domingo, 9 de diciembre de 2018

José María, el sacristán de Muñón Cimeru. Por Rodrigo Huerta Migoya

De la Parroquia de Santa Eugenia                                                                 

Aunque el libro de D. Silverio Cerra señala el nacimiento de  José María Fernández Martínez el 9 de Mayo de 1915, en realidad nació el 5 de Mayo de dicho año, correspondiendo la fecha del 9 de Mayo a su bautismo; es decir, su nacimiento para Dios.                                                                       
La historia de José María no se entiende sin imbuirse en la de la localidad de Muñón Cimero o Cimiru (en asturiano). Bella población del concejo de Lena de la que se llegó a decir que había más hórreos que casas, sin duda por su fértil suelo que concedía abundantísimas cosechas y frutos de la tierra a los vecinos del lugar que vivieron únicamente de la agricultura hasta los inicios de la actividad minera, la cual se inicia con la renombrada ''Mina Eugenia'' de la Soterraña; mina de mercurio, mineral, arsénico, cinabrio... siendo la primera empresa titular de la misma "Asturian Mining Company". La vida del lugar cambió, pero tampoco podríamos decir que para mejor, pues la vida de la mina era dura, mal pagada y más peligrosa incluso que las de carbón por su alta toxicidad, la nula prevención de riesgos laborales en la explotación y el agravante de una permanente presencia del desagradable gas metano procedente de una explotación de antracita... Si barrenaban con arsénico puro podían producirse explosiones como las del grisú en el carbón. 

Hoy podemos decir que Muñón es rural y minero, pequeño y grande, con sus barrios del Vache, Cuvicha, La Casa Nueva, El Caleyón, el Palombarón... y con muchas devociones y fiestas hondamente arraigadas como las de San Juan Bautista, El Carmen, San Antonio, Santa Eugenia etc. Algo que resumen y sintetizan unas letras del poeta lenense  Francisco de la Presilla:

En pasando La Barraca la cuesta arriba empezó
camino de Soterraña donde la mina paró;
la mina que envenenaba, la mina que descastó
prados verdes y floridos que el paisaje desoló.

Dos fiestas hay en el Valle
que relucen más que el sol,
en Muñón Cimeru El Carmen
y San Antonio en Muñón.

Hoy de nuevo florecido, resplandece como el sol,
Engalanando sus casas con maíz en corredor;
Pueblos y aldeas muy bellas de renombre y tradición,
Hermosa tierra bendita la parroquia de Muñón.

Este Muñón Cimero es el pueblo que le vio nacer a nuestro mártir y también a sus padres, Pedro Fernández Fernández y Mª de las Mercedes Martínez Sánchez. Y, curiosamente, casi todos sus abuelos eran igualmente oriundos de Muñón Cimero; los dos maternos Juan y Salomé, así como el abuelo paterno Felipe. La única de fuera era la abuela paterna, Ramona, que era gallega de Rao (Lugo) pero diocesana de Oviedo, al ser dicha parroquia territorio de la mitra ovetense.

Como curiosidad de su partida de bautismo, el entonces párroco D. Bernardo Blanco Hevia detalla: ''advertí al padrino el parentesco espiritual y demás obligaciones'' (que la madrina no contrajo). Fueron sus padrinos José María Álvarez y María Álvarez. Y recibió las aguas del bautismo con el nombre de ''José María Jesús'', un nombre que homenajea a la Sagrada Familia de Nazaret.

Toda su parentela eran de una vivencia católica modélica, pero si alguien sobresalía de forma especial en este capítulo era Pedro, el padre de José María. Cumplidor y recto que siempre potenció los valores del Evangelio en su casa. Era hombre caritativo y atento con los vecinos del pueblo que requerían auxilio en cualquier circunstancia. 

Pedro Fernández es feliz y ha cumplido todas sus aspiraciones; se ha casado con una mujer excepcional, ha construido un hogar con dos hijos (varón y mujer) y tiene a sus padres y a sus suegros apoyándoles en todo, y su vida espiritual pasa por sus mejores momentos gracias a su colaboración desinteresada y práctica religiosa diaria en la Parroquia. 

