viernes, 2 de septiembre de 2016

Conferencia Los seminaristas mártires de Oviedo y los mártires de Nembra


Están siendo varias las aproximaciones en torno a esta realidad que nos ocupa en esta edición de los Cursos de La Granda sobre los mártires cristianos. Gente que muere como consecuencia de tanto fanatismo, violencia y terrorismo, llenan las necrológicas de nuestros medios de comunicación con tan funestas noticias. Pero hay que descartar la asimilación con otros hechos que pueden arrojar una cierta similitud en algunos de sus factores, pero que no responden al significado genuino que en la tradición cristiana hemos dado a los mártires.

1. El martirio, vivencia genuinamente cristiana

No estamos ante un tipo de víctimas que sucumben sin más por el odio ante la raza o la cultura, la clase social o la afiliación política. Estamos hablando de personas que entregan la vida pudiéndose quedar con ella, en un gesto de suprema libertad con un santo heroísmo que sólo es posible por el auxilio de la gracia de Dios.

El paredón de fusilamiento, el tiro en la nuca o la bomba lapa, el indiscriminado abanico de contextos en los que un terrorista acaba con la vida de personas sacrificando también la suya propia en el intento… Podríamos decir que estamos ante los distintos escenarios en los que hay un común denominador: la vida te la arrancan de modo violento.

Pero el hecho en sí, con toda la dureza objetiva y la tragedia que describe tamaño lance, no puede ser equiparable sin más unificando todos los casos y metiendo al mártir cristiano en la página común de sucesos luctuosos.

No se trata, obviamente, de hacer un apartado intangible de aristocracia moral para entronizar a nuestros caídos, pero sí subrayar algunos factores que confluyen en el motivo por el que al cristiano se le quita la vida violentamente, y la actitud que él tiene al asumir el más alto testimonio de su fe, perdonando a quienes no le perdonaron a él.

Nunca lo entenderán quienes no caminan por los caminos que Dios frecuenta, quienes calculan la crispación y usan de la mentira, quienes malmeten, calumnian e insidian, los camaradas de la oscuridad tenebrosa que no aman ni la luz ni la vida. La historia cristiana de España relata una historia paradójica también en la carne de sus mártires: la bienaventuranza de la vida que sobrevivió para siempre jamás a la muerte maldita en aquellos mártires cristianos (matados por el odio a la fe, “pro odium fidei”) que entre los años 1934 a 1939 fueron víctimas de una terrible confusión, una persecución enloquecida, una represión que en nombre de la libertad se trocó en liberticida.

Cuando la Iglesia los va beatificando no relata el escarnio que sufrieron antes de morir, ni se quiere reconstruir aquel terrible escenario, ni siquiera se pronuncia el nombre de los verdugos, sus enseñas y sus siglas. Nada de eso constituye nuestra memoria histórica. Nuestro recuerdo es paradójicamente mucho más subversivo, porque no nace del resentimiento ni pretende reescribir la historia para imponer el olvido de una parte con injusto ajuste de cuentas. No esgrime la provocación que no pretendemos sino que busca el reconocimiento que nos abre a la gratitud y reconciliación que en estos mártires aprendemos. La impresionante paradoja de que en el paredón del odio de ellos no salió queja alguna, que murieron amando a Dios testimoniando su belleza, y como hizo el Maestro, mirando a quienes no sabían lo que hacían, imploraban a Dios para ellos el perdón y la clemencia.

En el año 2007 hubo una macro beatificación en Roma de 498 mártires españoles. Entonces dijimos los obispos en nuestro mensaje que “el martirio es el signo más auténtico de la Iglesia de Jesucristo: una Iglesia formada por hombres, frágiles y pecadores, pero que saben dar testimonio de su fe vigorosa y de su amor incondicional a Jesucristo, anteponiéndolo incluso a la propia vida. Dado que los mártires son personas de todos los ámbitos sociales, que han pasado su existencia haciendo el bien y que han sufrido y han muerto renunciando a salvar su vida y perdonando a quienes los maltratan, nos sitúan ante una realidad que supera lo humano y que nos invita a reconocer la fuerza y la gracia de Dios actuando en la debilidad de la historia humana”.

La fe no se profesa sólo con los labios, sino con toda la vida que llega incluso a entregarse como supremo acto de amor. Jesús se atrevió a llamar dichosos a quienes sufren las lágrimas, el hambre, la acechanza... haciendo de su llanto un canto sereno, vistiendo sus penurias de galas inimaginables, saciando sin empacho el corazón, y suscitando en la persecución peregrinos de la eternidad que ya nadie ni nada detendría. Sin duda alguna, estamos ante una revolución de los valores con esta proclama de las bienaventuranzas: lo que paradójicamente llama el Señor dicha y felicidad, el mundo lo denomina infeliz desdicha. ¿Cómo es posible semejante trueque y trastoque? ¿cuál es el secreto por el que una maldita malaventuranza se convierte en bienaventuranza bendita? Son las paradojas de Dios.

