sábado, 27 de abril de 2013

La medida del amor

Por el Rvdo. Sr. D. Guillermo Juan Morado
 
El evangelio del quinto domingo de Pascua nos introduce en el coloquio de Jesús con los suyos en la última cena. El Señor apunta a lo esencial: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros” (Jn 13,34-35).
Dios es quien hace “nuevas” todas las cosas (cf Ap 21,5), quien hará bajar del cielo a la humanidad renovada, a la nueva Jerusalén, cuando ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor. Y mientras aguardamos la instauración plena del Reino de Dios, el Señor nos propone vivir en conformidad con esta novedad que Él ha inaugurado y que Él llevará a la plenitud.
Dios es el modelo y la medida del amor. Vivir el mandamiento “nuevo” significa, ante todo, acoger el amor del Padre al Hijo, que se derrama en nuestros corazones por el Espíritu Santo. Dios nos ha amado primero (cf Jn 4,10) y, en consecuencia, “no nos impone un sentimiento que no podamos suscitar en nosotros mismos. Él nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este ‘antes’ de Dios puede nacer también en nosotros el amor como respuesta”
(Benedicto XVI, Deus caritas est, 17).
 
 
La medida del amor no está en nosotros, sino en el Corazón de Cristo. Hemos de amar como Él nos ha amado, insertándonos en un movimiento de entrega que se expresa en la Cruz, en un dinamismo transformante que abarca todo lo que somos: nuestro entendimiento, nuestra voluntad y nuestros sentimientos.
Amar como Dios ama significa acercarnos a los demás con la mirada propia de Dios, haciendo nuestra la perspectiva de Jesucristo. De este modo, “al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que Él necesita” (Deus caritas est, 18). Si dejamos que Dios entre en nuestras vidas, podremos comunicar a los demás el amor que procede de Él.
El mandamiento nuevo, la fe que actúa por la caridad, es la “señal” distintiva de los discípulos de Cristo. San Agustín lo explicaba con gran plasticidad: “Todos pueden signarse con la señal de la cruz de Cristo; todos pueden responder amén; todos pueden cantar aleluya; todos pueden hacerse bautizar, entrar en las iglesias, construir los muros de las basílicas. Pero los hijos de Dios no se distinguen de los del diablo sino por la caridad. Los que practican la caridad son nacidos de Dios; los que no la practican no son nacidos de Dios. ¡Señal importante, diferencia esencial! Ten lo que quieras, si te falta esto solo, todo lo demás no sirve para nada; y si te falta todo y no tienes más que esto, ¡has cumplido la ley!”.
 
 
En la Santísima Virgen María, la Iglesia ve realizada la imagen pura de lo que “toda entera, ansía y espera” (SC 103). Con su amor virginal, de Esposa y de Madre, ama a Dios, a su Hijo, y nos ama a cada uno de nosotros. Que aprendamos de Ella a amar, con el amor nuevo que procede de la gracia, al “Hijo en los hijos”, a Dios en nuestros hermanos.

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