viernes, 26 de junio de 2020

Cuando los franceses tiraron los huesos de San Pelayo a un gallinero

(lavozdeasturias.es) El monasterio de Las Pelayas de Oviedo guarda en su iglesia los restos del santo que le da su nombre y que han sufrido una historia más bien ajetreada desde la muerte del mártir hace casi once siglos. El penúltimo episodio lo protagonizaron las tropas francesas durante la guerra de independencia, cuando invadieron la capital asturiana, ocuparon el convento y arrojaron las reliquias a un gallinero de donde más tarde las rescataron las monjas benedictinas.

Así lo cuenta el libro que publicó sobre el monasterio Juan Blas Sitges (Historia de San Pelayo) en 1914, un peculiar empresario y escritor que pasó sus últimos años de vida y está enterrado en Asturias. Pero esto es otra historia.

Sitges cuenta que en 1810, cuando Napoleón ordenó al general Bonet ocupar Asturias, los soldados franceses de paso se acercaron a saquear Las Pelayas y robaron la urna de plata donde se encontraban los huesos. Obviamente, solo les interesaba la plata.

Las monjas se habían marchado ya ante la amenaza de invasión bonapartista. A su vuelta, «encontraron los restos de San Pelayo envueltos en los tafetanes que los cubrían» y tirados de cualquier manera en el gallinero del convento; parece ser que los soldados no les vieron ninguna otra utilidad. De inmediato se construyó una urna de madera «bastante modesta» y se colocaron en el altar mayor de la iglesia del monasterio, donde siguen hoy en día.

Según las versiones más o menos conocidas (existen al menos dos), el viaje del niño santo comienza en Córdoba en el siglo X. Su tío Hermogio cae prisionero de los moros en la Val de Junquera y luego es cómodamente, para él, canjeado por Pelayo, que tenía 10 años de edad.

Después de un cautiverio de tres años y medio, Pelayo se niega a convertirse y también, al parecer, a los requerimientos amorosos del rey Abderramán III. Por esos dos motivos es asesinado, desmembrado y sus restos arrojados el río Guadalquivir.

De ahí lo recogen unos cristianos que habían oído la historia y lo sepultan en varias iglesias cordobesas. Después, su leyenda crece y Sancho I consigue trasladar los restos del niño mártir a León, donde es depositado en el convento de San Juan Bautista. Posteriormente, frente a la amenaza del avance de Almanzor a finales del siglo X, Bermudo II se lleva a Oviedo los huesos que entrega al monasterio de Las Pelayas (entonces se llamaba San Juan).

A finales del siglo XVII, cuenta Sitges, los monjes de San Vicente quisieron hacerse con las reliquias de san Pelayo, «por lo que el gobernador, el obispo y el cabildo, cuyas relaciones con las monjas de San Pelayo no siempre han sido cordiales, pusieron barras de hierro y candados en el arca». Tras mucho pleitear, las monjas optaron por encargar un arca de plata, la que robarían los franceses en 1810, para trasladar los restos. Pero algunas reliquias, a petición del ayuntamiento de Oviedo, fueron enviadas de nuevo a Córdoba. Las monjas, indignadas, acudieron al Papa en 1804 para que prohibiera abrir la urna de nuevo, cosa que Pío VII concedió.

Actualmente, los huesos se encuentran en una urna de plata de cuatro patas en forma de tortugas, con ángeles labrados tocando instrumentos musicales (entre ellos la gaita) en los laterales y una imagen yacente del santo en la tapa.

Después vino la desamortización de 1837 y la secularización de los conventos y «este fue un golpe terrible para San Pelayo. La Hacienda se incautó de los bienes del Monasterio y se apoderó de los papeles y libros del mismo. Los 42 legajos que existen en el Archivo Histórico nacional, resto de lo que de San Pelayo se extrajo, están sin orden ni concierto, y su examen prueba que sólo son una parte de los que del monasterio se sacaron», cuenta Sitges.

«Felizmente», concluye, «el monasterio no se disolvió y continuaron las monjas en él, viviendo con suma penuria y haciendo una vida harto mortificada». Pero el mundo siguió girando y hasta el siglo XXI han llegado la comunidad… y las reliquias.

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