¿Cuál fue su presunta fechoría que había que reprimir con tamaño exceso por parte de quien siega la vida? Su ridículo delito en la mente de sus asesinos fue la fe que los mártires abrazaron, su vocación vivida, el testimonio cristiano en todas las vías. No se les encontró en sus hábitos y ropas un carné de partido porque nunca militaron en política, ni armas defensivas quienes eran instrumentos de paz rendida, ni odio en su mirada quienes se asomaban a la vida desde los ojos del Señor, ni siquiera una resistencia legítima que hubiera podido resolver la tragedia con una comprensible huida. Eran sacerdotes, frailes, monjas, seminaristas y un puñado de seglares. Sencillamente habían encontrado a Dios en sus vidas, escucharon el susurro de su llamada y dijeron un sí grande a lo que en la Iglesia el Señor les proponía.

Los obispos españoles manifestamos también en el mensaje con motivo de la beatificación de 522 mártires en Tarragona en el año de la fe 2013, que “es una ocasión de gracia, de bendición y de paz para la Iglesia y para toda la sociedad. Vemos a los mártires como modelos de fe y, por tanto, de amor y de perdón. Son nuestros intercesores, para que pastores, consagrados y fieles laicos recibamos la luz y la fortaleza necesarias para vivir y anunciar con valentía y humildad el misterio del Evangelio, en el que se revela el designio divino de misericordia y de salvación, así como la verdad de la fraternidad entre los hombres. Ellos han de ayudarnos a profesar con integridad y valor la fe de Cristo. Los mártires murieron perdonando. Por eso, son mártires de Cristo, que en la Cruz perdonó a sus perseguidores. Celebrando su memoria y acogiéndose a su intercesión, la Iglesia desea ser sembradora de humanidad y reconciliación en una sociedad azotada por la crisis religiosa, moral, social y económica, en la que crecen las tensiones y los enfrentamientos”.

Este es el tono de nuestra memoria hecha recuerdo y oración, conmovidos por tan supremo testimonio de quienes creyeron con fe hasta el extremo de dar la vida, que se torna en testimonio también de amor al morir perdonando a quienes les arrancaban absurdamente la vida. Se podrán escribir panfletos, rodar películas, vociferar en tertulias y dictar leyes que reabren las heridas, pero todo eso caduca con el implacable paso de los días cuando lo que se dice, se escribe o se filma no hace las cuentas con la verdad. Al final sólo quedan los nombres laureados con la corona de la santidad y la palma del martirio de estos hermanos y hermanas nuestros. Con dulzura, sin acritud, sin revancha, ellos han escrito con su sangre la página impresionante de una humanidad nueva y redimida en aquel primer mártir cristiano que dio su vida en la cruz.

Hoy los martirios siguen existiendo en tantas partes del mundo, en donde los cristianos siguen siendo perseguidos, torturados y asesinados. Un verdadero cristiano siempre será un peligro para quienes no aman la libertad, la justicia, la paz o sencillamente la vida. Pero hay también otros martirios que se infligen de modo incruento cuando se banaliza, se cercena, se censura o se penaliza el poder vivir nuestra fe, nuestra caridad y nuestra esperanza. La cruz o el paredón pueden tener tantas formas aunque respondan siempre a una persecución de Cristo y de los cristianos. Nuestra respuesta no puede ser otra distinta a la del Señor y a la de sus mártires que hoy recordamos.

2. El espacio y el tiempo de un testimonio martirial

Toda historia, independientemente de su belleza bondadosa o de su maléfica fiereza, tiene siempre un contexto que la enmarca en las dos coordenadas de cualquier suceso biográfico: un espacio y un tiempo donde acontece. Cuando hablamos del martirio cristiano no lo hacemos de modo abstracto, sino poniendo la fecha de ese tiempo y el domicilio de ese espacio en donde la tragedia de un asesinato vil y el testimonio santo de un cristiano han tenido lugar al mismo tiempo.

Aquí hablamos de dos ejemplos muy concretos, junto a toda una pléyade innumerable de mártires que han ido sucediéndose a través de los dos mil años de cristianismo en tantos sitios y en tantas épocas. Pero aquí nos referimos a dos casos precisos que son los que ahora están en su actualidad más fehaciente por la inminente o próxima beatificación que tendrá lugar en nuestra diócesis ovetense: los mártires seminaristas y los mártires de Nembra.

2.1 Los seminaristas mártires (1934-1937)

Un primer grupo de mártires tiene en común el hecho de ser todos ellos seminaristas, que cayeron en dos momentos: seis durante la revolución de Asturias en 1934 y tres con la Guerra Civil ya comenzada, entre 1936 y 1937. La pregunta que tantos se hacen, se hicieron y se seguirán haciendo es qué habían hecho estos jóvenes entre 18 y 24 años para merecer la persecución, el agravio de tantos modos y finalmente la muerte.

