miércoles, 13 de mayo de 2015

Trincheras eclesiales


La semana pasada una mujer de una parroquia de Cartagena incendió las redes sociales con una carta en la que, indignada por la actitud de su párroco, se mostraba desencantada y señalaba que, puesto que, como persona divorciada y vuelta a casar, no podía comulgar en la celebración de la primera comunión de su hija, tampoco pensaba hacer ningún donativo a la Iglesia. Su carta era la respuesta a una circular con indicaciones relacionadas con la celebración que el párroco había entregado a las familias. En ella se incluía el recordatorio de dicha prohibición junto a una invitación a hacer un donativo en la medida de las posibilidades de las personas. La noticia voló. Al día siguiente, como suele ocurrir, el veredicto de la opinión pública aparecía escindido en dos tipos de discursos.

Discurso a. Quienes apoyaban a la mujer, y criticaban a esta iglesia anclada en formas, modos, normas y reglas que no se corresponden con la realidad. De paso se aprovechaba para lanzar perlas contra el clericalismo, y por supuesto, contra el afán recaudatorio de la Iglesia.

Discurso b. Quienes se alinearon con el párroco porque consideran que lo único que hace es cumplir la doctrina tal y como está. Aprovechaban para lanzar pullas contra esos otros curas que, por comodidad o por 'buenismo' (una palabra que se utiliza para descalificar la bondad ajena sin cuestionarse la dureza propia) permiten en las celebraciones prácticas ajenas a la doctrina oficial de la Iglesia. Había discursos y comentarios en artículos en los que se descalificaba a la mujer como 'adúltera', y se hablaba de la salvación o condenación del que comulga sin estar en situación regular y otras perlas.

Así que aquí va un intento de aportación (o discurso c), que normalmente, en esta sociedad de polaridades y veredictos cerrados, cuesta más, porque supone bandearse en el terreno de lo inseguro. El discurso c debería señalar que estamos en un momento en el que la misma iglesia está pensando sobre qué respuesta dar a las personas divorciadas que se han vuelto a casar, precisamente porque se sabe que cada historia es diferente, y el fracaso en un proyecto de amor de pareja puede ser consecuencia de situaciones muy diversas. De esto, entre otras cosas, trata el sínodo de la familia. Y ahí hay una interesante reflexión, iniciada por el cardenal Kasper, sobre la posibilidad de un proceso de reconciliación personal de personas que hayan fracasado en un primer proyecto matrimonial. También debería señalarse que probablemente cada caso debería poder tratarse en un contexto de acompañamiento pastoral, más aún si va a implicar decisiones tan tajantes como comulgar o no comulgar. Es verdad que todo esto se mezcla, en el contexto pastoral de mayo, con el circo en que se terminan convirtiendo las primeras comuniones, y con la exigencia de personas que, muchas veces ajenas a la práctica y la vida cotidiana de las comunidades, sin embargo consideran, en el momento que ponen un pie en la iglesia, que tienen en el letra a poner sus propios requisitos, que para eso estamos.

Probablemente, el que haya gente más apegada a la letra de la doctrina y gente que, desde un talante pastoral intenta otras aproximaciones no debería ser motivo para que unos carguen contra otros, sino para que cada uno intente comprender qué valor tiene lo que hace el otro y por qué. Y la propia iglesia, plural, como siempre ha sido, que siga creciendo en esos contrastes. Desde luego, al final de lo que no se debería tratar es de convertir estas dificultades –reales y necesitadas de clarificación– en excusa para convertirnos en la iglesia de Pablo contra la iglesia de Cefas, contra la iglesia de Apolo. Que bastante turbulento está este mundo como para seguir llenándolo de muros y trincheras.

José María R. Olaizola sj

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