La barca de Pedro simboliza a la Iglesia, azotada por el temporal y aparentemente abandonada por el Señor (cf Mt 14,22-23). Una situación que vivieron los primeros discípulos y, de un modo o de otro, los discípulos de todos los tiempos. En el Via Crucis del Viernes Santo de 2005, el entonces cardenal Ratzinger, comentando la IX estación, decía: “Señor, frecuentemente tu Iglesia nos parece una barca a punto de hundirse, que hace aguas por todas partes”.
Sí. La Iglesia parece a punto de hundirse por los pecados de quienes somos sus miembros pero, a un nivel más radical, por la falta de fe, por una especie de “cansancio de creer”. Cada día se hace más acuciante la pregunta de Jesús: “Cuando el Hijo del Hombre vuelva, ¿encontrará fe sobre la tierra?”(Lc 18,8). Solo la fe permite descubrir la presencia del Señor. Mientras la barca se aleja de la orilla Él ora. La intercesión de Jesús por los suyos no se ha agotado, es una intercesión constante.
En medio de la tormenta, el Señor se acerca andando sobre el agua e infunde ánimo a sus discípulos: “Soy yo, no tengáis miedo” (Mt 14,27). Son las mismas palabras que Jesús dirige a los suyos en la Transfiguración y en sus apariciones como Resucitado (cf Mt 17,7; 28,5). “Soy yo”: Jesús es el Emmanuel, el Dios con nosotros, el que promete estar con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo (cf Mt 28,21).
Jesús es el Salvador que impide que Pedro se hunda en las aguas y que salva también a los demás discípulos que iban en la barca. En la actitud de Pedro, como muchas veces en la nuestra, se dan a la vez la confianza y la duda, la fe y el temor: “Ardía en su alma la fe, pero la fragilidad humana le arrastraba al abismo”, comenta San Jerónimo. En realidad, Pedro no tendría que dudar: por grande que fuese la tormenta mayor debería ser la certeza de la presencia del Señor. Pero Pedro, como nosotros, se muestra todavía como un hombre débil, como un creyente débil.
Ante la manifestación de Cristo los discípulos se postraron ante Él confesándolo como Hijo de Dios y Salvador (cf Mt 14,33). Esa debe ser la meta del itinerario de la fe: la confesión de Cristo, a pesar de los momentos de angustia y desamparo que nos toque padecer en nuestra vida personal o en la travesía de la Iglesia por este mundo.
El Señor vendrá en gloria al fin de los tiempos y concederá a su Iglesia la paz y el sosiego: “como entonces vendrá con más claridad, con razón dirán todos llenos de admiración: ‘Verdaderamente Hijo de Dios eres tú’. Entonces confesarán todos completa y públicamente que el Hijo de Dios ha vuelto, no ya con la humildad de su cuerpo, sino con su gloria celestial, a dar la paz a su Iglesia” (San Hilario).
Guillermo Juan Morado.
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