2.1.1 Los mártires seminaristas en la Revolución de 1934

De los retazos biográficos que se pudieron recoger de los testigos de la primera hora, entre familiares, amigos y compañeros, destaca la enorme sencillez llena de una cotidiana normalidad: estudiantes de filosofía y teología, amantes del deporte popular como era el fútbol o el frontón, integrados en sus familias y en sus vecindarios con una alta calidad humana, con inquietudes literarias, filosóficas, teatrales, sociales. ¿Dónde estaba la maldad que habría que sofocar tan fieramente?

No encontramos más que el odio que nacía de la ignorancia y que, ciego a cualquier evidencia, censurador de la verdad verificable, impasible ante una compasión mínimamente humana, se lanzaron como una consigna a eliminar a quienes etiquetaron como culpables de una quimera presuntamente contrarrevolucionaria. Contamos con el largo y minucioso trabajo de la Positio, que con tanta diligencia y generosa dedicación ha culminado el P. Fidel González Fernández, catedrático de historia eclesiástica en varias universidades de Roma, y asturiano del concejo de Aller que estuvo en nuestro Seminario Metropolitano hasta su incorporación a la Congregación de los Misioneros Combonianos. Allí se ha documentado en un trabajo de más de 900 páginas este horizonte martirial viniendo a las conclusiones siguientes:

a) En primer lugar, los jóvenes mostraron tener conciencia del peligro de su situación y de que la peligrosidad derivaba de su condición de creyentes y seminaristas. En ningún momento renunciaron a su fidelidad vocacional y eran sabedores del riesgo que estaban corriendo.

El ambiente reinante en grandes sectores de la población asturiana de entonces era hostil a la vida sacerdotal y a la religión. Algunos testigos hacen mención a esa ignorancia insidiosa e insidiada que movió a la sinrazón en los mineros exaltados desde unas formaciones políticas ensañadamente antieclesiales. Los seminaristas Mariano Suárez Fernández, José María Fernández Martínez, César Gonzalo Zurro Fanjul y Juan José Castañón Fernández procedían de ambientes mineros y eran conocedores de la situación enrarecida del año 34 en Asturias. Concretamente Mariano Suárez, que sentía interés por temas sociales y conversaba de ellos con socialistas que se reunían en un bar situado debajo de su casa, fue advertido por su padre de la peligrosidad del momento y fue aconsejado por familiares para que, al menos, retrasase su incorporación al curso que comenzaba en setiembre de 1934. No obstante, se mantuvo firme y recordó a su hermano la frase que había escuchado a su abuelo: “El buen artillero debe morir junto al cañón”.

César Gonzalo Zurro, poco antes de regresar al Seminario en el otoño del 34, manifestó a su padre y a otras personas su persuasión de la inminencia del estallido de una revolución. Incluso, días antes, había sufrido en su pueblo (Figaredo) los insultos y golpes de un grupo de mineros exaltados, cuando acompañaba a su párroco hasta el pueblo colindante de Santullano. Y José Mª Fernández Martínez, según el testimonio de un amigo de infancia llamado Gabino, conocía la situación, estaba sumamente preocupado y le daba miedo volver al Seminario. Hasta este sentimiento inevitablemente humano quedaba patente en el perfil que otros nos han dibujado de los seminaristas: sentían miedo, estaban preocupados, eran conscientes de lo que se avecinaba… y, sin embargo, no claudicaron ni en su vocación ni en su fe.

Ángel Cuartas Cristóbal, aunque no procedía de una zona especialmente conflictiva a nivel social y político, también conocía y había experimentado la animosidad contra la religión a raíz de la instauración de la República en 1931, según confiesa un amigo de la infancia, Benito Vitorero. A pesar de ello, no quiso dejar el Seminario ni siquiera cuando, a comienzos del otoño del 34, su hermana Elvira, hospitalizada en Oviedo, le advirtió de la inminencia de una revolución.

Ya refugiados en el sótano de una casa cercana al Seminario, los seminaristas se plantearon la cuestión del martirio y mostraron su disposición a ser mártires, aunque dudaran de merecer tal título. La explicación de Juan Castañón parece que les clarificó la cuestión en el sentido de que serían mártires si eran fusilados, pues lo eran por su fe. La propuesta de Gonzalo Zurro Fanjul, aceptada por todos, de dar vivas a Cristo Rey y a España católica, si eran fusilados, es otra muestra de su conciencia del peligro a que estaban expuestos, así como de su disposición a morir por su fe.

