jueves, 1 de mayo de 2014

Carta semanal del Sr. Arzobispo






Todavía es intenso el fluir de tanta gente que por unas horas, dos días, ha llenado nuevamente la Ciudad Eterna de esperanza y de vida. Roma nos ha vuelto a convocar ante dos personas de gran tirón convocatorio. Dos Papas actuales que la Iglesia nos presenta como santos contemporáneos que tienen algo que decirnos en la trama de nuestros días.

Juan XXIII se asomó a la ventana de la esperanza para saludar a la luna llena en aquella procesión de antorchas que hacía de la Vía de la Conciliazione y de la Plaza de San Pedro un abrazo luminoso a las puertas del Concilio Vaticano II. Aquel Papa bueno que se coló en el corazón de los presos de la Cárcel romana, que predicó la Paz en la Tierra con una encíclica inolvidable, era un padre que despedía aquella noche a su Pueblo y les encargaba una caricia para los más pequeños que quedaron en casa. Se dejó llevar por el Espíritu de Dios, y empujó a la Iglesia por un camino que nadie imaginaba. Yo era muy niño, pero luego he podido ver documentales y leer textos que me han permitido asomarme a ese regalo inmenso.

A Juan Pablo II lo recuerdo en aquella mañana otoñal romana, al término de su primera Misa como sucesor de Pedro. Una niña rubiales toda ella, se agarró a su mano y con Juan Pablo II fue saludando a fieles y curiosos, dignatarios y gentes principales, cardenales y obispos, jóvenes y ancianos. Era una imagen de frescura inaudita: un Papa tan joven, de la mano de una pequeña, paseando la esperanza que no defrauda y la alegría que no tiene fecha de caducidad alguna. Antes dijo en su homilía lo que conmocionó a todo el orbe cristiano, como una primera entrega de un largo pontificado tan lleno de audacia, de vigor, de bondad, de belleza y sabiduría. Su voz eslava ponía gravedad, que no dureza, a aquellas palabras que indicaban que el “huracán Wojtyla” soplaba de veras: No tengáis miedo, abrid las puertas a Cristo. Son palabras que me marcaron desde mis años de mocedad seminarista hasta que aquel hombre –ya un anciano veinticinco años después– me llamó para ser obispo.

No tener miedo, abriendo las puertas a Cristo: todo un programa que educa la mirada, caldea el corazón, y que pone en pie tus mejores ganas para enviarte misioneramente a contar la historia de Dios repartiendo su gracia y su palabra. Hoy, cuando estamos ante dos santos ya canonizados, no sólo me acojo a su intercesión, no sólo me ensimismo en su recorrido sacerdotal y episcopal, sino que vuelvo a escuchar lo que entonces tronó en la Plaza de San Pedro en aquella mañana otoñal o en aquella noche de antorchas. Esta vez lo dicen paseando por esa otra inmensa plaza que es el cielo, de la mano de la Virgen María a la que tan tiernamente amaron ambos, con la compañía de todos los santos.

No tener miedo, porque Cristo ha entrado por mis puertas abiertas, porque no hay nada ni nadie que pueda robarme esta gracia de Dios. En el momento de ver en el catálogo de los santos a San Juan Pablo II y San Juan XXIII, agradecemos a la Iglesia que ha sabido acompañar a sus hijos en cada momento, dándonoslos como hermanos que nos bendicen, nos despiertan, se ponen a nuestro lado y con nosotros recorren los mil caminos que conducen no a Roma, sino al mismo corazón de Dios.

En medio de una crisis de liderazgo mundial y de los estribillos de la violencia, la maldad y corrupción que no dejan de componer nuevas estrofas tarareando las de siempre, emergen estas dos figuras santas como un reclamo que nos dice que la verdad, la belleza y la bondad no son una quimera abstracta, sino punto de encuentro y puerta de salida que nos abren a la esperanza.


+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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