Vive días de gran gozo con los primeros sacramentos que empiezan a recibir sus hijos: el bautismo, la primera confesión, la primera comunión... Pero cuando menos lo esperaba, la muerte visita aquel hogar feliz mediante una repentina enfermedad que arrebata la vida de la joven Mercedes, su esposa. De la noche a la mañana se ve sólo con sus dos pequeños y sus ancianos padres y suegros requerían ya de las atenciones de su edad. 

Pedro se refugió en su fe tratando de seguir adelante y sin dejar de llorar a su amada. Años después de haber enterrado su esposa aparece, casi por pura providencia, una mujer idílica que se enamora del piadoso viudo; la muchacha se llamaba Etelvina Sariego. En un primer momento el padre de nuestro protagonista se mostró reacio a una nueva relación: ¿qué dirá la familia?, ¿qué dirá el pueblo?... ¡mi pobre Mercedes!... Por aquellas fechas aún estaba muy asumido que aunque falleciera el cónyuge había que guardarle respeto hasta la muerte, pero lo que más condicionaba a Pedro era su fe. Parece que finalmente se salvaron esos obstáculos y que posiblemente sería el mismo párroco quién animara al buen feligrés a rehacer su vida en una segundas nupcias, consiguiendo así darles una madre a sus hijos, una mujer a su destartalado hogar y cambiar el talante triste de su rostro con una nueva compañera en el camino por andar.

Los dos niños y toda la familia la recibieron con tanto amor y transparencia que el que no lo supiera podría creerse sin duda alguna que aquellos niños eran suyos propios.


Con los Maristas de la Pola de Lena

Dos hitos marcarían la vida de fe de José María, en primer lugar su infancia en un ambiente de amor y cariño que le proporcionó el mejor oxígeno para su iniciación como creyente, y, por otro lado, los religiosos Maristas en cuyo Colegio de Pola de Lena estudiaría y empezaría a discernir el misterio de su vocación, como irrenunciable llamada de Dios.

No confundamos aquí a los Maristas con los Marianistas. Los Maristas llegaron primero a la Diócesis, en concreto en 1903 reclamados por el entonces prelado de Oviedo Monseñor Baztán y Urniza, para hacerse cargo del Asilo del Fresno, fundado en la Avenida del Cristo por el P. Vinjoy al objeto de la escolarización de niños abandonados. A partir de esta Fundación a principios del siglo XX nacen tres nuevas en Pola de Lena, Grao y, finalmente, el Colegio Auseva de Oviedo.

 Los Marianistas, por su parte, llegaron en 1960 fundando su Comunidad en Pola de Lena al frente del Colegio del Pila en dicha villa. Los Maristas fueron fundados por el P. Marcelino Champagnat, mientras que los Marianistas lo fueron por el P. Guillermo José Chaminade. Los Marianistas son sacerdotes, y los Maristas sólo religiosos. 

Con estos datos entendemos ya aquí las claves de su discernimiento. ¿Por qué no ser religioso marista? José María, aunque admiraba a los entregados frailes de su colegio, que con tanto cariño y entrega se esmeraban en educar en claves de fe a los pequeños lenenses, ese no era el lugar ni el objetivo principal del muchacho. Él quería ser sacerdote, poder presentar a Cristo por sus propias manos a los hombres; dedicarse a los niños sí, pero también a los adultos, a los ancianos, a los enfermos, a los pobres, a los jóvenes contrayentes, a los moribundos y a los necesitaban descargar el peso de sus pecados con un confesor... En definitiva, él quería ser cura de pueblo como su Párroco y los párrocos del concejo que bien conocía por los funerales de Muñón a los que éstos acudían para asistir y dar "rango" celebrativo, como se estilaba entonces.

Sin embargo la espiritualidad de los Maristas le marcaría también profundamente e hizo suyo en su interior el lema de la Congregación: «Todo a Jesús por María, todo a María para Jesús». En la Parroquia, en el Seminario y en su propia casa, dió muestras sobradas de una especial sensibilidad con los más pequeños, de ser muy cercano a los niños y de saber comunicarse con ellos en cualquier situación. Para muchos esta es la prueba fehaciente de que los años con los Maristas en Pola no pasaron en balde. Sus hermanos pequeños siempre recordaron que cuando José María venía en vacaciones del seminario, por los que más se desvivía y miraba era por éstos. 

