jueves, 20 de abril de 2017

Louis Ormières. Un “santín” en Gijón

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Aquellos primeros cristianos no tuvieron una estrategia particular para expandir la Buena Noticia que habían recibido del Señor Jesús. Vivieron con intensidad y entrega aquellos tres años de convivencia con un Maestro especial. El desenlace final de la primera semana santa de la historia les marcó la vida, y con desigual respuesta se fueron abriendo a la certeza y a la gracia que ya les advirtió el mismo Jesús sobre la vida resucitada. Unos fueron a los suyos para hacer con ellos el camino que nació con la pascua de Cristo resucitado. Otros, en la persecución que inmediatamente sufrieron, salieron en éxodo dando lugar al primer lance misionero: no escaparon huyendo de lo que quedaba atrás, sino anunciando un mundo nuevo. 

Y así, el naciente cristianismo comenzó a hacerse sólido propagándose de aquí para allá, llegando hasta todos los “finisterres” conocidos, sin que nos faltase a nosotros, en el apéndice hispano del Imperio Romano, la llegada de alguno de los Apóstoles, como fue el caso de Santiago cuyo encuentro con Jesús, todo y para siempre le cambió la vida de veras. Así se fue fraguando de ciudad en ciudad, de cultura en cultura, la llegada de ese acontecimiento cristiano que ha permeado lo que representa la civilización de occidente tan indisociablemente marcada por Grecia, Roma y el cristianismo. 

El pueblo que vio nacer esta novedad ha ido construyendo con sus valores e incoherencias, sus gracias y pecados, lo que significa la ciudad cristiana. En ella, han destacado siempre como imprescindibles referentes los santos. Esto no quiere decir que todo sea santidad, o que seamos incapaces de reconocer lo que se hace mal mirando siempre para otro lado, sino que aquello a lo que nos sentimos llamados y atraídos no es lo que se ensaña con lo torpe, lo lento, lo cicatero, incoherente y podrido, sino con aquello que levanta la mirada hacia horizontes benditos, lo que nos permite asomarnos a la belleza y la bondad para las que hemos nacido, lo que nos hace indómitos de una verdad que no tiene doblez ni trampa en sus entresijos. 

Mirar a los santos es algo que pertenece a nuestra más genuina tradición cristiana. Este sábado, por segunda vez en nuestra Diócesis de Oviedo, en la Catedral, va a tener lugar una beatificación. Y el beatificado es un sacerdote francés, fundador de la Congregación de las Hermanas del Ángel de la Guarda, que falleció en Gijón en 1890. Perteneció a esa generación de sacerdotes que tras el siglo de las luces que vino tras la Revolución francesa, tomó nota de cómo había cosas que se oscurecían en las vidas de las personas, especialmente en los más vulnerables como eran los niños, los jóvenes y los pobres. No fue alguien reaccionario que levantó barricadas alternativas a las de los revolucionarios del alma, sino que con sencillez y discreción estuvo cerca de la gente que le necesitaba como educador cristiano y como sacerdote de Cristo. 

Es una alegría que nos une a esta querida Congregación de las Hermanas del Ángel de la Guarda y a sus comunidades en Asturias y en el mundo entero, abriendo las puertas de nuestra Catedral para asomarnos a un modelo de santidad cristiana que nos permita ver y abrazar la vida con esa belleza y bondad que hacen más bondadosa y hermosa nuestra mirada y nuestro compromiso en la verdad de Dios en esta trama de la historia. Beato Louis Ormières, ruega por nosotros, por nuestra Diócesis, por nuestras familias, por los niños y los jóvenes. Gracias por tu santidad tan cotidiana que nos paseó por la ciudad amablemente la fuerza luminosa de la vida cristiana.

Fray Jesús Sanz Montes O.F.M.
Arzobispo de Oviedo

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