viernes, 13 de marzo de 2020

Carta semanal del Sr. Arzobispo

De agendas y de historias, con pandemias ladronas

Nuestras agendas se llenan de citas y enumeran los afanes que pensamos nos aguardan cada día, debidamente anotados poniendo en juego nuestra entrega, nuestra diligencia, nuestra esperanza. Pero la agenda es tan vulnerable, que basta algo imprevisto para que salte por los aires lo que dábamos por descontado, incluso con su vitola de importante, imprescindible, inaplazable. Nuestra agenda es así de frágil.

La historia es otra cosa. Nunca entra en pausa. Su relato no tiene páginas en blanco. Hay una mano escribana que línea a línea nos describe en todos nuestros paisajes desde los mágicos otoñales, los desabridos del invierno, los floridos de cada primavera y los agostadores de cada estío. Nos describe también en todos los climas que nos sofocan en sopores, nos refrescan con sus brisas o nos dejan ateridos de frío. Agenda e historia no siempre se respetan. La primera es fugaz y caprichosa en su inconsistencia. La segunda sabe de sus tiempos pasados que con gratitud recuerda, de sus tiempos futuros que pacientemente espera, de sus tiempos presentes que nos dejan la huella imprevisible de cuanto nos atenaza y enseñorea.

Nuestra agenda anda estos días asustada, con tachones tremendos de cosas que inesperadamente se han borrado a la fuerza, y que apresuradamente censuran nuestras prisas, dejando al pairo de la incertidumbre nuestros temores y preguntas sin brida. La historia sigue, somos su humilde protagonista, aunque en nuestros renglones torcidos sea otra la mano escribana la que dicta las estrofas que no tenían ni cita ni rima.

De pronto, cuántas cosas se nos han descolocado, descabalgado, desarmado, descompuesto. Y cuando parecía que íbamos sacando adelante nuestros asuntos, entre amores y heridas, algo imprevisto nos empuja a una purificación de cosas esenciales donde emergen realmente las que realmente valen la pena, pasando a un segundo plano o incluso cayendo en el olvido lo que no tiene valor, aunque tantas veces nos secuestren el tiempo, las ganas, dejando tocada y hundida la esperanza.

El creyente bíblico sabe que esta andadura se llama desierto en la cuaresma. En el desierto no se pueden llevar muchas cosas. Caben en la mochila tan sólo los recuerdos que nos encienden la llama de la alegría y la gratitud, lo que nos permite caminar con paso ligero y sin lastre, aquello que sirve para mirar el horizonte con el estupor de quien se asoma a cuanto a diario se nos regala.

Son días de volver nuestra mirada al Señor, desde la fragilidad del barro y ceniza de nuestra humana condición, de la que, sin embargo, de nosotros decía nuestro poeta Quevedo: “serán ceniza, mas tendrá sentido; polvo serán, mas polvo enamorado”. Nos abriremos a un desierto como este que nos impone una inesperada pandemia, y aprenderemos a mirar a Dios desde unos ojos quizás cansados de tanto mirar lo no que vale la pena. Se despertará la acogida y solicitud por los hermanos, especialmente por los enfermos y los más faltos de confianza y alegría. En este confinamiento que nos imponen las medidas sanitarias recortando nuestras actividades laborales, recreativas, sociales, e incluso religiosas, será ocasión para vivir internamente desde el corazón de las cosas, en vez de surfear por las olas de las superficies. Que hay procesiones que también van por dentro, y aunque sean menos vistosas son las que más pueden hacernos crecer en fe hacia el Señor y en caridad hacia los hermanos. De esa procesión de la vida, con su agenda y su historia, todos somos cofrades. Con el Señor hacemos este viacrucis y con María y los santos atravesamos el desierto cuaresmal, que terminará en una hermosa pascua florecida de belleza sin mancilla y de reestrenada bondad.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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