Los Maristas vieron sin duda en aquel muchacho de Muñón una clarísima vocación, pero ellos muy honestos y fieles al manifiesto discernimiento del chaval, le remitieron al Seminario de Oviedo. Pues algo que los buenos hermanos siempre tuvieron presente en el discernimiento de vocaciones para su Instituto fue no aceptar jamás a un joven con la mínima aspiración sacerdotal, pues así lo quiso el Fundador en su deseo de que los religiosos sólo tuvieran como misión la formación educativa, algo que no podrían desempeñar al cien por cien los presbíteros.

Además de los consejos de los religiosos y del apoyo de su Párroco, también fue determinante el apoyo de su familia. A su padre le hizo inmensamente feliz y parece que fue el que más le animó y ayudó siempre a despejar dudas y miedos.


Estirpe de Sacristanes

José María, años después de realizar su Primera Comunión llegaría a ser el sacristán de la Iglesia Parroquial de Santa Eugenia de Muñón Cimero, algo que para él significaba tanto como le exigía también a nivel personal, pues además de suceder en el cargo a su padre y a su abuelo sabía que debía cuidar con mimo las cosas de Dios para que las celebraciones fueran lo más dignas posibles. 

He aquí dónde más se fortaleció aquel germen vocacional del chaval. En aquella pequeña sacristía donde el chico preparaba las celebraciones, repartía las flores en jarrones y le preguntaba a su buen cura sus dudas en temas litúrgicos y celebrativos. Esas curiosidades o interrogantes "profesionales" que al joven se le iban presentando germinaban al tiempo inquietudes personales y trascendentes. Allí le doblaba a su Párroco la casulla y el alba para la Eucaristía del día, el estolón morado para el confesionario, la capa negra para ir a buscar a un difunto al domicilio para el funeral... Así, en su misma parroquia, empezó a admirar el sacerdocio y a vislumbrar una entrega total, pues iba viendo cómo a todas horas alguien venía a la sacristía o llamaba a la puerta de la rectoral reclamando al sacerdote. Supo al estar tan cerca de él como sacristán y fámulo, de igual forma que veía que el sacerdote se daba todo el tiempo a los demás. Daba amor a los demás porque se lo daba al mismo Dios, como así como lo resumió el Cura de Ars: ''El sacerdocio era el amor del Corazón de Jesús''.

Los momentos para preparar la sacristía eran siempre a costa de sus ratos libres; es decir, por las tardes cuando no tenía escuela y en los momentos que era excusado que echar una mano en casa, los dedicaba a la Parroquia y sus necesiddes. Aprendió ser cumplidor y preciso con su responsabilidad heredada de su padre, el cual siempre le inculcó altos valores como el tesón y la puntualidad. Y en esas tardes también tenía que encontrar tiempo para las tareas de la escuela, las lecciones del día siguiente o estudiar para algún examen... Destacó José María por unas preclaras dotes para letras,  al contrario que las matemáticas y todo aquello relacionado con los números, que nunca le gustaron nada. Más siempre se esmeró por tratar de sacar todas las asignaturas lo mejor posible, aunque en las de letras lograba buena nota sin apenas esfuerzo.

El abuelo Juan, el veterano sacristán de la familia, parece que también tuvo mucho que ver en su vocación, y es que personas próximas al hogar del chico contarían años después que el abuelo Juan habría tenido en su juventud inquietudes sobre su posible vocación sacerdotal, declinándose finalmente por formar un hogar cristiano con su vecina, amiga y luego novia y esposa Salomé. Nunca se arrepintió del paso que dió pero siempre rogó a Dios para que algunos de sus hijos o nietos se consagrara totalmente al Señor. Parece que los ruegos y ofrecimientos espirituales del abuelo Juan fueron escuchados, sin embargo, Dios le concedería algo aún mayor, no sólo le dará un nieto sacerdote sino un nieto Santo. Ya cuando era niño las vecinas decían de José María que era un buenazo, no digamos ya cuando volvió en sus primeras vacaciones del Seminario con su sotanilla; no sólo parecía un santín, sino que su forma de ser tierna y dulce ya daba muestras de que era un hombrecillo de Dios. Cuando la noticia de su martirio llegó a Muñón pronto se diría: ''murió como un santo porque lo era''. El abuelo Juan se murió sin un sacerdote en la familia pero aseguró para todos un intercesor en el cielo.