En todo momento y a sabiendas del peligro que corrían, se mantuvieron firmes en la fe y la esperanza: rezaron el rosario, hicieron diversos ofrecimientos, recibieron la absolución, algunos se confesaron pensando que aquél sería su último día, se despedían hasta la otra vida momentos antes de salir del refugio. Mantuvieron hasta el fin la voluntad positiva de sufrir por fidelidad a la fe, incluso hasta la muerte. César Gonzalo Zurro, al ver que iban a disparar sobre ellos, gritó la consigna convenida: “¡Viva Cristo Rey! ¡Viva España Católica!”. Y uno de ellos, no se sabe cuál, herido ya, dijo a su verdugo inmediatamente antes de ser rematado: “Aunque me mates el cuerpo, el alma resucitará. ¡Viva Cristo Rey!”

b) En segundo lugar, el motivo por el que los revolucionarios mataron a los seminaristas fue la animadversión a la religión. Examinadas las expresiones de los revolucionarios y las circunstancias de los acontecimientos, se colige que la actitud de los perseguidores era de franca hostilidad a la fe: sin haber participado los moradores del Seminario (que estaba ubicado en el Convento de Santo Domingo) en ningún enfrentamiento con los revolucionarios, éstos, en cuanto entraron en Oviedo, dispararon contra el edificio, dispuestos a tomarlo. Una multitud de mujeres, viendo pasar detenidos a los seminaristas, puestos en fila y con las manos en alto, pedían su muerte.

El motivo último de la detención y fusilamiento no era otro que el hecho de ser curas o seminaristas. Los revolucionarios sabían quiénes eran: algunos seminaristas llevaban la coronilla de la tonsura; al menos alguno de los perseguidores había reconocido a Mariano y testigos oculares les oyeron comentar que se trataba de curas. Interrogado el seminarista superviviente, José González García, sobre si eran ellos los que disparaban, habiendo contestado que no, uno de los revolucionarios respondió: “Es igual, son curas y basta”.

Hay un dato ya mencionado que es preciso tener en cuenta y que entraña una dificultad para mantener que el motivo que impulsó a los revolucionarios a darles muerte fue religioso: la acusación contra los seminaristas de que eran ellos quienes disparaban (“Eran ellos los que tiraban”) desde el edificio del Seminario. Esta frase pudiera inducir a pensar que el motivo del fusilamiento fue “político-militar”. La dificultad pierde fuerza si se examinan las circunstancias de la detencióny el desarrollo posterior de los hechos. La frase parece ser una justificación o excusa de los revolucionarios ante su descabellada actuación más que el motivo real que los indujo a comportarse de tal modo con los seminaristas indefensos. Ciertamente la pasión política estuvo presente en aquellos hechos, pero no puede ponerse en duda con fundamento la animadversión religiosa de los revolucionarios del 34 en Asturias.

2.1.2 Los mártires seminaristas en la Guerra Civil (1936-1937)

En cuanto a los tres Siervos de Dios muertos en 1936 y 1937, durante la Guerra Civil Española, Manuel Olay Colunga, Sixto Alonso Hevia y Luis Prado García, tampoco hay duda de que sufrieron una muerte violenta. La Postulación aporta datos moral y suficientemente claros para poder afirmar su carácter martirial por lo que se darán explicaciones razonables documentadas a posibles perplejidades, en línea también con otros casos semejantes en la historia de esta persecución y que han sido resueltas positivamente llegando a la beatificación. En el caso nuestro de estos tres seminaristas, en la documentación recogida minuciosamente para el trabajo de la Positio, se puntualiza respondiendo a posibles objeciones y explicando sea el contexto de su detención y condena a trabajos forzados, y los motivos formales sea de su condena como de su asesinato “pro odium fidei”.

A modo de ejemplo, podemos hablar del caso de Sixto Alonso Hevia y lo que aporta el “Informe de la Comisión histórica”: «Sixto fue detenido, junto con su padre, al parecer, él por ser seminarista y su padre por ser católico. La motivación religiosa del apresamiento parece clara. En plena guerra fue llamado con su quinta al frente. Estando de permiso manifestó, según cuenta su hermana Luisa, sus temores por la presencia en la misma compañía de un tal Nazareno, un vecino con el que había tenido un altercado en los primeros tiempos de su detención, y por los insultos de sus compañeros a quienes - sospechaba Sixto - Nazareno había indicado su condición de seminarista. Sus temores se vieron cumplidos. Murió apuñalado el 27 de mayo de 1937».

