Detrás de la iconoclasia hay siempre odio a la Belleza: un odio a veces incendiado de codicia, a veces disfrazado de coartadas ideológicas, incluso filantrópicas, estéticas o religiosas; pero odio siempre, a fin de cuentas. La iconoclasia es, tristemente, un rasgo constitutivo de la historia humana: allá donde los hombres han estado, han dejado testimonio de su paso por la tierra creando arte, pero también destruyéndolo. Y quizá no haya expresión más nítida del carácter contradictorio de nuestra naturaleza que esta doble pulsión creadora y destructiva, que es apetencia de luz y de tinieblas, amor y odio a la Belleza amalgamados de manera misteriosamente indisoluble.
Alguien podría elaborar una historia del arte que atendiese a la periódica ansia iconoclasta que acomete a las comunidades humanas, no sólo a las más atrasadas o bárbaras, sino también a las más desarrolladas y pacíficas. Pocas naciones han probado este odio con mayor virulencia que España, como puede descubrir fácilmente quien recorra sus tierras, en pos de sus tesoros artísticos, muchos de ellos rapiñados o destruidos. Invasiones extranjeras, desamortizaciones de infausta memoria y una guerra civil que cobijó bajo sus alas el más exagerado de los odios religiosos han sido algunas de las causas de este expolio sin parangón; pero tampoco han faltado la avaricia de coleccionistas sin escrúpulos, la connivencia de las autoridades civiles y la desorientación eclesiástica que, al socaire de reformas litúrgicas, favoreció los destrozos más lamentables.
En su obra Pintura española fuera de España, publicada en 1958, el historiador de arte Juan Antonio Gaya Nuño llega a computar hasta tres mil ciento cincuenta tablas y lienzos de todas las épocas que nos han sido arrebatados; pero tal catastro documentado por Gaya Nuño es tan sólo la punta del iceberg de un expolio gigantesco que incluye también obras escultóricas y hasta arquitectónicas, arrambladas por saqueadores que durante décadas se pasearon por los pueblos de España perpetrando los latrocinios más sangrantes, a veces amparados por leyes inicuas. Los expolios sistemáticos de nuestro patrimonio artístico se inician durante la Guerra de la Independencia, que la soldadesca gabacha aprovechó para perpetrar innumerables y muy 'ilustrados' destrozos y rapiñas, aunque todos ellos palidecen ante las tropelías de José I, que cargó centenares de carruajes con obras de arte procedentes del Palacio Real de Madrid ('interceptadas' luego por el inglés Wellington), y por sus generales, tan 'ilustrados' al menos como la soldadesca que acaudillaban. Hoy podemos ver obras que un día fueron patrimonio español enriqueciendo las paredes de museos franceses, ingleses, rusos o norteamericanos, o diseminadas en multitud de colecciones particulares.
La Inmaculada Concepción pintada en 1665 por Bartolomé Esteban Murillo para el Hospital de los Venerables Sacerdotes de Sevilla y robada por el mariscal Jean-de-Dieu Soult, jefe del ejército napoleónico en Andalucía. Fue recuperada en 1940, junto con la Dama de Elche, por una gestión directa de Franco ante Pétain. Hoy está en el Museo del Prado.
Capítulo aparte merecen las sucesivas desamortizaciones iniciadas bajo los auspicios de Godoy, durante el reinado de Carlos IV, y continuadas durante el Trienio Liberal, entre 1820 y 1823 por el ministro Mendizábal; y más tarde por el regente Baldomero Espartero y, sobre todo, por el ministro Madoz, todos ellos ilustres (e 'ilustrados') liberales. Este odio a la Belleza –amalgamado de odio teológico– hallaría orgiástica prolongación durante la Semana Trágica de Barcelona, durante los años de la Segunda República y muy especialmente durante la llamada Guerra Civil. Pero los saqueos y destrucciones de nuestro patrimonio no se detuvieron ahí. Antes y después de la guerra, coleccionistas y anticuarios, a veces foráneos –como el desaprensivo Arthur Byrne, que llegó a desmontar, piedra a piedra, el claustro del monasterio de Santa María de Sacramenia, para solaz del megalómano magnate William Randolph Hearst– y a veces autóctonos, como el catalán Federico Marés, siguieron expoliando sin remilgos nuestro patrimonio.
Y aún el patrimonio español habría de enfrentarse a otra plaga, asociada a la reforma litúrgica postconciliar, que propició que cientos de iglesias fuesen despojadas o amputadas de sus altares, sillerías, sagrarios, retablos, púlpitos e imágenes, en una extraña pretensión de 'adecuar' nuestro arte sacro a las nuevas tendencias arquitectónicas y decorativas que tal vez encubriese intenciones más sórdidas, quién sabe si nacidas también del odio teológico (pues para entonces, como advirtió Pablo VI, el «humito de Satanás» se había infiltrado también en el seno de la propia Iglesia).
Y es que en el odio a la Belleza en todas sus manifestaciones encontramos siempre un impulso de naturaleza demoníaca que enardece a los pueblos convertidos en chusma, pero también a sus élites más refinadas, que pueden llegar a utilizar tal refinamiento como coartada o justificación de sus desmanes.
Publicado en XL Semanal
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