La pasión por la evangelización: el celo apostólico del creyente 12. Testigos: el monaquismo y la fuerza de la intecesión. Gregorio de Narek
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Proseguimos las catequesis sobre los testigos del celo apostólico. Empezamos por san Pablo y la vez pasada vimos los mártires, que anuncian a Jesús con la vida, hasta donarla por Él y por el Evangelio. Pero hay otro gran testimonio que atraviesa la historia de la fe: el de las monjas y los monjes, hermanas y hermanos que renuncian a sí mismos, renuncian al mundo para imitar a Jesús en el camino de la pobreza, la castidad y la obediencia y para interceder a favor de todos. Sus vidas hablan de sí, pero nosotros podríamos preguntarnos: ¿cómo puede la gente que vive en un monasterio ayudar al anuncio del Evangelio? ¿No sería mejor que usaran sus energías en la misión? ¿Saliendo del monasterio y predicando el Evangelio fuera del monasterio? En realidad, los monjes son el corazón palpitante del anuncio, su oración es oxígeno para todos los miembros del Cuerpo de Cristo, su oración es la fuerza invisible que sostiene la misión. No es casualidad que la patrona de las misiones sea una monja, santa Teresa del Niño Jesús. Escuchemos cómo descubrió su vocación, escribió esto: «Comprendí que sólo el amor podía hacer actuar a los miembros de la Iglesia; que, si el amor llegaba a apagarse, los apóstoles ya no anunciarían el Evangelio y los mártires se negarían a derramar su sangre... Comprendí que el amor encerraba en sí todas las vocaciones […]. Entonces, al borde de mi alegría delirante, exclamé: ¡Jesús, amor mío..., al fin he encontrado mi vocación! ¡Mi vocación es el amor...! […] En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor» (Manuscrito autobiográfico “B”, 8 de septiembre de 1896). Los contemplativos, los monjes, las monjas: gente que reza, trabaja, reza en silencio, por toda la Iglesia. Y esto es el amor: es el amor que se expresa rezando por la Iglesia, trabajando por la Iglesia, en los monasterios.
Este amor por todos anima la vida de los monjes y se traduce en su oración de intercesión. Al respecto quisiera traeros como ejemplo a san Gregorio de Narek, doctor de la Iglesia. Es un monje armenio, que vivió entorno al año 1000, que nos ha dejado un libro de oraciones, en el cual se ha derramado la fe del pueblo armenio, el primero en abrazar el cristianismo; un pueblo que, aferrado a la cruz de Cristo, ha sufrido tanto a lo largo de la historia. Y san Gregorio pasó en el monasterio de Narek casi toda su vida. Allí aprendió a escrutar las profundidades del alma humana y, fundiendo poesía y oración, marcó la cima tanto de la literatura como de la espiritualidad armenia. El aspecto que más conmueve en él es precisamente la solidaridad universal de la que es intérprete. Y entre los monjes y las monjas hay una solidaridad universal: cualquier cosa que sucede en el mundo, encuentra lugar en su corazón y rezan. El corazón de los monjes y las monjas es un corazón que capta como una antena, capta qué sucede en el mundo y reza e intercede por esto. Y así viven en unión con el Señor y con todos. Escribe san Gregorio de Narek: «Yo cargué voluntariamente todas las culpas, desde las del primer padre hasta las del último de sus descendientes» (Libro de las Lamentaciones, 72). Y como hizo Jesús, los monjes toman sobre ellos los problemas del mundo, las dificultades, las enfermedades, tantas cosas y rezan por los demás. Y estos son los grandes evangelizadores. ¿Cómo es que los monasterios viven encerrados y evangelizan? Porque con la palabra, el ejemplo, la intercesión y el trabajo cotidiano, los monjes son un puente de intercesión por todas las personas y por los pecados. Ellos lloran también con las lágrimas, lloran por sus pecados —todos somos pecadores— y también lloran por los pecados del mundo, y rezan e interceden con las manos y el corazón hacia lo alto. Pensemos un poco en esta —permitidme la palabra— “reserva” que nosotros tenemos en la Iglesia: son la verdadera fuerza, la verdadera fuerza que lleva adelante al pueblo de Dios y de aquí viene la costumbre de que la gente —el pueblo de Dios— cuando encuentra a un consagrado, una consagrada, dice: “Reza por mí, reza por mí”, porque sabe que hay una oración de intercesión. Nos hará bien —si podemos— visitar algún monasterio, porque ahí se reza y se trabaja. Cada uno tiene su propia regla, pero las manos siempre están ocupadas: ocupadas con el trabajo, ocupadas con la oración. Que el Señor nos dé nuevos monasterios, nos dé monjes y monjas que lleven adelante la Iglesia con su intercesión. Gracias.
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