José María dejará Muñón Cimero para ingresar en el Seminario de la Inmaculada de Valdediós (Villaviciosa) en el año 1927. 


Predilección por su hermana, y por el Seminario

Dicen que los grandes amores de la vida de José María no fueron otros que su madre, la Madre del Cielo y la Iglesia, pero tras la muerte de su madre creció aún más su amor y anhelo de proteger a su hermana pequeña, Alicia. Y no es que Servanda -la madrastra- tratara mal a Alicia o la quisiera menos que a su hijo Cundo, pero José María siempre evidenció su predilección por ella consciente de que era un poco más de su responsabilidad, pues ésta era la que menos había disfrutado y conocido a su madre. Su hermana era la mejor herencia que tenía de su madre y el mayor regalo que podía hacerle tras su fallecimiento. Al tiempo era igualmente grande el cariño que sentía por su nueva madre y su nuevo hermano. Aquél un hogar ejemplar donde en medio de las escaseces reinaba la armonía

Alicia Fernández Martínez, su hermana, aportó para la ''Positio'' de la Causa de Beatificación sus recuerdos de infancia al lado de su hermano, y afirmaba de él que: ''Para mí era maravilloso (...) no se peleaba nunca conmigo y me quería muchísimo''. Lo describe como agradable, abierto, alegre, cariñoso... Era todo corazón.

Igualmente, sus compañeros de Colegio y amistad testificaron que jamás le vieron enfadado, que nunca en la vida se peleó con nadie y que no sabía lo que significaba la palabra enemigo... Lo calificaron de afable, de carácter reposado y muy sociable; siempre huidizo de altercados y problemas, con ardor de caridad y sembrador de paz. Es decir, que no se tilda a José María de "bueno" por la mera circunstancia de que le asesinaron vilmente, sino que a lo largo de toda su vida dio muchas muestras de vivir en clave de amor de Dios.

Sus compañeros de Seminario reconocerían tras su muerte que su carácter le propició contar con el aprecio, simpatía y amistad de todos los que le conocieron. Era sencillamente un chico normal que cumplía en sí mismo lo que decía San Pablo: "La caridad consiste en alegrarse con aquellos que están en el gozo y en llorar con aquellos que están en el llanto" (Rom, 12.15). Y así José María vivía la magia de una rutina que no se hacía pasar él sino descubriendo cada día en aquel rígido y encorsetado horario del Seminario la cara de Dios en las cosas y en los hermanos.

Desde el Seminario escribía a casa preocupándose por Alicia y por toda la familia. Cuando iba a Muñón sólo relataba lo bueno que era ser seminarista, callando casi siempre las estrecheces por la que pasaban en Valdediós, sobre todo por el frío y la paupérrima comida. Pero también aquella vida tenía sus cosas buenas como las partidas de frontón, deporte que le encantaba y en el que dicen que demostraba una gran destreza. Así como las horas de capilla disfrutando de los rezos de la "liturgia de las horas" que hacían en comunidad en la preciosa iglesia del viejo cenobio bajo la atenta mirada de Nuestra Señora, que desde el retablo mayor mostraba esos ojos misericordiosos a los pequeños seminaristas y que tantas plegarias desgranaron a sus pies.

Era muy cantarín y tenía buena voz nuestro protagonista. Y es que si algo jamás pudo olvidar su hermana fue precisamente su voz, sus canciones, los cantos litúrgicos o populares que les enseñaba a ella y a Cundo cuando en verano iban a la hierba con el resto de la familia. Años después, cuando José María ya se había ido a la casa del Padre, Alicia cuenta cómo al ir a misa en Muñón y escuchar en la celebración alguno de los cantos que su hermano mayor le había enseñado no podía evitar la emoción y las lágrimas, y recordaba el Salmo 41: "¿Por qué te acongojas, alma mía,por qué te me turbas?; Espera en Dios, que volverás a alabarlo: Salud de mi rostro, Dios mío".

