jueves, 18 de junio de 2015

Profanar


La profanación tiene que ver con el uso indebido de lo sagrado. Y lo sagrado, lo que está relacionado con el culto a Dios, merece, sobre todo, respeto. Quien profana un espacio sacro no solamente ofende a los creyentes – que, obviamente, lo hace -, sino, y eso es peor, ofende a Dios mismo.

El Catecismo de la Iglesia Católica, al tratar sobre el primer mandamiento de la ley de Dios, habla de la irreligión y señala los principales pecados que brotan de esa actitud de fondo – es decir, de la falta de religión, de la virtud que mueve a dar a Dios el culto debido - : la acción de tentar a Dios – intentando poner a prueba su bondad y su omnipotencia - , el sacrilegio – que consiste en tratar indignamente las realidades consagradas a Dios – y la simonía – la compra y venta de lo espiritual -.

Todo sacrilegio es malo. Pero hasta en el mal hay grados. Insultar a otro está mal; matarle es peor. Pero dentro de esa escala del mal, en el sacrilegio lo peor de lo peor es el trato indigno contra la Eucaristía. Y la razón de esta gravedad extrema radica en que en este Sacramento el Cuerpo de Cristo se nos hace presente sustancialmente.

Es evidente, creo, que la secularización lleva, de hecho, a la irreligión. Hay algo sano en la secularización, si se entiende por tal el intento de defender la autonomía de lo secularfrente a lo eclesiástico. O, dicho de otro modo, es sano evitar la teocracia, como lo es huir del cesaropapismo. La doctrina católica es, en esto como en otras cosas, muy equilibrada. Se distingue entre fe y razón, entre Estado e Iglesia, entre lo terreno y lo celeste.

Pero la doctrina católica es, asimismo, enemiga de la separación, de la falta de síntesis - de la composición de un todo por la reunión de sus partes - . Y es que, entre otras razones, la realidad es sintética; es variada, sí, pero es una, también. En términos metafísicos podríamos decir que la esencia distingue y que el ser une.

El dogma cristológico – pensemos en el concilio de Calcedonia – marca una pauta de la que no podemos prescindir: Cristo es uno, pero esa unidad no elimina la diferencia de lo divino y de lo humano, “sin mezcla ni confusión”.

La justa insistencia, por parte de la enseñanza católica, en la distinción, en la relativa autonomía de las cosas creadas, no debería llevarnos a convertir esa relativa autonomía en absoluta y total independencia.

Pretender que el hombre y la sociedad y el Estado son completamente independientes de Dios es una pretensión irreligiosa y hasta sacrílega. Y yo no sé si los ministros de la Iglesia – desde el párroco hasta los más altos de los ministros – lo estamos haciendo, en este punto, bien. Y me explico: no sé si estamos transmitiendo bien la enseñanza cristiana.

La síntesis es Cristo. Él es el Universale concretum, por recurrir a una expresión que se remonta en última instancia a Nicolás de Cusa. En Él coincide, se sintetiza, lo que el pensamiento humano meramente humano es incapaz de sintetizar.

San Pablo dice que “en Él fueron creadas todas las cosas” y que “todo fue creado por Él y para Él” (Col 1,16). Él no nos quita nada, sino que nos lo da todo (decía Benedicto XVI). Tomar en cuenta a Cristo, hacerle un poco más de caso, nos ayudaría a todos. Básicamente a no pensar que la realización del hombre, y el bien común, es alcanzable dándole la espalda a Dios.

Si no reconocemos a Dios como Dios, si nos parece que no hay un límite que nos sostiene y, sí, en último caso nos juzga, todo, si se tiene el poder, podría aparentemente estar permitido. Hasta la profanación. De Dios y de su imagen; es decir, también, a la larga, del hombre.



Guillermo Juan Morado.

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