martes, 4 de agosto de 2015

Un articulo impresentable de un sacerdote, y la corrección brillante del Obispo auxiliar de Getafe


Artículo de Pablo D'Ors

¿Habrá en la Iglesia alguien que se atreva?

Los sacramentos de la Iglesia ya no significan casi nada para la inmensa mayoría de quienes aún participan en ellos. Un signo que deja de significar ya no es un signo, sino un juego de magia.

Los ritos cristianos y los símbolos en que se fundamentan han degenerado, para la mayoría de los creyentes, en pura magia. Por supuesto que los hombres y las mujeres de hoy seguimos necesitando de la magia, es decir, de palabras y gestos que de un modo automático e irracional nos vinculen con lo trascendente. Pero esa no es la cuestión.

Sostengo que muchos de los comportamientos de sacerdotes y laicos durante la celebración eucarística son fundamentalmente mágicos, no religiosos. ¿Te imaginas a los apóstoles arrodillándose ante el pan o a Jesús recogiendo las miguitas del plato? Estos comportamientos reflejan que nuestra actitud ante el signo sacramental es mucho más mágica que religiosa.

Para que puedan significar, los signos han de entenderse. La doctrina del ex opere operato, la que postula que el sacramento es eficaz con independencia de la comprensión de quien lo recibe, ha desvinculado al signo del sujeto y lo ha degenerado y cosificado. Los sacramentos hay que entenderlos, al menos en alguna medida. De lo contrario, no sacramentalizan nada, que es lo que sucede hoy en nuestros templos. Nadie entiende nada. A lo que más me recuerdan nuestras misas es al teatro del absurdo de Beckett.

Pongamos el ejemplo de la Eucaristía, cuyos símbolos son el pan y el vino. El pan es, desde luego, algo cotidiano, blando y nutritivo. Que el pan sea símbolo de Dios significa que Dios es algo cotidiano, que Dios es blando, que Dios es nutritivo. Pero si el símbolo es el pan, el signo o sacramento es el pan partido, repartido y comido. Así que de lo que se trata es de partir y repartir el pan conscientemente; de llevárselo a la boca conscientemente; de, conscientemente, masticarlo y tragarlo.

Conscientemente significa a sabiendas de que no se trata solo de dar pan a los demás, sino de ser pan para ellos, de convertirte en el alimento que alivia su necesidad. Comer de este Pan nos da fuerza para ser pan. En esta misma línea, el signo no es simplemente el vino, sino el vino repartido y bebido. Beber de este Vino nos posibilita ser vino para los demás. Y el vino es la sangre, es decir, la vida: ser la vida para los demás.

Y eso de reservar la eucaristía en un sagrario, ¿a qué viene? ¿No hemos dicho que el verdadero signo es partirlo? Prueba de que nuestra mentalidad es mágica, es que pensamos que Dios está en el sagrario más que fuera de él. Pero eso... ¡es absurdo! No es que esté allí más que en otra parte. Es que está allí para... significarnos que está en todas partes, para que lo recordemos. Dios está en todas partes, decimos, pero luego nos empeñamos en meterle en una caja. Meterle en unas teorías que llamamos teologías y en unos símbolos que llamamos sacramentos, pero que no sacramentalizan nada.

Solo queda una solución: explicarlo todo como si nunca se hubiera explicado, pues quizá esa es la situación; y queda, por supuesto, realizarlo todo como si fuera la primera vez, pues acaso lo sea de verdad. Veremos entonces, maravillados, la potencia de nuestros símbolos, redimiremos nuestros ritos, descubriremos, en fin, su poder transformador del alma humana.

Pero, ¿habrá en la Iglesia alguien que se atreva? ¿Habrá alguien que presente estos símbolos y ritos no solo como aquellos en los que se cifra la más genuina identidad cristiana, sino como símbolos y ritos de valor universal, aptos para todos, cristianos o no? ¿Habrá alguien, en fin, que presente el cristianismo como religión y humanismo inclusivo, no excluyente ni exclusivo?

El respeto a la diferencia de otras tradiciones espirituales no debe hacernos perder la visión del cristianismo como propuesta humanizadora universal. Detecto en mis contemporáneos no solo un hambre de espiritualidad, sino un deseo de recuperar, de forma comprensible y actual, la tradición religiosa de la que provenimos. El cuidado del silencio, una sensibilidad que está creciendo, comportará un cuidado de la palabra y del gesto. Pero, ¿habrá en la Iglesia alguien que se atreva? ¿Dónde estarán los profetas que nos hagan entender que solo hay posible fidelidad al pasado desde la creatividad y la renovación en el presente?