Pero si ya era feliz en el Seminario de Valdediós a pesar de la precariedad en la que vivían, donde había que romper cada mañana de invierno la capa de hielo de la palangana para poderse asear, la felicidad plena llegó con su paso al Seminario de Oviedo en el cual la comida ya era bastante mejor y estaban algo más protegidos del frío, aunque el Conventón de Santo Domingo era ya viejo y se quedaba pequeño para tantos seminaristas que allí se formaban.

En el Seminario le asignaron la responsabilidad de atender la ropería, uno podría pensar que lo hubiera hecho mejor de sacristán, pero él asumió aquel encargo con el mayor entusiasmo y obediencia, y lo desempeñó con total eficiencia, preocupado de que no se mezclaran las prendas, de que todas estuvieran numeradas y del orden y cuidado de la propia ropería. Como era un lugar por el que todo el Seminario debía de pasar obligatoriamente en nada se hizo con el nombre de todos, y a menudo por su buena memoria sabía casi al dedillo el número que correspondía a cada seminarista como distintivo de sus prendas. Por desgracia, estos insignificantes números serían los que el día de la identificación de los cadáveres servirían para identificar a muchos de ellos, cuyos cuerpos eran irreconocibles por el deterioro.


El miedo a lo que se veía venir

El joven José María tenía miedo, muchísimo miedo humano y racional. En los últimos tiempos ya venía cuidándose de no llamar la atención, de ser cuidadoso en sus traslados de Oviedo a Lena, pero aún así le atemorizaba no sólo poner en peligro su vida sino de forma especial la de los suyos. Si se hablaba de matar a los que simplemente van a misa, ¿qué harían entonces a la familia de un futuro sacerdote?. Era lo que más le preocupaba, antes que él mismo.

A José María le ocurría exactamente lo mismo que a sus amigo y compañeros de Seminario Gonzalo Zurro -que vivía en Figaredo- y a Mariano Suárez -que vivía en el Entrego-. Ambos por vivir en la Cuenca minera y encontrarse por ello en el magma del conflicto presagiaban y entendían muchísimo mejor que sus compañeros que la situación político-social asturiana del momento estaba apunto de vivir toda una revolución, fruto de algunas corrientes ideológicas exacerbadas que tenían su caldo de cultivo en el corazón del mundo industrial del Caudal y el Nalón. 

El tema no era ya una simple huelga, las cosas pintaban muy feas pues en la cuenca minera todo el mundo sabía que se estaban almacenando armas y explosivos de forma muy llamativa. Se estaba dando forma a la revolución, aunque enmascarándolo todo en un espíritu sindicalista que desde la CNT hablaba de "agrupaciones y alianzas obreras". La izquierda comunista y el PCE daban el enfoque y color ideológico de las mismas.

José María, en aquel verano de 1934 cae en la cuenta de que es posible que sea la última vez que está en su pueblo. La situación se estaba poniendo tan fea que incluso duda si volver o no al Seminario. A sus amigos más íntimos les dice que no quiere regresar a Oviedo, no porque tuviera dudas de su vocación sino precisamente porque la tenía tan clara que él quería verse sacerdote algún día, y era muy consciente que dadas las circunstancias si volvía al Seminario su vocación no llegaría al Altar sino a la tumba. Quizá esta dificilísima decisión fue la que más maduró aquel estío. A los suyos de casa nada les dijo de cómo había sido el último curso, pero a sus amigos y a su párroco sí que les contó que había sido un calvario; que ni al patio podían salir, pues la gente les insultaba y vociferaba junto a los muros y fachadas del Seminario pidiendo sus muertes, blasfemando o insultando a la Iglesia. 

