viernes, 25 de noviembre de 2022

Remembranza del Sínodo Diocesano de 1886. Por Francisco José Rozada Martínez

- (Usos y costumbres eclesiásticos vigentes en Asturias hasta no hace muchas décadas) -

Los días 1, 2 y 3 de septiembre de 1886 se celebró en Oviedo un sínodo diocesano con la finalidad de revisar doctrinas, fijar criterios y uniformar teorías y opiniones.

Un sínodo era la asamblea del clero de una diócesis convocada y presidida por el obispo para tratar temas relacionados con la misma.

En la actualidad la representación en el mismo es muy diferente y, así, en el último sínodo de la Iglesia de Asturias -celebrado entre 2007 y 2011- fueron 300 los participantes, quienes recogieron el trabajo de 438 grupos que -a su vez- reunieron a unos 4.ooo asturianos y que formularon unos 18.000 propuestas. Éste ha sido el número 47 de todos los celebrados en nuestra diócesis a lo largo de los siglos.

El primero se considera que fue el convocado por el obispo Pelayo en el año 1115. El último había tenido lugar en 1923, de modo que hora era de poner al día la diócesis, con un concilio renovador celebrado hace ya 50 años.

Obispos hubo que llegaron a convocar hasta 13 sínodos en sus pontificados, como hizo Bernardo Caballero de Paredes entre 1642 y 1669.

Centrémonos hoy en el de 1886 celebrado bajo los auspicios del obispo Fray Ramón Martínez Vigil, dominico e impulsor de la construcción de la Basílica de Covadonga.

Este Conde de Noreña -título nobiliario que los obispos utilizaron desde 1383 hasta 1951, cuando se prohibió a los prelados usar títulos nobiliarios civiles- declaró que a partir del 1.º de octubre de 1887 eran obligatorias en toda la diócesis las constituciones sinodales que habían sido aprobadas “con el aplauso de todos los Padres allí presentes”.

Nada se dejaba atrás en estas magnas asambleas, de modo que hasta 52 son los capítulos sobre los que se dan normas y preceptos. Desde la prensa hasta los hospitales y desde las casas rectorales hasta los cementerios, sin olvidarse de los sacramentos, procesiones o todo lo relacionado con templos, arciprestes, párrocos, ecónomos, coadjutores, tribunales, ayunos o funciones religiosas; todo se pasaba por la lupa que acrisolase las posibles desviaciones surgidas desde el anterior sínodo.

Veamos algunos ejemplos espigados de entre los cientos de los emanados en aquella asamblea de hace 136 años; nos mentalizarán de cómo vivían nuestros abuelos y bisabuelos ciertos aspectos controlados por la Iglesia.

Quedaba prohibido a todos cuantos perteneciesen a la Iglesia -tanto escritores como publicistas, sacerdotes o laicos- que interpretasen, comentasen o explicasen en la prensa las encíclicas o constituciones que el Papa dirigiese a los obispos, puesto que sólo a éstos últimos les correspondía ese derecho, ya que “fueron puestos por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios”.

Asimismo, afirman que cualquiera que fuese la forma que rija el Estado debía inculcarse en el ánimo de los lectores que todos los individuos, fuesen reyes, presidentes, ministros, diputados, militares, empleados o particulares, estuviesen sujetos a la autoridad de la Iglesia, así como que huyesen “de la hidra del liberalismo político que pretenda someter la Iglesia al Estado o intente separar una institución de la otra. Lo mismo que defiendan las honestas y legítimas libertades de los que intenten violar los concordatos o emancipar la enseñanza pública de la dirección y vigilancia de la Iglesia”.

Se afirmaba que los niños que muriesen sin bautizar quedarían para siempre privados de la vista y posesión de Dios, pero se presionaba a los curas excesivamente ortodoxos en esta materia para que se abstuviesen de afirmar nada acerca de las penas que estos niños pudiesen padecer en el otro mundo “puesto que la Iglesia nada ha definido sobre esa materia”.

No se podían imponer nombres a los bautizados que no se hallasen en el Martirologio Romano, como “aquellos que abundan en las comedias, romances y novelas”.

Referente a la confesión, los curas ordenados como tales debían acudir los seis años siguientes a su ordenación a examinarse de teología moral, a fin de que el obispo pudiera cerciorarse anualmente de la idoneidad de aquellos para administrar el sacramento de la penitencia, si así no lo hacían quedaban ipso facto suspendidos para oír confesiones.

Las mujeres debían confesarse en horas diurnas y en caso de que alguna fuese sorda lo haría en la sacristía, pero con la puerta entreabierta.

Estos curas debían, asimismo, acudir al obispado con dos sobres cerrados en uno de los cuales su arcipreste o párroco informaba de la vida y costumbres del interesado y en el otro testimonio firmado y sellado por su propio confesor, señalando la frecuencia de confesiones que hacía el portador de la carta.

Las rejas de los confesionarios debían ser de madera o de chapa de metal tan tupidas que no cupiese un dedo por ellas. Una novedad respecto a sínodos anteriores era que el obispo se declaraba único que podía oír en confesión ciertos pecados como los homicidios, incestos, sodomías, violaciones y otros. Referente a la comunión:

“Corrijan y amonesten a los negligentes que no comulguen al menos una vez al año y dennos cuenta de los que se obstinen en no acercarse al banquete de los Ángeles, ni aún en el tiempo que la Iglesia lo prescribe”.

