miércoles, 23 de marzo de 2016

Homilía Misa crismal



Avanza imparable el tiempo, y van sumándose de modo irremediable el sucederse de los años. Como si fuera una cita que una mano invisible pero cierta anota en el libro de nuestra vida, tiene lugar ese encuentro anual en donde la Iglesia diocesana se encuentra en pleno para celebrar juntos la Misa Crismal.

Tal vez sean ya muchas misas crismales las que tenemos en nuestra memoria y nuestra vivencia, y haciendo recuento de lo que año tras año hemos vivido puede resultarnos desigual, distinto en cualquier caso, los motivos y las circunstancias que nos han traído nuevamente aquí a la Catedral. Así, estamos los sacerdotes, los diáconos, los consagrados, los seminaristas, los seglares. Todos y cada uno con nuestra personal vocación cristiana, con nuestro nombre, nuestra edad y todo ese cúmulo de cosas que hacen que despertemos al punto de originalidad que nos envuelve al llegar a esta misa en este año de gracia 2016.

Todo el pueblo de Dios que quiere ser partícipe y a su modo concelebrar desde el sacerdocio común de los fieles que todos recibimos en nuestro bautismo, para rogar por los que de modo especial y distinto han sido llamados al ministerio ordenado en este día en el que renovamos nuestras promesas sacerdotales, y también para orar en el momento de la bendición de los santos óleos. Esta es la belleza de la Iglesia orante desde cada una de sus vocaciones e identidades, que como un solo cuerpo junto a Cristo nuestra Cabeza, celebramos los sagrados misterios en esta Eucaristía.

Tanto la primera lectura del profeta Isaías como el evangelio que hemos escuchado, tienen un texto común: en el profeta como anuncio y en el evangelio como cumplimiento. Siempre es conmovedor escuchar de los labios de Jesús un texto que hablaba de Él y en el que se reconocía para dar comienzo a su ministerio público, a su sacerdocio: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor.

Enrollando el volumen lo devolvió al ministro, y se sentó. En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en él. Comenzó, pues, a decirles: Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy» (Lc 4, 18-21).

Todas las palabras y los gestos de Jesús tienen ese marchamo sacerdotal que ya indicó Isaías cuando habla de ese misterioso personaje que sería ungido para consolar a los afligidos, devolver la libertad, derrochar la gracia del verdadero perdón. Estamos ante un anuncio fuertemente vocacional de lo que supuso el sacerdocio mesiánico de Jesús en el que nuestro sacerdocio ha quedado inserto y del que somos prolongación en la historia. Es un sacerdocio que tiene entrañas de pastor, un sacerdocio lleno de misericordia. Su vida pública será una continua actualización de ese ministerio y a través de cada palabra y de cada signo milagroso, Él acercará a las personas concretas su bálsamo de esperanza en tantas heridas, su luz alumbradora en tanta oscuridad, su gracia bendita en tantos pecados. Los evangelios son una crónica viva de cómo Jesús se acercó sacerdotalmente para lo que fue ungido: los pobres escucharían una buena noticia esperanzada después de haber oído tantas tragedias sin salida, y los cautivos de tanta intemperie amordazada verían la soñada libertad, y los que su ceguera impidió ver la belleza para la que nacieron sus ojos se abrirían al asombro y a la gratitud; y todos cuantos sufrían la losa de su opresión se llamase como se llamase, volvieron a respirar habiéndoles quitado tan oprimente peso de encima.

Era lo que alimentaba la esperanza de un pueblo, lo que les hacía seguir esperando la llegada de ese mesías bueno que Dios prometió por la boca de sus profetas, ese ungido de Dios que vendría con la paz y el año gracia del Señor que quitaría los pecados. Por eso, el bello lenguaje de Isaías concluiría diciendo que vendría «para cambiar su ceniza en corona, su traje de luto en perfume de fiesta, su abatimiento en cánticos. Vosotros os llamaréis “sacerdotes del Señor”» (Is 61, 3.6).