En el caso de Luis Prado García el “Informe de la Comisión histórica” escribe: «Aunque se hallaba en Valdediós cuando tuvieron lugar los luctuosos acontecimientos de la revolución del 34, conoció lo sucedido en el Seminario de Oviedo y, según testimonio de su hermana Mª Paz, manifestó admiración por los seminaristas fusilados y su deseo de ser mártir. Aunque no consta expresamente, se presume que la detención se debió a motivos religiosos. Hacía poco que se había licenciado del servicio militar, cuando estalló la guerra. Al principio de ésta hizo vida normal en su casa, hasta que le llegaron confidencias de que iba a ser apresado. Escondido en casa de una familia de izquierdas de la Carriona [pueblo no lejos de su domicilio], fue denunciado y detenido en septiembre del 36. El médico encargado de certificar la defunción de los fusilados en Gijón, informó a la familia que había recibido once disparos y que ante las órdenes de sus verdugos de que dijera algo, por tres veces exclamó “¡Viva Cristo!”. Aun cuando no tenemos noticia completa de los términos de la discusión entre los perseguidores y la víctima, por el testimonio de fe de ésta y el contexto de la detención, se puede sostener fundadamente que el motivo de su muerte fue religioso».

Por todo ello, y según la misma Relación de la Comisión Histórica refiriéndose a los tres casos de los Siervos de Dios martirizados durante la Guerra Civil: «Dado el contexto general de la situación social y política de la época no cabe otra explicación de la causa de sus muertes que su condición de seminaristas y de pertenencia a la Iglesia. Por lo tanto, a nosotros nos consta moralmente la condición martirial de estos tres seminaristas muertos durante la guerra civil española».

2.1.3 El contexto de estos nueve martirios

Respecto del caso de las víctimas de Octubre de 1934: cuando estalla la revolu- ción armada del mundo marxista asturiano, incubada desde hacía meses, reina en toda Asturias, un odio pertinaz a todo lo religioso. En pocos días de dominio, las devastaciones, detenciones y los asesinatos se repiten sin cesar. También sacerdotes, seminaristas y religiosos/as sufren varios registros; y en medio de una creciente confusión, algunos logran escapar; se refugian dónde pueden y algunos de ellos serán casi de inmediato asesinados.

Por otra parte, a finales de julio de 1936, cuando estalla la revolución armada en todo el país, con una España dividida en dos bandos (llamados ya entonces de “rojos” y “nacionales”), reina en el primero, y en Asturias con renovado encono, un odio pertinaz a todo lo religioso. Comunidades religiosas, edificios religiosos, casas parroquiales, etc... sufren registros; el gobierno asturiano revolucionario detiene en cárceles (llamadas “checas”), creadas a propósito, con frecuencia en iglesias, a cuantos sospecha de ser “contrarrevolucionarios” y en esta categoría incluye a sacerdotes, religiosos/as y seminaristas, sacándoles durante la noche para ser fusilados; a algunos los encierran en un barco prisión en la costa frente a Gijón (el “Luis Caso de los Cobos”); a otros los mandan a batallones “de castigo” a los frentes de guerra. Las víctimas de aquellos azarosos momentos entre sacerdotes, religiosos y seminaristas de la diócesis de Oviedo, son 191.

2.2 Los mártires de Nembra

Conmueve el relato del martirio de quienes próximamente serán beatificados en nuestra Catedral de Oviedo, una vez que el Papa Francisco firmó el decreto super martyrio el pasado día 21 de enero, fiesta de la mártir Santa Inés. Conmueve no sólo por la fiereza y el ensañamiento de sus muertes por parte de sus verdugos, sino que aquí se da el hecho de sufrir semejante holocausto de sus vidas personas mayores y jóvenes, sacerdote y laicos, un estudiante de magisterio y simples trabajadores mineros. Es como un florilegio de cómo el camino cristiano permea todo el tejido social, cultural, laboral, humano de quienes a cualquier edad, en cualquier profesión trabajadora, en toda responsabilidad eclesial como miembros del Pueblo santo, se reconocen sencillamente cristianos y están dispuestos a vivir y a morir en coherencia con su fe profesada de tantos modos.

Don Ángel Garralda, nuestro querido sacerdote entregado en todos sus flancos a esta noble causa de documentar el abrumador hecho de la persecución religiosa en Asturias entre 1934 y 1939, nos da abundantes noticias que afortunadamente pudo recoger de quienes en la inmediatez de los sucesos todavía podían aportar datos. Pero Don Ángel no sólo ha documentado rigurosa y ordenadamente tantos datos, sino que ha sido un eficaz despertador cada vez que por razones que no son ahora el caso de relatar, todas estas causas se han dormido en laureles conocidos o las han adormecido quienes tal vez tuvieron que haberlas conducido con diligencia a su feliz meta. En cualquier caso, documentando y despertando, tenemos una importante base de datos que nos permite ubicar y describir someramente también el martirio que sufrieron un sacerdote y tres laicos en la localidad allerense de Nembra.

