lunes, 27 de abril de 2015

CARTA A UNA NIÑA DE PRIMERA COMUNIÓN...


Ya no recuerdo tu nombre, pero jamás olvidaré tus ojos desde hace más de cincuenta años, desde un pueblo cualquiera ¡qué más da! primera parroquia a la que me destinaron. Era por mayo, un mes delicioso si los hay... Para mí lo fue siempre hasta entonces. A partir de aquel día suele llegar a mi jardín con algunas espinas.
Era el día de la primera Comunión. Cada madre competía en imaginación y en dineros para ver a su hija “la más guapa”. Llegó la hora de la Misa. Salí hacia el altar. Estabais tan hermosas..., pequeña mía, todas de blanco, quince, veinte ángeles, no lo recuerdo bien. Me fijé en que tú llevabas una falda plisada de tirantes, una blusa, y sandalias de goma, pero entre tantas apenas se notaba. Eso al menos creíamos. Y empezó la ceremonia. El coro había ensayado cantos, de aquellos de antes. Hoy es todo tan distinto...
La ceremonia discurría fastuosa, yo hablé con entusiasmo, puse ejemplos, eché un fervorín... Las madres levantaban sus cabezas por encima de la gente para veros. No sé en qué momento de la Misa también yo levanté la mirada, me fijé en tus ojos claros, en tu carita pálida, en tu falda plisada, en tus sandalias..., luego al mirar con más detenimiento vi que llorabas. Primero eran las lágrimas... debiste de darte cuenta de que alguien te observaba y empezaron los sollozos, cada vez más profundos... pensé que estabas mal, que tenías necesidad de salir, no sé... o acaso que de tan nerviosa que estarías te habrías puesto enferma... bajé del altar y me acerqué muy despacito hacia tu silla...
-¿Estás enferma, Mary?
Me dijiste que no, con la cabeza.
-¿Necesitas salir...?
-No, no..., me decías entre sollozos reprimidos meneando de nuevo la cabeza.
-Entonces ¿qué es lo que te pasa?
Y mirando a la niña que a tu lado lucía un amplio vestido de seda y organdí, con lazos color rosa, un limosnero cuajado de lentejuelas relucientes, un misal de nácar y un rosario de plata, me dijiste mirando tus trapitos... casi no se te entendía:
-Es que me da vergüenza...
El llanto no te dejó acabar... me quedé un momento como desconcertado sin saber qué decir, con un dolor aquí, en el alma, que aún me dura ¿sabes? y una amargura infinita entre los ojos... Yo no sé qué pensé ni qué dije para mí... No lo recuerdo... lo que te puedo decir es que allí hice, en un instante, algo así como un voto solemne, como una solemne promesa ante mí mismo y ante ti, solos los dos, ante las lágrimas de la pobreza y de la humillación... Prometí ¿qué prometí Dios mío...? que en lo que me quedara de vida ninguna niña iba a llorar jamás porque otra niña luciera un capisayo mejor a su lado... Lo prometí y lo he cumplido... Fíjate bien, Mary, desde hace más de cincuenta años... (¿cuántos tendrás tu ya?) luchando cada mayo con un montón de incomprensiones, de gentes que te acosan y critican... Allá ellos. Yo sé muy bien por qué lo que hago...
¿Sabes que aquella decisión me costó incluso el puesto al poco tiempo? Había una persona amiga del Ministro de la Gobernación, el Ministro tenía vara alta en el Colegio, del que también dependía de algún modo el pueblecito y ¿cómo no? el capellán... Aquel año comulgaba la sobrina de ...  para qué decir nombres. Quería ir en medio de las otras luciendo el meriñaque de sus vanaglorias. Yo me planté negándome en redondo..., llamaron al Ministro, el Ministro al Obispado ¿cómo tendrán tanto poder, oye?, no lo sé, lo que sé es que a los pocos días, precisamente un día al atardecer cuando regresaba de predicar una fiesta de pueblo, de esas de antes, con comida y sobremesa, claro, me encontré en mi despacho al sustituto...
Al día siguiente salí del pueblo con otro destino en el bolsillo. Te voy a contar un secreto. Al pasar junto a tu casa miré a ver si te veía. No estabas... Y no pude despedirme. Fue mejor así ¿qué te iba yo a decir? Tampoco tú lo entenderías. Acaso no lo entenderás aún hoy, no sé... Somos tan retorcidos los mayores...
Y ya ves, llevo ya cincuenta y tantos años cargando cada mayo con la cruz de tu promesa. Ya no puedo dejarla, porque aún me atormentan tus ojos arrasados en lágrimas, tu mirada herida de pobreza. Aún llevo tus sollozos contenidos clavados aquí, en lo más hondo del alma. He olvidado tu nombre, aunque te llame Mary ¿me perdonas? pero mira, tu rostro no lo podré olvidar jamás, hasta que muera... Es tan triste no tener qué ponerse para tener que competir con la riqueza...
Aún me siguen acosando, y no creas, no son precisamente los más ricos, a veces es la gente mas pobre. Los entiendo ¿sabes? No quieren que su niña sea menos que nadie ni pase por una humillación como la que pasaste tú, y quieren igualarse con quien sea, y como sea, y a costa de lo que sea... Después de tanto tiempo ¿por dónde andarás tú ahora ...? te he perdido de vista pero no te eché en el olvido, ¡ah, eso de ningún modo! Sigo pensando en ti, en tu cara rosada, en tu saya plisada con tirantes, en tus verdes sandalias, me acuerdo que eran verdes...
Hoy te escribo esta carta, mi pequeña Mary, para que sepas que te he sido fiel en la promesa, que aún persigo ese fantasma de querer la igualdad, de amar la fraternidad dentro de la libertad para todos, porque el pobre si es pobre ya no es libre del todo. Así que desde este rincón donde me acojo y me cobijo cada anochecer a solas con todos mis silencios, tu recuerdo estos días ha saltado a las primeras páginas de mis recordatorios. Con él me saco la espina de alguna palabra que otra.
Seguramente nunca estas líneas llegarán a tus manos, pero hoy necesitaba hablar contigo y decírtelo, aunque no me escuches, para que aquellas tus lágrimas sobre tu blusa blanca e inocente, en un domingo diáfano de mayo, me sigan dando fuerza para predicar a mis gentes que Dios sigue aún siendo bueno con todas sus criaturas, y que aún sigue gritando que debemos amarnos... y que la caridad bien entendida empieza, a lo mejor, hasta por un pobre vestido de Primera Comunión.

José Manuel Feito 
(Desde hace 50 años Párroco de Santo Domingo de Miranda de Avilés)

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