sábado, 5 de noviembre de 2016

Reflexión a la Palabra. Por Fray Gerardo Sánchez Mielgo O.P.

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1ª) ¡Transformación total de la naturaleza humana en el más allá!

Son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Los que plantean la cuestión a Jesús son saduceos* que no creen en la resurrección. Una de las diferencias doctrinales más acusadas entre los fariseos y los saduceos es que aquellos creen en la resurrección de los muertos y en los ángeles y éstos no creen ni en una cosa ni en la otra. Los fariseos son descendientes de los hasidim (piadosos), colaboradores de los Macabeos, y creyentes en la resurrección como observamos en la primera lectura proclamada hoy. Los saduceos plantean el problema recurriendo a una historia ficticia y académica que se fundamenta en la ley del levirato*. Como quiera que creían en el reino de Dios, aunque un reino temporal y terreno transformado, aplicaban al Reino los mismos parámetros que se dan en la vida real. Jesús sale al paso de sus objetores y les contesta en dos momentos: en primer lugar, cómo será la vida de los hombres después de la resurrección (como los ángeles de Dios, es decir, totalmente espiritual); en un segundo lugar, afirma claramente la existencia de la resurrección. En cuanto a la primera cuestión, Jesús afirma, apoyado en la existencia de los ángeles, que serán como ángeles de Dios y como hijos de Dios. Allí ya no habrá matrimonio, porque éste es entendido como el vehículo necesario para prolongar la vida sobre la tierra. En el cielo no existe la muerte, por tanto ya no es necesario el matrimonio. Los ángeles de Dios y los hijos de Dios ya no mueren. Jesús afirma abiertamente la esencia de la vida futura: que es una vida espiritual, feliz, luminosa, permanente y inamisible. En un mundo con tantas dificultades para elevarse a lo espiritual este relato evangélico tiene mucho que ofrecerle; pero también es verdad que no es fácil la comprensión y aceptación del mismo. Hay que seguir proclamando la vida futura feliz, culminación de una vida asaltada por el sufrimiento y la muerte.

2ª) ¡La resurrección es la puerta obligada para la vida eterna!

No es Dios de muertos sino de vivos: porque para él todos están vivos. Jesús ha respondido a uno de los interrogantes más preocupantes de la humanidad: el enigma de la muerte. ¿Qué le espera al hombre más allá de la muerte? ¿Existe otra vida? E relato evangélico nos ha conservado la narración de algunas resurrecciones efectuadas por Jesús como “signos” o primicias de esta respuesta definitiva: la resurrección del joven hijo único de la viuda de Naím (Lc 7,11ss); la resurrección de la jovencita hija de Jairo (Mc 5,21ss); y la resurrección de Lázaro (Jn 11). Son solamente signos indicativos de una verdad y una realidad mucho más amplia: la indicación y comprobación de que Jesús tiene poder sobre la muerte. Quedará totalmente respondida la cuestión con la propia resurrección de Jesús. Se trata de una resurrección escatológica, trascendente y universal: en la resurrección de este hombre llamado Jesús, todos los hombres son llamados a la resurrección y a la vida. Él mismo es la resurrección y la vida (Jn 11,23-27). Jesús envía a sus interlocutores a una de las perícopas que proclaman frecuentemente en la sinagoga: el episodio de la zarza que nos transmite el libro del Éxodo (3,1ss). Mediante una exegesis propia de su tiempo, Jesús deduce la verdad de la resurrección y que Dios es un Dios de vivos y no de muertos.

También hay una evocación de los orígenes: Dios creó al hombre para una vida perenne (sentido del árbol de la vida). Para Dios todos viven es una declaración importante y consoladora. Este mensaje sobre la resurrección tiene hoy especial incidencia y urgencia entre los creyentes, incluso. Hay no pocos creyentes que se confiesan tales, pero cuando se les pregunta sobre el más allá contestan que no creen en la vida eterna. No podemos apreciar el alcance de estas declaraciones, pero en todo caso es necesaria una evangelización de esta verdad fundamental sin la cual no es posible la esperanza (1Cor 15,12ss). Pero no es fácil su aceptación. Por eso hacen falta testigos verdaderamente convencidos de esta verdad. Y la raíz y apoyo de la misma es un acontecimiento: la resurrección del propio Jesús como primogénito de entre los muertos, a quien seguimos todos, y un fundamento firme: el poder de Dios que tiene capacidad para devolver la vida a todos y para siempre.

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