¿Quiénes son estos mártires? Jenaro Fueyo Castañón de 72 años, sacerdote, asesinado en su propio templo junto con sus feligreses. Segundo Alonso González de 48 años, y Isidro Fernández Cordero de 43 años, ambos mineros. Y Antonio González Alonso de 24 años, estudiante de magisterio. Nembra es un pueblecito de Aller profundamente cristiano. No llegaba a mil habitantes y tenía exactamente 99 hijos sacerdotes, religiosos y religiosas esparcidos por todo el mundo. Esta es la gran cosecha del pastor tan querido Don Jenaro que en concurso a parroquias obtuvo en propiedad la de Santiago de Nembra. Un hombre preocupado en todos los órdenes por sus fieles, amigo de los pobres que daba cancha al sindicato minero católico en su parroquia. Segundo Alonso e Isidro Fernández Cordero eran mineros de la Hullera Española del Marqués de Comillas. Con hijos preparándose en seminarios para ser futuros misioneros y religiosas que aprendieron en su casa el amor a Dios hasta el sacrificio. Presidente y Secretario, respectivamente, de la Adoración Nocturna Española. De la talla mística de estos dos mineros hablan las cartas que Segundo escribía a sus hijos seminaristas que han llamado la atención a los teólogos que emitieron su juicio sobre las mismas, y también la despedida de Don Isidro Fernández a sus hijos María Luisa y Darío en vísperas de su martirio.

Como la cárcel no disponía de servicios sanitarios usaban los de la escuela pública de niños a pocos metros de distancia, y el maestro, buen cristiano, les permitía ver un momento a sus hijos. Así su hija María Luisa, uno de los últimos días que estuvo con su padre le dice: “por qué no te escapas como el padre de…”. Y me contestó: “no puedo, y además soy testigo de Jesucristo. Tenéis que perdonar a todos como yo les perdono de corazón. Se lo dices a tu madre y a tus hermanos. Se despidió dándome un beso y diciendo que fuese buena con todos”. Y en vísperas del martirio dijo a su hijo Darío: “dile a tu madre que si quiere, que vaya a Gijón a hablar con el Comité Provincial; pero que ya no hay nada que hacer. A Segundo hace dos días que lo han sacado y no sabemos si vive. Hoy espero que me saquen a mí. Este beso es para tu madre y tus hermanos, ya no nos veremos más. Dile también que no llore porque somos mártires. Nos persiguen y abofetean como a Jesucristo. Rezad mucho por nosotros. En el cielo nos veremos”.

El día 20 de octubre se encuentran y se abrazan Isidro y Segundo en la Iglesia parroquial, y se animaban sintiendo un gozo interior, ya que así podían confortarse mutuamente. Al día siguiente traen a Don Jenaro de la cárcel de Moreda con otros dos: Ricardo Martínez García -Secretario de la Acción Católica en Moreda y corresponsal de Región, de profesión practicante médico-, y Ángel Argedo Díaz Fernández natural de Pola del Pino Aller –de profesión minero en el pozo de San José de Caborana, que fue prisionero en el puerto, tal vez intentando pasar a León-, permaneciendo juntos hasta el martirio más cruel. Don Jenaro al entrar en el templo toma posesión por última vez de su parroquia. Mientras los asesinos celebran una gran cena burlesca, ellos aprovechan para la oración de los fuertes preparándose al martirio. Martirio único por sus circunstancias y su crueldad. Pues D. Jenaro había bautizado a todos los asesinos y los había preparado para la primera comunión. Ese día 20 de octubre hacía exactamente 21 años había contraído matrimonio D. Segundo en esa misma Iglesia, presidiendo D. Jenaro.

Les obligan hacer su sepultura dentro de la Iglesia y Segundo e Isidro no consienten que su párroco haga su sepultura, y se la hacen delante del Altar mayor donde celebraba Misa a diario. Ellos escogieron el lugar donde habitualmente solían oír misa juntos. La muerte consistió en un simulacro de matanza siendo degollados a cuchillo, mientras unas mujeres recogían la sangre, para hacer morcillas “para los carcas”, como con despecho vociferaban. Desangrados y descuartizados Segundo e Isidro, pasan a ocuparse del señor cura, D. Jenaro, que presenció tan cruel martirio “se mantuvo sereno y no habló sino para absolver y animarlos a morir. El dolor que le causó ver sufrir a sus queridos feligreses, y sobre todo, al ver como decapitaban a uno de ellos y los colocaban en el sepulcro, produjo al anciano sacerdote Jenaro un ligero desvanecimiento, del que pronto se recuperó. Pero “según declaraciones de sus propios verdugos, fue apaleado y escarnecido, interviniendo también algunas mujeres; cuando le tendieron para desangrarle, dijo a sus verdugos que no podía creer que sus mismos feligreses estuvieran haciendo lo que acababa de ver, pero le pediría a Dios por ellos”.

