lunes, 6 de febrero de 2017

Recular para coger impulso. Por Juan Manuel de Prada


Un amable lector me reprochaba el otro día que, como cito mucho a Chesterton, no se acaba de saber lo que yo pienso. Para que se me note más lo que pienso, voy a dejar de citar a Chesterton y empezar a citar a Léon Bloy, un escritor místico y panfletario que murió hace exactamente un siglo, aunque por supuesto nadie lo recordará en su centenario. En vida, Bloy no hizo sino concitar con sus ladridos el odio de ateos furibundos y católicos moderaditos; y, un siglo después, la lectura de Bloy sigue siendo una revulsiva (o repulsiva, según para quién) piedra de toque.

En un pasaje especialmente clarividente de su Exégesis de los lugares comunes, Bloy se burlaba de la actitud de los católicos moderaditos, que para combatir el ambiente de su época (o tal vez para preservar su posición burguesa) habían adoptado una actitud consistente en recular para coger impulso. «Se recula valientemente –escribía Bloy, con su característico y corrosivo sarcasmo–, abandonando al enemigo todo aquello que quiera tomar; incluso, si es preciso, cuando vemos flaquear su línea de combate, se le envían generosamente armas, municiones y desertores». Así, reculando valientemente, los católicos blandujos fueron evitando todas las batallas que surgían en su retirada, fueron cediendo terreno para coger mayor impulso. A fin de cuentas, como señala también Bloy, «siempre queda el recurso de capitular honrosamente y saltar desde lo alto de las murallas al límpido y tranquilo río de la conciencia, tras una abundante cosecha de patadas en el trasero».

Así, poniendo el culo para que se lo patearan, los católicos abandonaron la política, confiando en que existía una sociedad cristiana (¡oh, el nunca bien ponderado “catolicismo sociológico”!) que se encargaría de llevar la contraria a sus gobernantes. Pero resulta que las leyes promulgadas por esos gobernantes, que en principio parecían aberrantes, lograron moldear la sociedad. Entonces los católicos blandujos decidieron recular un poquito más, para refugiarse en el ámbito de la familia, desde donde podrían tomar un impulso todavía mayor; pero descubrieron que la imagen idílica de la familia (¡oh, nostalgia de aquella carpintería de Nazaret!) en nada se parecía al campo de Agramante en que los hijos se revolvían contra los padres y la mujer contra el marido, donde ya no había autoridad que obedecer ni fidelidad que guardar ni piedad que protegiese a ancianos y gestantes, donde todos vivían desparramados y sin sacramentos. ¡Pero no había que preocuparse, pues aún se podía recular un poquito más y así tomar un impulso imparable, refugiándonos en el “límpido y tranquilo río de la conciencia”!

Pero, ¡oh sorpresa!, resulta que para entonces la conciencia ya no estaba dispuesta a afearnos lo que habíamos admitido políticamente, lo que habíamos acatado socialmente, lo que habíamos acogido familiarmente. Resulta que, para entonces, la conciencia ya no era más ese río límpido y tranquilo que habíamos soñado, sino un río enturbiado desde su mismo manantial, un río de aguas fangosas y arremolinadas del que nuestros hijos bebían sin inmutarse y en el que chapoteaban gozosamente, porque consideraban –¡con razón!– que ese río era el único disponible; y la invocación de un idílico río de aguas límpidas era una apelación trasnochada e irrisoria a un mundo inexistente. Claro que, perdida también la batalla de la conciencia, el católico reculante puede consolarse pensando que al menos ha preservado su posición burguesa.

Pero se equivoca, porque al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene. Al final, hemos acabado citando el Evangelio, por si la cita de Bloy no era del todo clara.

Artículo publicado en ABC el 4 de febrero de 2017.

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