El sacerdocio de Jesús, y en el suyo el nuestro, tiene ese ministerio lleno de misericordia que pone fin al oprobio de la ceniza que humilla a las personas y abre el tiempo de una coronación como hijos de Dios. No hay más traje luctuoso con el que la vida se reviste de tristeza sin más horizonte que el oscuro abismo, sino un perfume que llena cada pliegue y cada rincón con su aroma más festivo. No será el abatimiento la estrofa maldita con la que nos describan los versos, sino el cántico el que cuente los besos que nos han sacado de la muerte y nos han redimido.

Pero podríamos concebir este mensaje como algo aprendido, algo que forma parte de nuestro guión profesional que hemos de saber proclamar con entonación y con estilo, con grandilocuencia ensayada y con vivencia prestada que jamás nos adentró la gracia que contamos a los otros con tanto ademán cansino. Jesús pone toda esa carga de esperanza en el cumplimiento de una fecha que marcaba un bienaventurado inicio: todo lo que acabáis de escuchar… se cumple hoy, se cumple aquí y conmigo. Es el “hoy” de los ángeles cuando anuncian a los pastores que ha nacido el Salvador; el “hoy” que se le dijo a Zaqueo cuando entró la salvación a su casa; el “hoy” que escuchó Dimas el buen ladrón antes de pasar al Paraíso prometido. Hoy se cumple esa Escritura.

Hermanos sacerdotes, yo entiendo que esto es lo que nosotros renovamos en la Misa Crismal de este año que nunca había sucedido y nunca jamás se repetirá: hoy se cumple, se cumple aquí, se cumple en cada uno de nosotros. Tenemos una historia vivida, en ella se han dado tantas cosas que nos han tenido en vilo, que nos han defraudado, en las que acaso hemos sido incomprendidos. Es nuestra biografía personal. También en ella hemos cometido errores, hemos arriesgado en vano sin calcular los peligros, acaso tantas veces no hayamos llegado por comodidad o nos hayamos pasado sin tino, jugando quizás con lo que no era un juego y llegando a cuanto nos ha dejado deudores de nuestras traiciones y pecados. Pero es nuestra biografía personal. Y si no somos rehenes de nuestro pasado como quien vive bloqueado por sus fracasos colmados o por sus incomprensiones sufridas, o si no ponemos precio a las cosas que nos han salido bien y con las que hemos hecho mucho bien para no ser tampoco rehenes de nuestras éxitos y conquistas, entonces estamos en la situación de mirar nuestra biografía con un humilde realismo: cosas por las que pedir perdón esta mañana y cosas por las que dar gracias rendidas. Hoy se cumple esta Escritura, hoy se cumple con sabor de estreno, ese ministerio de misericordia al que hemos sido llamados.

El Papa Francisco nos ha embarcado en este año de gracia. Una verdadera aventura jubilar que tiene sabor a cielo, porque estamos ante lo más nuclear del evangelio de Cristo que todo sacerdote debe hacer suyo, debe haber vivido para poderlo testimoniar sin préstamos ni mimetismos. Sólo quien ha experimentado en su vida la misericordia puede en verdad ser ministro misericordioso, sin rebajas paternalistas que terminan por difuminar la gracia y sin aumentos rígidos de los que aplastan el alma. Por eso decía el Papa al comenzar este año de gracia: «Celebrar un Jubileo de la Misericordia equivale a poner de nuevo en el centro de nuestra vida personal y de nuestras comunidades lo específico de la fe cristiana, es decir Jesucristo, el Dios misericordioso. Un Año santo, por lo tanto, para vivir la misericordia. Sí, queridos hermanos y hermanas, este Año santo se nos ofrece para experimentar en nuestra vida el toque dulce y suave del perdón de Dios, su presencia junto a nosotros y su cercanía sobre todo en los momentos de mayor necesidad».