Al final -y ese fue su final- dijo que sí; que volvía a pesar de todo. Quizá ya había caído en la cuenta de que debía ponerse en manos de Dios y que si este le quería sacerdote así sería, y que si le quería Mártir, lo mismo. En sus manos se dejó y a su Providencia se dispuso. No se hubiera perdonado quedarse en su pueblo y enterarse después que habían sacrificado a sus "hermanos" mientras él por cobardía hubiera renegado del Señor. Pero el miedo no le abandonó, los últimos días cambiaba de opinión cada poco, presionado por los demás, pues todo el mundo le decía lo que debía hacer o no.

Sus vecinos y amigos de Muñón le decían que no volviera en aquel momento al Seminario, y sus hermanos, su madrastra y hasta su propio párroco Don José, compartían esa teoría. Sin embargo, su padre y su abuelo apoyaban que no podía desertar de su vocación por miedo, cuando quizá todo podía quedar en agua de borraja. Era apenas un adolescente, pero actuó como todo un adulto. En su despedida de casa el día que partió lo hizo con total normalidad y serenidad, sin melodramas ni "por si acaso"... Partió como si al día siguiente fuera a volver como tantas otras veces.


Y ofreció su vida al Señor 

Cuantas veces subiría veloz José María hasta la Capilla del barrio del "Bache" para saludar a Nuestra Señora, a su querida Virgen del Carmen, a la que tanto quería; a la vera del viejo Palacio de los Bernaldo de Quirós. La devoción a la Bienaventurada Señora del Monte Carmelo está muy arraigado en el pueblo, y José María así lo hizo suyo; el amor al escapulario en sábado, como día de la Señora. Allí, en la capilla, una antigua leyenda que José María conoció reza: ''PRIMERO EL MAR A LAS FIERAS DARÁ ARRAIGO. LA TIERRA SERÁ DE PECES HABITADA. LAS AVES CUBRIRÁN EL AIRE ENEMIGO. EN REGIÓN TAN ANCHA COMO DILATADA. SE VERÁ AL ALCÓN DE LA PALOMA AMIGO. DEL RÍO LA CORRIENTE ATRÁS PRECIPITADA. PRIMERO EN FIN EL FUEGO COMBERTIDO EN HIELO. QUE DE SUS ME OLVIDO VIRGEN DEL CARMELO".

Y fue en sábado, día de la Virgen María y del Carmelo cuando vivió José María su "Getsemaní", su preparación para el final, su ofrenda total y plena. Aquel sábado séis de Octubre que en la tarde supuso para los seminaristas su particular "Jueves Santo", previo a la Cruz. El día de la ejecución
-siete de Octubre- era domingo, día del Señor; día en que los cristianos acudimos a la Iglesia para alimentarnos de la Palabra y el Cuerpo del Señor. El grupo de seminaristas no pudo participar aquel día del Santo Sacrificio de la Misa, pero, sin embargo, hicieron de sus humildes vidas toda una Eucaristía por sus muestras de perdón, por defenderse tan sólo con el amor. Al hilo de este hecho recordaba recientemente el Cardenal Rouco que ''la Eucaristía es la perpetua actualización del primer y supremo sacrificio del Señor, sobre el que se fundan y fundamentan todos los martirios''.

Y es que estos jóvenes asturianos, por seguir a Cristo no sólo en su vocación concreta sino también por no negarle una vez que fueron detenidos, asumieron la senda que llevaba a la Pasión. Aceptaron el camino para ser Mártires tras los pasos del primer mártir, Rey y Señor de todos: Jesucristo Crucificado. Él murió por confesar que era el Hijo de Dios y los seminaristas -como todo mártir- por no negar que eran sus discípulos.

Entre el anochecer del sábado y el amanecer del domingo rezan, guardan silencio, se preparan para lo que pueda pasar... Pero hay algo muy curioso, entre las cosas que hablan quisiera destacar tres que me parecen ciertamente hermosas: en primer lugar hablan de sus pueblos natales y comparten el orgullo que cada cual siente hacia su parroquia de origen, sus tradiciones, sus devociones... ¡Cómo presumiría José María de su Muñón Cimeru!. Después parece que hicieron recuento de los objetos de piedad que llevaban encima (rosarios, crucifijos, escapularios...) seguro que alguno de los escapularios era del lenense, pero por desgracia muchas de las pertenencias que llevaron encima se perdieron. Y, finalmente, invocaron a la Virgen de Covadonga, bajo cuyo amparo se pusieron prometiendo a la Santina una visita a su Cueva si sobrevivían a aquellas horas.