Pablo d'Ors, sacerdote y escritor

En el nº 2.947 de Vida Nueva



Artículo de monseñor José Rico Pavés
Dios hecho pequeño

Siendo seminarista visité en cierta ocasión la Capilla Real de Granada junto a un compañero del seminario. Mientras mirábamos algunas piezas del museo, una turista extranjera nos preguntó qué era aquello que señalaba. El objeto era un espejo de Isabel la Católica, convertido en custodia para exponer el Santísimo Sacramento. Con palabras sencillas intentamos explicarle que ahí se colocaba el Cuerpo del Señor. Después de escucharnos, dijo: «¡Qué Dios tan pequeño!»; se dio media vuelta y nos dejó.

Pasados los años, en muchas ocasiones he traído a la memoria esta vivencia. Unas veces para intentar ilustrar el misterio inefable de la salvación y la «locura inigualable» del amor de Dios por los hombres. No faltaba algo de verdad a aquella turista: el Hijo de Dios, que siendo rico se hizo pobre, llevó el amor hasta el extremo y nos dejó el memorial de su Pascua haciéndose pequeño en la Eucaristía.

Otras veces lo he recordado para agradecer a Dios el don inmerecido de la fe, por la cual puedo confesar lo que los ojos no ven. Sin fe, los sacramentos no se entienden, como bien se lee en los escritos atribuidos a Dionisio el Areopagita: «Si una persona que no cree entrara en nuestras celebraciones y viera lo que hacemos, se reiría a carcajadas. Lo cual no nos debe sorprender, pues como dice el profeta Isaías: si no creéis, no entenderéis».

Ahora he vuelto a recordar aquel episodio al leer con tristeza y preocupación el artículo de Pablo d'Ors, titulado ‘¿Habrá en la Iglesia alguien que se atreva?'. Tristeza, al encontrar en tan poco espacio un elenco tan abultado de errores doctrinales cuyas consecuencias son dramáticas para la vida cristiana. Preocupación, al advertir que quien firma el artículo es escritor y sacerdote, y, desde no hace mucho, consultor del Consejo Pontificio de la Cultura.

Sin ofrecer más prueba que su propia percepción, el autor afirma de forma apodíctica que «los sacramentos de la Iglesia ya no significan casi nada para la mayoría de quienes aún participan en ellos»; sostiene que «muchos de los comportamientos de sacerdotes y laicos durante la celebración eucarística son fundamentalmente mágicos, no religiosos»; y, como argumento, pregunta al lector si puede imaginar «a los apóstoles arrodillándose ante el pan o a Jesús recogiendo las miguitas del plato» (sic); culpa a la doctrina del ex opere operato de haber desvinculado del sujeto el signo, degenerándolo y cosificándolo; explica la Eucaristía a partir del pan como «símbolo de Dios», cuyo significado es «partir y repartir el pan conscientemente», de lo cual deduce que la reserva eucarística en el sagrario carece de sentido, y considera prueba de nuestra mentalidad mágica el pensar que Dios esté más en el sagrario que fuera de él.
Propone el autor «explicarlo todo como si nunca se hubiera explicado», y presentar los sacramentos «como símbolos y ritos de valor universal, aptos para todos, cristianos o no», mostrando el cristianismo «como religión y humanismo inclusivo, no excluyente ni exclusivo». Pero, se pregunta al fin, ¿habrá alguien en la Iglesia que se atreva a aplicar esa solución?

Enorme pesar

Encontrar en tan pocas líneas tantos dislates produce un enorme pesar. ¿Conoce el autor lo que la Iglesia católica entiende por sacramento? ¿Ignora la diferencia con los ritos mágicos? ¿Sabe que el carácter sagrado de los sacramentos no estriba primariamente en el significado que nosotros les damos, sino en haber nacido de la voluntad salvífica de Cristo para comunicarnos su Vida? ¿Por qué no menciona ni una sola vez la palabra fe ni el verbo creer? ¿Piensa que los sacramentos se pueden entender sin fe? ¿Acaso desconoce la enseñanza de la Iglesia sobre la presencia permanente de Cristo en la Eucaristía, sobre la reserva eucarística y el culto debido a este Sacramento de Amor fuera de la Santa Misa?

¿Cómo es posible que, a punto de cumplirse 50 años de la encíclica Mysterium fidei (3.9.1965), se sigan hoy en día difundiendo las mismas propuestas deficientes a propósito de la Eucaristía y de los sacramentos, que ya fueron rechazadas por el papa Pablo VI? En los tiempos que corren, quizá sea este el único atrevimiento necesario: creer con la Iglesia, creer en el seno de la Iglesia.


+ José Rico Pavés, obispo auxiliar de Getafe.

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