domingo, 16 de agosto de 2015

VIDA DE SAN ROQUE DE MONTPELLIER (1295-1327)



Nacido de noble e ilustre cuna, al quedar huérfano de padre y madre, profesó la Regla de la Tercera Orden Franciscana y distribuyó sus cuantiosos bienes entre los pobres. Emprendió una vida de peregrino, dedicado a la penitencia y a las obras de misericordia. Cuando la peste se extendió por Italia, recorrió los pueblos aliviando a los enfermos y curando a muchos de ellos.

Expiraba el siglo XIII. El gobernador de Montpellier, Juan, y su esposa Libera, vasallos de Jaime II de Aragón, pedían a Dios instantemente premiase sus virtudes dando fruto de bendición a su nobilísima casa. Pero los años de infecundo matrimonio corrían arrebatando la esperanza de prole a la ya anciana Libera, cuando, una noche, el crucifijo ante el que oraba pareció dirigirle prodigiosamente alentadoras voces, y poco después un feliz suceso llenaba de regocijo la ciudad. La multitud corría al palacio del gobernador real, donde un inesperado natalicio aseguraba la sucesión a la estirpe de Juan y de Libera. El recién nacido mostraba en el pecho y en el hombre izquierdo una cruz rojiza en la piel, como grabada a fuego, signo de su maravilloso destino. Por la robustez del neófito, recibió en el bautismo el nombre de Roca, y por aquel signo misterioso que le adornaba pecho y espalda, el apellido de la Cruz. Todo, pues, señaló desde el principio la extraordinaria carrera de aquel niño. En efecto, una predisposición natural para la virtud se reveló muy pronto en sus costumbres, hasta tal punto que parecía instruido de superior asistencia en la práctica del bien. Hagiógrafos posteriores han llegado a suponer que el mismo San Pablo tomó a su cargo la dirección espiritual de aquel angelical muchacho.

A los doce años de edad perdió a su padre y a los veinte a su madre, quedando heredero de cuantiosas riquezas. Dios le había quitado lo único que podía retenerle en el plano social de lujos y honores en que había nacido: sus padres. Lo demás, las riquezas con todo su séquito mundano, Dios iba modelando su espíritu para darles superior empleo. No sería inverosímil, además, que durante la mocedad virtuosa Roque hubiera frecuentado las aulas universitarias de Montpellier y se hubiera iniciado en la ciencia de Esculapio, la medicina. Así la Providencia planearía suavemente el destino prefijado a aquel doncel extraordinario. Una tradición unánime admite que aceptó, apenas quedó libre y dueño de sí, la regla de la Venerable Orden Tercera de San Francisco, y un hecho indubitable lo confirma: Roque abrazó amorosamente la virtud franciscana por excelencia: la pobreza. Vendió sus bienes y los dio a los pobres.

Al mismo tiempo, aquel apuesto y rico muchacho no había cursado estudios eclesiásticos ni monacales, ni se hallaba equipado para ejercer los ministerios propios de los sacerdotes. Para seguir a Jesucristo él había cumplido la primera parte de su llamamiento: «Vende cuanto tienes y dalo a los pobres». Pero ¿cómo cumplir la segunda parte, «ven y sígueme»?

Los acontecimientos de la historia acudieron a darle la respuesta. Del lado de allá de los Alpes empezaron a oírse en Montpellier gritos de angustia. La peste, el terrible azote de los pueblos en la Edad Media, se cebaba en la capital del orbe católico y en las principales ciudades de Lombardía. El camino estaba trazado. En alas de la caridad, sale furtivamente de Montpellier, atraviesa por trochas y descaminos la Provenza para despistar posibles seguidores de su parentela y entra en Italia pobre y desconocido. Va como una flecha al encuentro de la terrible enfermedad que despuebla el norte de Italia; hace de médico, de enfermero, de herbolario y de sepulturero. Hacía frente al contagio por todos sus flancos, ofrecía remedio heroico en todas las situaciones de la calamidad pública, derrochaba el bálsamo de la caridad en todos los dolores físicos y morales que la epidemia iba sembrando por todos los caminos. Así llega a Roma, a la Roma sin Papas, que sufre, a más de la peste, la cautividad de Aviñón, y allí Roque se supera, su virtud se pone a la altura de la tragedia, y su figura, como encarnación del consuelo y de agente misterioso de la misericordia divina, emergiendo a todas horas y en todas partes entre los apestados, cobra el prestigio sobrenatural de lo milagroso. Lo que no era más que caridad sin límites, caridad heroica, aparece a los ojos de los enfermos como poder extraordinario de una fuerza taumatúrgica. ¡Qué más taumaturgia que la caridad de Cristo adueñada ilimitadamente de un corazón humano!

Pero la multitud no estaba para teologías. Presa del pavor ante la muerte, aclama a Roque como a un demiurgo celeste que dispone de los poderes de Dios para abrir o cerrar los sepulcros. Y Roque, tan humilde como caritativo, huye de Roma, teatro de sus triunfos y de sus aclamaciones y cae en Plasencia, tan incógnito e indocumentado como había tres años antes entrado en Roma.

Su irresistible vocación belicosa contra los agentes del dolor le guía al hospital y prosigue su actuación caritativa junto a las yacijas de los desamparados del mundo. Allí merece que Dios le eleve al plano de sus amigos escogidos. Hasta ahora Roque ha sido la victoria sobre la enfermedad y la desgracia; ahora va a ser la víctima de una y de otra. Una llaga asquerosa apareció sobre su carne hasta allí inmune al contacto de los apestados, y el milagroso, el aclamado Roque fue un apestado más, tan repelente y despreciado como los que él había arrancado de la segura muerte.

Excluido primero del hospital y después hasta de los muros de Plasencia, se interna por el bosque en dirección de los Alpes. ¿Su alimento? Un lebrel cada mañana viene zalamero con un pan en la boca, y, hecho su presente, le lame la llaga de la pierna, pagándole con limitado alivio los alivios ilimitados que tantos enfermos habían recibido de sus manos.

Roque vuelve al fin a Montpellier a los ocho años de ausencia, desfigurado por la enfermedad, los trabajos y la penitencia. Nadie le reconoce ni se acuerda de su nombre. El país arde en guerras y alguien le denuncia como posible espía. El juez le interroga y Roque deja que la Providencia cumpla sus designios sobre su vida. El juez desprecia su silencio y le manda poner a buen recaudo en la cárcel pública.

Allí el alma de Roque consuma en silencio y en olvido de todo y de todos su dejación absoluta en la voluntad divina, viviendo plenamente el «Solo Dios basta». Y cuando yace muerto en el sumo abandono del mundo, Dios convierte el mísero petate del preso en trono de honor. Alguien descubre su incógnito, corre la voz de que Roque el noble, el antiguo y generoso magnate ha vuelto a su ciudad y está muerto en la cárcel. La apoteosis se organiza como por arte de magia. Un grito unánime se oye por doquier: ¡Es el mismo! ¡Es el mismo! Y el cielo devuelve el eco del grito multitudinario: ¡Es un santo! ¡Es un santo! Los prodigios vienen rápidamente a sellar la verdad de aquel aserto. Roque sigue haciendo muerto lo que hizo vivo: curar, sanar, purificar los aires mefíticos, expulsar las epidemias y disputar sus presas al dolor y a la muerte.

[Miguel Herrero García, San Roque, en Año Cristiano, Tomo III, Madrid, Ed. Católica (BAC 185), 1959, pp. 407-410]

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