jueves, 3 de marzo de 2016

Carta semanal del sr. arzobispo


En un libro-entrevista el Papa Francisco ha sido preguntado recientemente sobre cuáles son las experiencias más importantes que un creyente debe vivir en el Año Santo de la Misericordia. Y él ha respondido así: «abrirse a la misericordia de Dios, abrirse a sí mismo y a su propio corazón, permitir a Jesús que le salga al encuentro, acercándose con confianza al confesionario. E intentar ser misericordioso con los demás» (Francisco, El nombre de Dios es Misericordia (Barcelona 2016) p.105).

Es una hermosa síntesis de lo que el Santo Padre nos ha propuesto a todos los cristianos en este año jubilar. Lo primero, dice él, es abrirse. Demasiada cerrazón vemos que mete a las personas en callejones sin salida, abismos y aventuras a ninguna parte. Abrirse en primer lugar a Dios misericordioso como quien intuye en el Señor a ese Padre bondadoso que viene a mi encuentro, al que le importa mi vida, que me busca más que a una dracma u oveja perdida, sino como al hijo pródigo de sus adentros. En segundo lugar, abrirnos a nosotros mismos, abrir nuestro propio corazón que fue creado para la donación amorosa y no para el rencor, el odio o la insidia. En ese corazón Dios mismo puso su bondad y nos confió su secreto, allí quiso Él dejar la palabra que eternamente silenció para decírmela a mí y decirla conmigo.

Es un corazón que ha tenido intrusos, bandoleros y hasta terroristas que me han hecho duro, extraño, huraño y egoísta. Consentir que de nuevo entre el bálsamo de la gracia que perdona mis pecados y permite que reestrene la inocencia cada día. Por eso en tercer lugar está el encuentro con Jesús samaritano que viene a mi encuentro a través del sacramento de la confesión para abrazar con su misericordia las heridas de mis pecados. A veces tengo la impresión de que hemos banalizado este sacramento por exceso y por defecto: por exceso cuando hicimos de la confesión tanto los curas como los penitentes una auténtica tortura vergonzante que nos llenaba de escrúpulos la conciencia; por defecto cuando unos y otros lo hemos abaratado según nuestras ocurrencias y genialidades, para ofrecer como curas o esperar como penitentes lo que ni Dios ni la Iglesia querían darnos. Celebrar la penitencia como un momento sereno de encuentro con Dios, abriendo mi corazón a un hermano sacerdote para que él en nombre de Dios y con la autoridad confiada a la Iglesia, pueda absolver nuestros pecados sin rebajas y sin trampa, sino como la Iglesia nos indica para que sea perdón y no engañifa.

Por último, abrirnos misericordiosamente a los demás. Porque tras todo ese precioso itinerario sería incoherente que nos comportásemos con los hermanos de una manera opuesta o distinta a como Dios nos ha tratado. Como Él nos ha amado, como Él ha querido esperarnos y acogernos, como nos ha perdonado con un perdón que olvida, así nosotros hemos de testimoniarlo teniendo esa misma entraña con nuestros hermanos.

En el libro antes citado, se le recuerda que el Papa Francisco dijo en la JMJ de Río de Janeiro que el nuestro es el tiempo de la misericordia. Y hace una hermosa cita de Benedicto XVI: «la misericordia es el núcleo central del mensaje evangélico, es el propio nombre de Dios, el rostro con el que Él se reveló. Este amor de misericordia ilumina también el rostro de la Iglesia y se manifiesta tanto mediante los sacramentos, en concreto, aquel de la reconciliación, como con las obras de caridad, comunitarias e individuales. Todo lo que la Iglesia dice y hace manifiesta la misericordia que Dios siente por el hombre». A esto estamos todos llamados.


+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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