miércoles, 25 de abril de 2018

El cura progre. Por Carlos López Díaz

La Iglesia, al abrir de par en par sus puertas, quiso facilitarle la entrada a los de afuera, sin pensar que más bien les facilitaba la salida a los de adentro.

Un día, un cura ya mayor fue enviado a una nueva parroquia de un barrio trabajador. Desde el principio trató de demostrar a los feligreses que, pese a su edad, era un sacerdote de ideas avanzadas, cercano a los pobres y con mente abierta.

En su primera homilía dominical habló a favor de los refugiados, de las dificultades de los jóvenes para encontrar empleo y aludió vagamente a la hipocresía de condenar el aborto y no, al mismo tiempo, la pena de muerte. Al final de la misa, algunos feligreses se acercaron a darle la bienvenida, y aprovecharon incluso para felicitarle por el sermón.

Al domingo siguiente, observó que la asistencia había disminuido. El cura pensó que se trataría de “deserciones” de los más tradicionalistas y conservadores, descontentos con su homilía de la semana pasada, a diferencia de los que no dejaron de acudir. Así que en atención a estos últimos, siguió en la misma línea “avanzada”. Esta vez se mostró favorable a que los divorciados vueltos a casar pudieran comulgar, y tuvo palabras de comprensión con los “otros modelos de familia”. No percibió la menor incomodidad por sus palabras; al contrario, algunos feligreses, a la salida de la iglesia, le saludaban sonrientes.

El domingo siguiente, el templo estaba medio vacío. En bancos enteros de las primeras filas no había nadie. El cura por primera vez se sintió inquieto y esta vez pensó que quizás los que se habían marchado lo juzgaban aún excesivamente conservador. Así que pronunció su sermón endureciendo el borrador inicial con una redacción más explícita de la que tenía prevista, aunque sin modificar sus ideas. Llegó a decir que los sacramentos no tenían realidad sustancial, sino que eran meros simbolismos, prácticamente prescindibles. Se mostró sin ambages contrario al celibato sacerdotal y por último terminó apoyando que la Iglesia donara todas sus riquezas y se desprendiera de “ritualismos vacíos”, para volver a la pureza primitiva del Evangelio. Un feligrés, entusiasmado, inició unos aplausos, que empezaron a ser seguidos por otros, y que el propio sacerdote, azorado, hubo de cortar.

El domingo siguiente, sólo había en misa un matrimonio de ancianos. A la salida, y sin ocultar su desconcierto, el cura abordó a los dos únicos asistentes. Tras agradecerles que hubieran acudido a la eucaristía, les preguntó directamente si conocían las causas del descenso de asistencia.

–Tal vez –quiso sonsacarles el sacerdote, un tanto herido– los fieles se sienten más atraídos por otra parroquia cercana, con un cura joven que seguramente es muy abierto y moderno…

-Oh, no, en absoluto, mosén –respondió la anciana–, la gente habla muy bien de usted. Lo que pasa es que algunos curas dan a entender que no hace falta ir a misa ni creer en el catecismo, que basta con ser buenos. Y claro, hay tantas cosas que hacer los domingos…–La anciana dijo esto con una inocente sonrisa, sin que nada indicara que estaba aludiendo a su interlocutor, salvo quizás un cierto brillo en su mirada.

–Entonces… ¿por qué ustedes siguen viniendo a misa? –preguntó el cura ya francamente intrigado.

–Bueno –dijo la anciana casi con tono de disculpa–, es que mi marido y yo estamos algo sordos, y durante los sermones nos quitamos los audífonos. Quizás por eso seguimos siendo católicos –dijo la anciana con la misma sonrisa, aunque quizás un brillo algo más penetrante en sus ojos.

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