domingo, 5 de octubre de 2025

Las pateras de los parias en nuestras playas. Por Monseñor Jesús Sanz Montes O.F.M.

No es un viaje de bamboleo en la playa cercana pedaleando una barcaza de recreo. Estamos hablando de pateras y cayucos, donde se arriesgan vidas humanas en la incertidumbre más inhumana cuando se viene huyendo de la guerra que asola por doquier, de la violencia tribal que vive de la venganza sin tregua y de la hambruna que no deja títere con cabeza. Las escenas que vemos impasibles en las noticias nos dejan siempre el mal cuerpo de ese desembarco funesto de personas que vienen huyendo de la barbarie y anhelan la libertad para sus vidas y las de sus familias.

El problema es que no caben en nuestras cosas y nuestras playas todas las tragedias de la humanidad. Sucede lo mismo en las riberas de Italia, en las de Portugal o en las de Francia, por ser el destino de esas caravanas de la esperanza que se adentran durante semanas en las aguas marítimas buscando la libertad. Bien lo saben quienes abusan de ellos, quienes trafican con sus dramas, y los que hacen el agosto todo el año exprimiendo sus tragedias mientras les esquilman pidiéndoles lo que durante meses y meses han estado ahorrando para salir adelante. Es una forma de extorsión que te abre las carnes mientras ves que llegan, los que lo logran durante tantos días de aventura incierta entre borrascas de mar, hambre y sed de travesía, y la inseguridad de llegar alguna vez a una ensoñada orilla que les abra el horizonte de su esperanza.

Sabemos que hay mafias por doquier que proponen y maquinan el dolor de tantos desdichados, con cuyo dolor hacen negocio poniendo precio desalmado a los llantos de quienes tantas veces sucumben en el olvido y la desesperación más frustrada. Pero también sabemos que hay una comunidad cristiana que hace lo imposible por acoger en la medida de sus posibilidades a tantas personas que vienen en esta deriva desesperada. Lamentablemente no todos caben en nuestro abrazo, ni logramos acoger a los que nos piden una ayuda con su grito de dolor que nos parte el alma. Pero es un reclamo a nuestra solidaridad cristiana que nos está pidiendo hacer algo por sus vidas sin norte, sin brújula y tantas veces sin esperanza.

La comunidad cristiana sabe de estas lágrimas y abre sus brazos. No lo hacemos ante delincuentes o terroristas de diferente calaña, sino ante hombres y mujeres, ante niños, que con sus miradas piden una ayuda sincera y verificada. No creemos en un “café para todos”, y menos aún en un “efecto llamada” con el carácter populista y demagógico de quienes desde sus poltronas políticas y desde sus proclamas de la nada realizan promesas que nunca cumplen mientras se quieren poner medallas. Creemos solamente en el compromiso verdadero de quienes arriesgan sus vidas, sus haciendas, sus espacios y su tiempo para ensanchar la tienda en la que tengan cabida los desheredados auténticos de las mafias, los demagogos y las torticeras políticas que no hacen nunca nada.

Jesús lo dijo alto y claro: tuve hambre, estuve desnudo, fui extranjero… Lo que hicisteis por estos mis pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis. La acción o la omisión con estos pobres tiene un reverbero en el mismo Cristo. No es un pretexto para que vengan los que no podemos acoger, ni abrazar, sino una llamada para dar cabida en el realismo de nuestra posibilidad a los que realmente caben en nuestra realidad limitada. Por ese motivo, los migrantes son rostros en los que Dios mismo nos espera, y con sus ojos nos mira, y con sus lágrimas nos convoca para recabar nuestra misericordia y nuestra caridad más solidaria. Todo lo demás no deja de ser un brindis al sol, que promete lo que no da y se aprovecha del dolor para sacar partido de su vaciedad. Venid a mí, benditos de mi Padre, porque fui migrante… dijo el Señor (Mt 25, 31-46). Esta divina solidaridad, la más cristiana que cabe pensar, es la que nos reclama y convoca en esta jornada eclesial de los migrantes. Toda una llamada al compromiso evangélico y real.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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