Para nosotros sacerdotes, hay una llamada explícita a vivir nuestro ministerio misericordiosamente, en medio de un mundo despiadado y duro, con calculada insolidaridad y sofisticado egoísmo. Poder ser humildemente con el trasiego de nuestra vida humana y sacerdotal, ese anuncio de buena noticia que llena de alegría el ansia de los pobres de esperanza. Mi modo de hablar de los otros, mi modo de escuchar a los demás, el porte con el que me allego a cualquier hermano y la calidez de mi acogida a quien llama a la puerta de mi tiempo, a la puerta de mi espacio, allí donde está domiciliada mi disponibilidad como cura que por amor a Dios se pone al servicio de los demás.

Pero, además de ejercer misericordiosamente nuestro ministerio, el Papa ha querido pedirnos algo tan específicamente nuestro que sería propiamente hablando nuestra más cotidiana entrega en lo que podríamos llamar la misericordia sacerdotal. Lo ha desarrollado especialmente en ese libro entrevista que le ha publicado hace unas semanas: El nombre de Dios es misericordia. Con su habitual desparpajo, Francisco aborda con dos imágenes la figura del confesor, del sacerdote que ha sido ungido para comunicar a los hermanos la misericordia que Dios pone en sus manos y en sus labios ante la más dulce y tremenda responsabilidad.

No hacer del sacramento una sala de tortura ni una vulgar tintorería. A veces tengo la impresión de que hemos banalizado este sacramento por exceso y por defecto: por exceso cuando hicimos de la confesión, más los curas que los penitentes, una auténtica tortura vergonzante que nos llenaba de escrúpulos la conciencia al querer contar, pesar y medir las traiciones y heridas de granjeaban los pecados contra el Señor, contra el hermano y contra nosotros mismos; por defecto cuando unos y otros hemos abaratado el sacramento según nuestras ocurrencias y genialidades, según nuestra comodidad ilustrada, para ofrecer como curas o esperar como penitentes lo que ni Dios ni la Iglesia querían darnos, falseando como terapia colectiva lo que debería ser un encuentro personal con la misericordia. El pecado es más que una mancha que se lava el en bombo común de una tintorería, dice el Papa, pues el pecado es una herida que hay que curarla y medicarla personalmente. Celebrar la penitencia como un momento sereno de encuentro con Dios, abriendo mi corazón a un hermano sacerdote para que él en nombre de Dios y con la autoridad confiada a la Iglesia pueda absolver nuestras faltas y pecados sin rebajas y sin trampa, sino como la Iglesia nos indica.

El sacerdote llamado a ser ministro de la misericordia divina es ese buen samaritano, sabe Dios de qué heridos en el camino: las heridas del desafecto, de la soledad y el miedo; las heridas del cansancio, de la enfermedad y hastío; las heridas de la frivolidad irresponsable y del egoísmo; las heridas de la increencia y sinsentidos; las heridas de las pateras, del hambre y del terrorismo, las heridas del miedo y la desesperanza, las heridas del pecado con todas sus facturas públicas y sus fracturas internas. Tantas heridas, tantas. Tantos mirones impávidos y entretenidos, tantos. Sólo Jesús samaritano, sacerdote misericordioso tuvo mirada conmovida, descabalgó su prisa, detuvo su tiempo y estrechó al herido. Lo llevó consigo, le alojó en la posada y le pagó la cuenta como se invita a un amigo. Así nos trata Dios, y de ese trato somos nosotros sus testigos.

Queridos hermanos sacerdotes, gracias por vuestra entrega en las 4 estaciones del año, cuando hay frío y cuando abrasa, cuando la vida explota y cuando parece yerta. Gracias por seguir diciendo sí a la llamada recibida. En esta mañana en la que consagramos los santos óleos, pedimos al Señor ser cada uno de nosotros ungidos para que según nuestra vocación en la Iglesia seamos el bálsamo misericordioso para cuantos encontramos en el camino, ese bálsamo que nos ha curado a nosotros primero y por eso podemos contarlo como una gracia que nos ha tocado. Que María, nos sostenga con su dulzura misericordiosa. El Señor os bendiga y os guarde.


+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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