Días antes se produjo el martirio del joven Antonio González Alonso, estudiante de Magisterio en la Normal de Oviedo, era Adorador Nocturno y llevaba la sección de Tarsicios con mucho éxito. Insistieron, sin eficacia, en que blasfemara y rompiera objetos sagrados. Como no lo consiguieron le advirtieron que le cortarían la lengua, y efectivamente, el día 11 de octubre le llevaron a Sama y el Comité de Sama lo lleva al martirio. Lo ha contado todo el chofer que se vio obligado hacer ese servicio. Al pasar junto a la puerta de su casa vio a su madre y Antonio dijo: “adiós madre, hasta el cielo”. Cuando sale del Comité de Sama lo llevan al Alto Santo Emiliano y el chofer observa que echa bocanadas de sangre, le habían cortado la lengua. Allí mismo le llevaron a una zona y sin oír un tiro volvieron sin él, lo habían arrojado al fondo de un pozo de mina abandonado, al que tanto empeño había tenido en no perder la oportunidad de ser mártir por Jesucristo.

¿Por qué les podían perseguir? ¿Por haber abierto una Escuela Católica para hijos de obreros, cediendo para ello los propios locales parroquiales? ¿Por salir al paso de tantas necesidades materiales y espirituales en su gente? ¿Por haber acompañado educativamente en clave cristiana a niños y jóvenes para construir una sociedad más solidaria, con principios morales y buscando la paz y la convivencia entre las personas? No cabe conjetura alguna que pueda dar una explicación a lo que tan absurdamente no tiene sentido humano. Es la locura del sinsentido que hace que se derramen así unas vidas bondadosas que simplemente quisieron hacer el bien a sus hermanos por amor a Jesucristo, con Él y en Él. Pero si el Maestro, “que pasó haciendo el bien” (Hch 10, 38) sufrió como primicia el primer martirio cristiano, no ha dejado de estar presente en la larga historia de la Iglesia esta suprema posibilidad de testimonio, como ya lo anunció Jesús, siendo el primero en padecerlo redentoramente.

No estaban en la trinchera de enfrente. No se adiestraron ni para la guerra ni para ningún tipo de violencia. Después de 80 años la Iglesia los reconoce con la palma más heroica que corresponde a los mártires cristianos: los que mueren por el odio de la fe de sus verdugos, y perdonando a los que les quitaban de ese modo cruel la vida.

Ha habido que trabajar duro también en Roma hasta ver culminados todos los requisitos que nos permiten reconocer a estos hermanos como verdaderos cristianos en los que se cumplen las palabras de Jesús: amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen (cf. Mt 5, 44). La descripción que hemos hecho más arriba del martirio de estos cristianos de Nembra, señala en síntesis algunos pormenores de lo que diversos testigos vieron suceder con todo el dramático patetismo de una crueldad que dejaba de ser violencia inhumana para ser algo más de difícil definición. Murieron por su fe, murieron sin más cargo que el ser cristianos, murieron con el nombre de Cristo en los labios y perdonando a quienes así de cruel e impunemente les quitaban la vida con escarnio, befa, humillación y escándalo.

Es motivo de conmovida gratitud y de emocionado homenaje eclesial. No son pretexto para nombrar con rencor a sus verdugos ni siquiera para ironizar con las siglas políticas que propiciaron tamaño dislate. Pero sí para dar gracias por el inmenso testimonio creyente de estos cuatro hermanos junto a los nueve seminaristas que tanto amaron a Dios que supieron entregar su vida perdonando a quienes de ese modo se la arrebataban con escarnio. Esta es nuestra memoria histórica, que no pretende ganar guerras perdidas, abrir trincheras, remover insidias y volver a escenificar lo que divide a un pueblo. Es el miramiento sencillo, lleno de piedad y gratitud, en donde Cristo vuelve a triunfar con su gracia en la debilidad de unos cristianos sometidos al más alto testimonio que cabe dar: entregar la vida por amor a Dios, con el perdón en los labios y en el corazón la esperanza.

Conclusión. La sangre de los mártires semilla de cristianos santos

Para nuestra Diócesis es una llamada para despertar nuestra fe quizás aletargada en una cómoda mediocridad. La memoria de estos mártires nos recuerda que aquí en Asturias ha habido hermanos y hermanas nuestros que pagaron con su vida su condición de cristianos. Es motivo de conmovida gratitud y de emocionado homenaje eclesial. No son pretexto para nombrar con rencor a sus verdugos ni siquiera para ironizar con las siglas políticas que propiciaron tamaño dislate. Pero sí para dar gracias por el inmenso testimonio creyente de estos cuatro hermanos que tanto amaron a Dios que supieron entregar su vida perdonando a quienes de ese modo se la arrebataban.

