No dejan de sonar las campanas. Nadie las puede hacer callar cuando tienen un secreto que canta la alegría poniendo su música festiva a la letra de nuestro corazón. Y así cada Navidad se vuelve a revestir la vida, con sus cuestas abajo y arriba, con sus tramos llaneando por mil avenidas, pero llenando de luz el horizonte con un sol que nunca declina. Ese sol no es una estrella fugaz que tan sólo deslumbra y luego se va recabando nuestra curiosidad por unos instantes sin que pueda iluminar mis rincones oscuros que más me acorralan. No, ese sol es un niño, un bebé recién nacido hace dos mil años que nos acercó en sus ojitos la mirada del mismo Dios, y que no renunció en sus mil pucheros a dibujar en su carita lo que también aflige su eterno corazón.
Es Navidad, una Navidad tan nueva y tan antigua, que se deja de nuevo estrenar allí donde le dejamos hueco a quien no lo tuvo en ninguna posada. Él también fue refugiado andarín de aquí para allá, porque las tinieblas se llevan siempre mal con la luz, y fue recibiendo portazo tras portazo hasta que la casa de los pobres, esa que no tiene nunca puertas, se entreabrió para aquella madre casi niña y para su esposo que el misterio le prestó a ella como custodio suyo y del niño milagroso que aguardaban su llegada tras el parto. Aquel pequeño establo, entre pajas, con el calor de los animales bajo una noche estrellada de esperanza, se hizo palacio para que naciese el Rey de reyes en aquella noche buena, más que todas las noches, una noche de paz, una noche de Dios.
Una escena que traía toda la buena noticia que el mundo esperaba. Así de inesperado es el modo con el que Dios quiso enviarnos al Salvador de nuestras vidas. Siglos después aquella escena tiene otros escenarios, pero Dios se hace nuevamente encontradizo en el hoy de nuestros días. También nosotros andamos en las mil derivas, sin lograr dar a luz un mundo en donde la paz y la justicia se besen como dice el profeta Isaías, en donde la gloria de Dios no se perciba como rival de nuestra dicha, en donde los hombres se sepan verdaderamente hermanos bajo la mirada del Padre de todos, a pesar de nuestras fugas pródigas o nuestras permanencias resentidas.
Dios es el que ha querido “acamparse” en el terruño de todas nuestras intemperies, enviando a su propio Hijo como una tienda en la que poder entrar para cobijarnos de todos los descobijos pensables de nuestra vida. De este modo tan inaudito Dios ha cambiado de dirección y domicilio viniéndose a nuestro barrio, a nuestra casa. Y es que, pese a todos los nobles esfuerzos y a los agotadores intentos de hacer un mundo nuevo, constatamos nuestra incapacidad de diseñar una tierra que sea por todos habitable, una tierra en la que las sombras de guerras, mentiras, corruptelas, tristezas, injusticias, muertes... no eclipsen el fulgor por el que sueñan los ojos de nuestro corazón.
Creer en la Encarnación de Dios es posibilitar desde nuestra realidad, que aquel acontecimiento sucedido hace dos mil años siga sucediendo, y nuestra vida cristiana pueda ser un grito o un susurro del milagro de Dios: que los exterminios que hacemos y subvencionamos, con todos nuestros desmanes y pecados, no tienen la última palabra, porque ésta corresponde a la de Dios que se acampó. Sólo si nuestra vida sabe a esto, si sabe a lo que sabe la de Dios, si somos tierra abierta para que en nosotros y entre nosotros, Él siga plantando su Tienda en medio de nuestras contiendas. Como los pastores, dejémonos asombrar por los ángeles-enviados de hoy, y vayamos a adorar al Niño Dios, siendo sus testigos en medio de nuestro mundo. Las campanas de Navidad no se saben calla. Feliz Navidad.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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