Apresados los siete seminaristas una vez descubierto a Gonzalo, caminaron arrestados el trayecto de las calles Travesía del Monte Santo Domingo (ahora llamada Calle de San Melchor Garcia Sampedro) y la Calle Santo Domingo (ahorra llamada Calle Padre Suárez). Llegados al portón -hoy desaparecido- a la altura que ahora ocupan los números  25 y 27 fueron ejecutados. Parece que todo se precipitó cuando alguien gritó en esa calle: “¡Matáilos, que son curas!”. Se comentó entonces que el hombre que gritó era de la cuenca, quizá por su acento asturiano tan pronunciado o tal vez por encontrarse en ese mismo lugar la parada de autobús ''del Carbonero'' que iba a Langreo. Tras morir Gonzalo, Ángel y Mariano, una vez herido José -que se hizo el muerto- y asesinado Jesús, le llegó el turno a José María que fue el penúltimo en ser disparado, antes de terminar con la vida del pequeño Juanjo. Una vez que todos habían sido disparados, remataron a tiros y golpes a los que aún daban indicios de permanecer con vida y se movían. Gastaron su munición que descargaron contra aquellos jóvenes que no tenían otros delito que el hecho de ser seminaristas. Hubo personas de izquierdas que conocidos los hechos -que causaron honda conmoción en Asturias- trataron de justificar aquella matanza afirmando que los habían confundido con sacerdotes. No hay justificación, pues evidente era que aquellos jóvenes más bien "guajes" aún, no daba lugar a error ni confusión ni siquiera con el más joven cantamisano. Algunos eran más niño que jóvenes. Ser "cura" -citada justificación-  también era delito capital.

Tan solo salvó la vida José González, pues habiendo evitado ser rematado al hacerse el muerto en una primera descarga, obtuvo después clemencia gracias a una mujer que pasó por el lugar y suplicó que no remataran al muchacho al darse cuenta de que no estaba desangrado como el resto, y que no llevaba tonsura en el pelo. La mujer increpó a los milicianos reprochándoles: ''ese no es de los curas''. Los revolucionarios levantaron a José y le preguntaron si era cura o no, a lo que respondió que no era sacerdote sino tan sólo un estudiante. Le perdonaron la vida enviándole como prisionero a Mieres por orden del que estaba al mando del grupo. 

Los cuerpos de los seis seminaristas fueron llevados al cementerio y tirados a una fosa común con muchos cadáveres más. Veintiún días después del martirio y tras los oportunos trámites desde el Seminario para lograr el permiso de la autoridad militar y sanitaria, se pudo proceder a la exhumación de los cuerpos, su reconocimiento y sepultura. Los cuerpos de Ángel y Juan José partieron para sus respectivas localidades. El cuerpo de José María, junto a los de sus hermanos de seminario y martirio, Gonzalo, Jesús y Mariano fueron enterrados con los del Padre Pallarés y el Hermano González, de los Paules, en un sencillo panteón presidido por una solemne cruz y con un epitafio que rezaba: ''SALVETE, MARTYRES CHRISTI”.

Ocho años después, la diócesis decidió trasladar los restos de los cuatro seminaristas a unos nichos que habían adquirido para conservarlos en espera de una futura apertura de la Causa de beatifición y el correspondiente culto público a sus reliquias. En la lápida, además de los nombres, se consignó: ''Seminaristas. Víctimas de la Revolución de Octubre de 1934. R.I.P.''. En el día del Seminario del año 2013, ''Año de la Fe'', fueron trasladados con autorización de la Santa Sede de sus respectivas sepulturas a la Capilla Mayor del Seminario Metropolitano de Oviedo''. 

Que José María y sus compañeros intercedan por nosotros. En ellos se ha cumplido la palabra de Jesús:  ''Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes'' (Jn 15,18).

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