Por eso, en medio de tantos callejones sin salida, de tantos absurdos y heridas, aparecen estos hermanos nuestros que siendo víctimas del odio mortal por su fe confesada y vivida, representan para nosotros un reclamo de perdón, de reconciliación, de vivencia cristiana audaz y sencilla. Son como una ciudad sobre el monte, el testimonio elocuente del verdadero amor, y en el candelero de nuestro tiempo la luz más encendida.

No sólo fue entonces aquí en Asturias, hace 80 años. Está siendo continuamente en tantos otros lares. Hace unos meses me conmovió hasta el sonrojo un testimonio cercano de nuestros días. Una madre cristiana a la que masacraron sus hijos, cuando le preguntaron qué haría si se encontrase por la calle a estos asesinos. Respondió: “yo les invitaría a pasar a mi casa, y mirándoles les diría: que Dios dé luz a tus ojos para que se purifique tu corazón y comprendas alguna vez lo que has hecho. Como madre de tus víctimas, que eran mis hijos, yo te perdono con profundo dolor, pero te perdono en el nombre de Dios, porque soy cristiana”. No hay palabras ante testimonio tan conmovedor, verdaderamente revolucionario, la única creíble revolución, la del amor que perdona lo imperdonable.

Tantos otros cristianos murieron antes, inmediatamente después, y siguen muriendo en nuestros días en una especie de viacrucis que no cesa con los nuevos reos de muerte en calvarios tan diversos. Así está sucediendo en la masacre infligida por los nuevos verdugos de la media luna.

Hemos conocido algún relato. Como el de hace unos meses sobre unos jóvenes cristianos, narrando la última procesión de su vida, a orilla del Mediterráneo en las costas de Libia. Las olas estaban bravas como en nuestro mar Cantábrico, como queriendo gritar la terrible injusticia de una matanza que imparable se abalanzaba. Iban en silencio, como corderos al matadero, conscientes de su supremo sacrificio. Esa vía Dolorosa tenía su final junto a las rocas donde no se levantaba ninguna cruz. Hoy la muerte malhechora tiene otras formas. Llevaban su verdugo al lado, vestidos de negro enlutado tapando sus rostros embozados por fuera, ocultando así su corazón censurado y pervertido por dentro.

Aquellos matarifes invocaron a un dios inexistente para ellos, anónimo, sin boca, sin ojos, sin oídos, sin entrañas, fruto del rencor de sus fantasmas que les incapacita para todo, que les bloquea ante la belleza que no comprenden y destruyen, para entender la letra de los versos y poemas, o la música de las notas inspiradas que jamás escuchan ni tararean. Es el odio ciego, la violencia balandrona, que respira por las heridas de sus fracasos, de sus atrasos y sus callejones sin salida. Hoy el dios de la guerra no se llama Ares, como era para los griegos, ni Marte, como invocaban los romanos, ni Montu como adoraban los egipcios. El dios para los nuevos verdugos es un pretexto aunque lo llamen con otro nombre del que cervantinamente no quiero ahora acordarme. A ese dios falso le hacen cómplice de sus imposturas, y se erigen en ajustacuentas de su gloria vacía como matones a sueldo en el templo de la vida. Esos cristianos buscaban trabajo en Libia, como hace 80 años mataron a dos mineros, a un anciano cura, a un estudiante para maestro, a unos jóvenes seminaristas entre los casi 200 que cayeron por odio a la fe en Asturias. Eran mártires cristianos todos ellos. No robaban al fisco con sus corrupciones de puños blancos y tarjetas negras. No adulaban al pueblo con milongas y quimeras para venderles con trampa su engañifa por un puñado de votos. No pintaban monigotes para herir los sentimientos sagrados de los otros, para reír a su costa las gracietas tejidas de blasfemia, de provocación medida, de libertinaje esclavo y de revolución marchita.

Eran sencillamente cristianos, sin trastienda, sin violencia, sin injusticia. Murieron dejándose morir, pero no pudieron matarlos los que no son dueños de la vida. En sus labios, como siempre sucede en los mártires cristianos, sólo una oración a Jesús resucitado, el mártir primero que muere siempre en sus hermanos para con ellos entrar en la eterna dicha. No maldijeron, no se revolvieron, murieron perdonando como esa madre hizo perdonando a los verdugos de sus hijos, cambiando la muerte en vida, la negra noche en el más luminoso día.

Descansan en paz desde entonces. Los mártires cristianos han entrado en la vida. Y así entraron nuestros 9 seminaristas mártires, y los 4 de Nembra. Desde esa vida nos contemplan. Que todos ellos intercedan por nosotros, por nuestro pueblo, y que las personas más zarandeadas por la dureza de la vida y la perfidia de la muerte, puedan encontrar en estos nuevos beatos el consuelo, la fortaleza y la compañía.

Que la Reina de los mártires, nuestra Santina, nos cubra con su manto y junto a todos ellos nos acompañe hasta la otra orilla.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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