Para facilitar el conocimiento de quiénes cumplían con este precepto anual, sólo podían comulgar en la propia parroquia y el cura les daba una papeleta de examen de doctrina cristiana al finalizar la confesión, la cual debían entregar y devolver al sacristán en el momento de comulgar. Advierte el obispo que dicha papeleta debía estar firmada con pluma y no con lápiz, para que no fuese fácil falsificarla, constando además el nombre del interesado y la palabra “confesó”.

En los numerosísimos días festivos que había a lo largo del año cesaba toda ocupación y trabajo mecánico y servil como arar, sembrar, coser, mover carros cargados y estaba prohibido abrir las tiendas -excepto boticas, barberías y puestos de comestibles- concurrir a mercados y hacer viajes largos sin legítima necesidad. Se exhortaba a las “personas timoratas” a que no entrasen en las tiendas en días festivos. Aquellos que trabajasen u obligasen a sus dependientes y oficiales a hacerlo eran castigados con la privación de la absolución cuando fuesen a confesar y hasta que no diesen pruebas de enmienda.

Curiosísima la anotación que -después de enumerar las muchas fiestas religiosas a guardar anualmente- este sínodo de 1886 señala -por boca de su obispo Fray Ramón Martínez Vigil- en el sentido de que “no son fiestas de guardar las de los patronos de los pueblos, por más que haya costumbre contraria”.

Se aconsejaba a los párrocos que desterrasen el abuso que convertía las tardes de las grandes solemnidades de la iglesia en fiestas profanas, con pasatiempos peligrosos y hasta con bailes y borracheras.

Por ello se procuraba que “las gaitas que tocan por la mañana en las iglesias y sirven después para profanar la fiesta debieran ser desterradas”. Y esto último no sólo es consejo y práctica de hace 136 años, sino que lo hemos visto y sufrido en las Arriondas de hace tan sólo 42 años, cuando a las bandas de música que acompañaban a la muy celebrada Sta. Rita se les prohibió acudir a su misa y procesión por la misma razón antes apuntada.

Hablando de procesiones, quedaba prohibido pedir permiso a las autoridades civiles para celebrarlas por las calles y plazas públicas, y si así se les solicitaba debían ser personas particulares y en nombre propio las que pidiesen el permiso, pero nunca en nombre de la Iglesia.

La costumbre de la separación de sexos dentro de las iglesias ha llegado hasta pocas décadas atrás. Los niños ocupaban la parte delantera izquierda, los hombres detrás de ellos y las niñas se situaban en la parte delantera derecha, con las mujeres detrás, vistos desde la nave o naves de la iglesia, porque vistos desde el presbiterio o altar mayor quería decir que los varones ocupaban la parte derecha o del evangelio, que era la preferente; mientras a las mujeres y a las niñas el cura las veía a su izquierda, la de la epístola, secundaria en el -llamemos- protocolo eclesial.

Se dictaron normas para la celebración de entierros y funerales, prohibiéndose a los curas utilizar los cementerios para dar sepultura a “infieles, herejes, apóstatas y cismáticos, a los excomulgados y a los que mueran en lugar entredicho”.

En cuanto a los suicidas solía también hacerse prohibición de sepultura dentro del camposanto, aunque había excepciones para algunos casos dudosos en los que quien se quitaba la vida lo hacía por una especie de desesperación sobrevenida y no meditada. Difícil decisión -en cualquier caso- andar haciendo suposiciones de lo que pasa por tantas mentes humanas.

No podían enterrarse en los cementerios parroquiales los muertos en duelo o de heridas resultas en el mismo, aunque hubiesen recibido después los sacramentos fuera del sitio de combate. Si un cura facilitaba o participaba en un entierro civil era inmediatamente suspendido de sus funciones.

Bello y sugerente es el nombre de necrópolis (ciudad de los muertos) aplicado a algunos cementerios, como bien apunta el diccionario de la Real Academia Española, refiriéndose a los de gran extensión con abundantes monumentos fúnebres.

Había -hasta no hace tanto- entierros de primera, segunda y tercera clase, según los aranceles a percibir, curas a celebrar las exequias, número de velas encendidas, etc.

Un entierro tenía lugar de forma procesional, acudiendo el cura o curas celebrantes hasta la casa del fallecido y acompañándolo hasta la iglesia donde tenían lugar las exequias.

Se aconsejaba a los curas que no se fiasen del juez municipal, que se cerciorasen de que el difunto había muerto realmente, y que esperasen 24 horas tras una muerte ordinaria y 48 en caso de muerte repentina, o en la de las mujeres de parto.

En los funerales, aniversarios y sufragios sólo se podía cantar gregoriano, sin música de órgano, aunque podía utilizarse el armonio o el bajón si lo hubiese.

Cuando la extensión o importancia del cementerio lo permitiese, debían hacerse separaciones dentro del mismo.

El lugar preferente era para los eclesiásticos fallecidos; después para los niños bautizados que muriesen antes del uso de razón; el tercer lugar estaba reservado para los adultos de pago con zonas de primera, segunda y tercera clase; iban en cuarto lugar las sepulturas de pobres y -por último- un espacio no bendecido para enterrar niños, hijos de padres católicos, que hubiesen fallecido sin bautizar. Excepto los muy ricos que tuviesen panteones privados, los demás se inhumaban en el suelo, en fosas de metro y medio de profundidad.

No conviene alargar más este resumen de las muy amplias y pautadas constituciones sinodales que la diócesis de Oviedo tuvo vigentes desde el 1.º de octubre de 1887 hasta al menos 1923, cuando se celebró el siguiente sínodo en el que -en esencia- pocas cosas cambiaron respecto al anterior, y así hasta bien avanzado el siglo XX.

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