sábado, 11 de febrero de 2017

Reflexión a la Palabra

Imatge relacionada

Enséñame a cumplir tu ley y a guardarla de todo corazón (Sal 118/119, 34).

El tema de reflexión que hoy nos propone la palabra de Dios es el de la ley de Dios, que obliga en conciencia al hombre y le resulta de interés vital. Por eso, no ha de mirarla con recelo, como una imposición exterior, sino como una exigencia interna de su propio ser humano, a la que debe de ajustar su conducta, de la cual se derivan consecuencias de vida o muerte para él.

El ser humano no se ha hecho a sí mismo, sino que es una criatura, que recibe su ser como don de Dios, y no tiene en su mano la capacidad para cambiar su realidad. Pues “¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida?” (Mt 6,27). Sin embargo, no ha hecho Dios al hombre –como al resto de los seres del mundo– de tal condición que esté necesariamente sujeto a las leyes de la naturaleza, sino que lo dotó de libre albedrío, que lo faculta para elegir el bien o el mal, y lo responsabiliza de su propia realización como ser humano, hecho a imagen y semejanza de Dios. De tal manera que cada elección del bien contribuye a convertirlo en mejor e incrementa su propia vitalidad; pero, si elige el mal, se va deteriorando progresivamente y la muerte se va apoderando de él.

Que los ojos de Dios “miran a los que lo temen” (Eclo 15,19) significa que quienes confían en el Señor y siguen sus caminos irán intensificando su semejanza con Él y se harán merecedores de ser acogidos en la comunión personal plena con Dios, lo que supondrá la máxima realización de su ser humano y la más completa satisfacción de todos sus anhelos de felicidad. Se cumple lo que dice el salmo: “Dichoso el que, con vida intachable, camina en la ley del Señor” (118/119,1). La mayor o menor identificación del hombre con la voluntad de Dios determinará su situación en el Reino de los cielos, de mayor o menor integración en la vida trinitaria.

Por eso, no debemos considerar la ley de Dios –sus mandamientos– como una imposición caprichosa y autoritaria, sino como una instrucción sabia y llena de maravillas que descubrir (Sal 118/119,18), a la que debemos abrazarnos cordialmente (Sal 118/119,2.34), por lo mucho que, en ella, nos jugamos.

Tal vez, alguien podrá figurarse que nadie lo observa y, por tanto, pensar que puede hacer impunemente lo que quiera como dueño absoluto de su libertad; pero el que nos sostiene en la existencia –hasta el punto de que ni un cabello de nuestra cabeza cae sin que el Señor lo consienta (Lc 12,7)–, lleva cuenta de nuestros actos, que son pasos que voluntariamente vamos dando por el camino de la vida o de la muerte: pues sólo en Dios está la vida; y fuera de Él no hay sino muerte.

No falta razón, sin embargo, a quienes, considerando los mandamientos de Dios como una imposición externa, se los sacuden como un fardo pesado y condicionante de su libertad. Dios se los había dado a su pueblo, por medio de Moisés, como un camino de vida, no como unas normas rígidas que constriñen la libertad, en vez de encauzarla. Los escribas habían multiplicado las normas legales hasta un extremo insoportable e imposible de cumplir. Sin embargo, Jesús, el Maestro verdadero, distinguía entre la voluntad misma de Dios y su expresión en la ley (Schmid, Herder, 140), sobre todo si se tiene en cuenta la sarta de preceptos humanos con que los sabios de Israel la habían enmascarado. Los rabinos esperaban del Mesías una interpretación nueva y más profunda de la ley, y Jesús es el profeta del que Moisés había hablado al pueblo, que les enviaría Dios en el futuro: “El Señor, tu Dios, te suscitará de entre los tuyos, de entre tus hermanos, un profeta como yo. A él lo escucharéis” (Dt 18,15).

Jesús afirma con rotundidad que Él no ha venido a “abolir la Ley y los Profetas, … sino a dar plenitud” (Mt 5,17), cumpliendo colmadamente la ley, entendida como voluntad de Dios, cuyo deseo es que el hombre viva en abundancia. De ahí que tuviera que corregir a los fariseos, empeñados en someter rigurosamente al hombre a la ley, aunque fuera una ley tan importante como la del descanso sabático, aclarando que “el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado” (Mc 2,27).

Con el paso del tiempo, la voluntad de Dios expresada en la ley había quedado como recubierta por el polvo de las costumbres humanas, o recortada, en algunos puntos, para acomodarla a las fuerzas humanas, por lo cual, Jesús, actuando con autoridad, profundiza y amplía en forma sin precedentes algunos preceptos de la ley.

Por ejemplo, cuando la ley dice “No mates”, –puntualiza Él– quiere decir no sólo que no hagas daño a tu hermano, sino ama a tu hermano y vive en paz con él. Jesús pone el dedo denunciador en la actitud interior de la ira, de la que brotan por igual los insultos y el asesinato, crea la división en la comunidad y, por tanto, Dios no la tolera.

Cuando la ley dice “No cometas adulterio” –puntualiza Jesús–, no sólo quiere decir que no engañes a tu mujer o a tu marido, sino que lo ames sinceramente, desde el fondo de tu corazón. Al igual que, en su desarrollo del quinto mandamiento, tampoco en el sexto mandamiento se queda Jesús en la moralidad de los actos externos, sino que lleva la calificación moral al interior del ser humano, en donde anida el deseo, en el que el hombre resulta ya moralmente implicado, aun cuando no lo traduzca en obra.

Frente a la concesión del divorcio, autorizado por la ley de Moisés, como condescendencia con la debilidad humana, Jesús propone la indisolubilidad del matrimonio, conforme a la voluntad original de Dios en relación con la unión matrimonial (Mt 19,8). Y es que la unión de los esposos en el matrimonio es signo de la unión esponsal de Dios y su pueblo, de la unión eterna de Cristo con su Iglesia, de la comunión perfecta e indefectible en la gloria entre Dios y la humanidad.

Cuando la ley dice “No jures en falso”, poniendo a Dios por testigo de una mentira, expone Jesús que, el mandamiento no sólo conmina a que se cumpla lo prometido al Señor con juramento, sino que su intención es la de que se evite el juramento por lo sagrado e incluso por el hombre mismo, imagen y semejanza de Dios. Ha de bastar la palabra dada, en la que el hombre y la mujer han de fiar su honor.

San Pablo, hablando a los cristianos de Corinto, instruidos en la fe en Cristo, les dirá que la verdadera sabiduría que conduce a la gloria, infundida por el Espíritu a los creyentes, es la que conoce en plenitud el amor de Dios a los hombres, manifestado en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en quien estamos crucificados para el mundo, pero vivos para Dios.

De esa vida, de Cristo glorioso, es de la que nos alimentamos en la Eucaristía, y de la que sacamos la fuerza para vivir en medio del mundo, pero sin ser del mundo.

Modesto García, OSA

No hay comentarios:

Publicar un comentario