Perdernos por caminos empedrados entre casas encaladas o desiertos arenosos, entre figuras que dan ambiente a ese mundo que parecía tomar otro brillo una vez que el pesebre de la "Ciudad de Navidad" contó con un nuevo inquilino.

En muchos lugares se sigue respetando esa buena costumbre de dejar la cuna vacía hasta la noche del 24 y ello ya supone un recuerdo de cómo esperamos su venida, aunque sólo sea preparando un establo, que cuando Él nació ni tan siquiera lo estaba.

Entre los personajes del nacimiento vamos buscando y reconociendo a los pastores, al ángel, los magos y sus pajes; pescadores, mercaderes, animales, Herodes en su castillo, soldados romanos y la Sagrada Familia.

Es bello y bueno ir a ver el Belén, ahora bien; ¿por qué no contemplar el Belén? Detenernos por completo ante unas imágenes que aunque son sólo esos, unas figuras, nos ayuden a adentrarnos en algo que supera de tal modo nuestras capacidades que nunca llegaremos entenderlo del todo. Cabeza y corazón miran al niño, y, viéndolo a Él -contemplándolo- recostado entre la hierba, podremos comprender la grandiosidad de Dio-Niño mucho más todo que con el mejor manual de Teología. 

Vemos a un Dios que se humilla, que se abaja, que se hace ternura en brazos de su madre. La manifestación del Amor total de Dios por nosotros que empieza a hacerse notorio aquí para llegar a su consumación plena con su expiación en la Cruz.

Viene hecho carne, para que nosotros nos humanicemos también con él y ablandemos nuestra alma fría y nuestro corazón de piedra. Nos llega como hijo, hermano, padre... en familia y para hacer familia en pueblo disperso. Al hacerse Dios un hombre, los hombres nos sentimos a la altura del Altísimo, pues al humillarse Él quedamos enaltecidos nosotros.

Con su nacimiento todo cambio su orden y sentido, pues siempre los hombres hemos dependido de Dios; ahora Él quiere depender de nosotros, dejarse en nuestras manos, sentirse indefenso ante nuestros ojos. Sin más arma que una sonrisa, sin más vestidos que un pañal y sin más cuna que la hierba de un establo.

En la gruta de Belén se rompen nuestros esquemas, pues Dios no se nos presenta como alguien extraordinario, sino que lo extraordinario es precisamente que Él quisiera llegar como el último, como el más pobre, como el alumbramiento más ordinario y común de aquel pueblo donde no imaginaban que sería "una Gran Noticia" que un pobre más llegara al mundo.

Como afirmó Benedicto XVI: ''El cielo no pertenece a la geografía del espacio, sino a la geografía del corazón. Y el corazón de Dios, en la Noche santa, ha descendido hasta un establo: la humildad de Dios es el cielo. Y si salimos al encuentro de esta humildad, entonces tocamos el cielo. Entonces, se renueva también la tierra''.

Vayamos a ver el Belén, para contemplar el Amor, el reinado y la grandeza de Dios en su humanidad.

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